VIAJE ASTRAL
¿Habéis
tenido alguna vez un sueño tan vívido que os hiciera dudar sobre si estabais
soñando u os encontrabais despiertos?
A mí
nunca me había ocurrido; de hecho, apenas si sueño, o eso me parece, porque
casi nunca recuerdo nada al despertar.
Así
había sido, en efecto, hasta la noche del Viernes Santo, hace hoy exactamente
un mes.
Después
de un largo y doloroso proceso de divorcio, y con los hijos ya emancipados,
acostumbro a pasar largas temporadas en mi chalé de la sierra. En realidad, se
trata de una lujosa cabaña construida con oscuras maderas de roble a la vera de
un arroyo de montaña, y rodeada por un espeso bosque de gigantescos abetos y
pinos. Una estrecha carretera secundaria que discurre a unos 300 metros de mi
idílico refugio es el único signo de civilización en muchas millas a la
redonda. El tráfico es tan escaso que muy bien podría pasar por una vía muerta.
Sólo algún intrépido viajante o el típico turista despistado osan perturbar muy
de tarde en tarde la profunda calma reinante en el lugar.
Esa
noche me había acostado a las 12 en punto, agotado tras una jornada
especialmente fatigosa, y enseguida me dormí profundamente.
En
mi sueño me encuentro tumbado en la cama, sobre las mantas y con el pijama
puesto. La luz de la Luna penetra a través de la ventana y proyecta un
rectángulo doble sobre la pared opuesta.
De
repente, siento la imperiosa necesidad de salir a respirar el aire de la noche.
Un
momento después, me encuentro descendiendo los diez escalones de la escalera
del porche. La madera cruje bajo mis pies desnudos. Por eso sé que estoy
soñando. Nadie en su sano juicio sale a pasear descalzo por la noche.
Un
repentino soplo de viento primaveral, inusualmente cálido, acaricia mi rostro y
alborota mis cabellos.
Cruzo
el puente sobre el arroyo y me adentro en el bosque a través de la pista
forestal que arranca en la carretera, unos 300 metros más allá. La luz de la
Luna llena hace brillar las aguas del riachuelo y derrama sombras sobre el
camino.
Me
desplazo a paso ligero, sintiendo bajo mis pies la tierra polvorienta y
apelmazada. Avanzo entre dos informes y negros muros que, de cuando en cuando,
se agitan inquietos o susurran estremecidos.
Desde
una rama situada a escasos metros del suelo, un ave blanca alza alborotado
vuelo y se aleja chillando entre la espesura.
Allá
a lo lejos, bosque adentro, un par de lechuzas conversa animadamente.
Justo
cuando alcanzo el primer recodo de la amplia senda, una liebre saltarina cruza
a la carrera perseguida muy de cerca por un famélico zorro.
Unos
metros más adelante, la pista forestal describía una amplia curva hacia la
izquierda. A la derecha, a una veintena de metros, se abría un pequeño claro en
el bosque.
Y en
ese claro brillaba un potente foco de luz amarillenta.
En
la siguiente escena onírica, me encuentro echado sobre un montículo de rocas
cubiertas de musgo. Desde mi oportuna atalaya atisbo, asombrado, el insólito
espectáculo que se desarrolla allí abajo, en medio del claro, a una decena de
metros de mi ventajosa posición.
El
foco de luz artificial que había captado mi atención procedía de los faros
encendidos de un todoterreno largo y oscuro, posiblemente un Jeep Grand
Cherokee. La intensidad lumínica que bañaba el inquietante escenario me mostró
cada detalle con deslumbrante nitidez, como una escalofriante proyección en
Super HD.
Además,
el actor principal tuvo la deferencia de situarse en todo momento de cara hacia
mí, el único espectador de aquel drama. Se trataba de un hombre alto y
corpulento, prácticamente calvo y luciendo una descuidada barba de ermitaño.
Vestía un mono azul con el anagrama de REPSOL, y calzaba unas robustas botas de
montaña. Sus manazas, embutidas en unos recios guantes de trabajo, enarbolaban
un descomunal pico con el que arremetía contra el suelo cubierto de hojarasca
con encomiable ímpetu y absoluta concentración.
A
continuación, cambió el pico por la pala, y en poco tiempo logró excavar una
respetable fosa rectangular.
Luego,
se dirigió a la parte trasera del todoterreno y regresó al momento cargando al
hombro un voluminoso fardo envuelto en una lona verde.
Al
arrojarlo sobre el suelo, se abrió el precario embalaje revelando su macabro
contenido.
Se
trataba del cadáver de un hombre joven y atlético, enfundado en una especie de
maillot muy ajustado. La palidez marmórea de su cara no conseguía ocultar del
todo la pétrea armonía de sus rasgos apolíneos.
Después
de los pequeños sustos precedentes, yo me encontraba increíblemente tranquilo,
como un espectador privilegiado asistiendo a una función desarrollada en su
honor.
En
un momento determinado, el enterrador nocturno miró en mi dirección. Me agaché
instintivamente al tiempo que contenía la respiración.
Pero
sólo fueron unas décimas de segundo. El tipo no perdió el tiempo.
Parecía
encontrarse en muy buena forma física. Sin gran esfuerzo aparente, arrojó el
cuerpo al interior de la fosa, la rellenó en un santiamén y colocó encima tres
grandes piedras, sin duda como protección contra las ocasionales alimañas. En
ese momento recordé el escuálido zorro de antes y me pregunté si, finalmente,
habría conseguido dar caza a la liebre.
Finalizada
la ingrata tarea, el calvo siniestro abrió el maletero del Grand Cherokee y
extrajo un extraño artilugio metálico que en un primer momento no conseguí
identificar. Lo dejó apoyado contra un árbol y entonces lo reconocí fácilmente.
Se
trataba de una bici de carreras. Tenía el manillar retorcido, el faro roto y la
rueda delantera doblada hacia atrás. El hombre la contempló pensativo durante
un largo rato, como sopesando qué hacer con ella, y al final volvió a
introducirla dentro del vehículo.
Aquí
hay otro salto en mi sueño, un largo intervalo de desconexión. Cuando regresa
la señal me encuentro cruzando el puente de regreso a casa. La Luna llena,
rebosante en el cénit, se contempla orgullosa en un remanso del arroyo. La
pareja de lechuzas sigue conversando en la distancia. Aúlla un lobo hacia las
montañas del norte.
Justo,
en ese momento, coincidiendo con el solitario aullido lejano, el Grand Cherokee
surge de improviso, como brotado de la tierra, a una veintena de metros, y se
abalanza hacia mi posición.
El
corazón se me sube a la garganta. Tengo el tiempo justo de arrojarme a las
aguas del manantial.
Me
despierto empapado en sudor y con las pulsaciones a tope.
Enciendo
la luz, lo consigo al tercer intento, y miro a mi alrededor. Tras un largo rato
de angustia e incertidumbre, compruebo, aliviado, que me hallo en mi
habitación.
Me
levanto y me contemplo en el espejo de cuerpo entero. Mi pijama está seco e
impecable; ninguna mancha delatora, ningún desperfecto a la vista, sólo
pequeñas arrugas.
Inspecciono
mis pies.
Las
plantas lucen cálidas e inmaculadas, tan tersas como la piel de un bebé.
Ahora
sí, por fin me tranquilizo, casi por completo. No había sido más que una
horrible pesadilla. Aunque, eso sí, la más real que hubiera tenido nunca, con
muchísima diferencia…joder…anda que no.
Y
seguramente hubiera olvidado con relativa facilidad la traumática experiencia,
si en la mañana del domingo siguiente, mientras desayunaba leyendo el
periódico, mis ojos no se hubieran topado con dos singulares noticias.
Ambas
consiguieron atraer poderosamente mi atención. Tanto que, por un momento, se me
erizó el vello de la nuca y me olvidé de respirar.
La
primera aparecía en la página de SOCIEDAD. Un modesto titular anunciaba que un
afamado catedrático de Arqueología pronunciaría esa misma tarde una conferencia
en el Aula Magna de la Universidad. El tema de su discurso versaría sobre las
conexiones genéticas, recientemente descubiertas, entre el Homo Sapiens y el
Neanderthal.
Sin
duda, se trataba de un tema apasionante. Pero no fue eso lo que captó mi
interés y logró sobresaltarme en grado extremo.
La
escueta reseña informativa se ilustraba con la foto del protagonista del
evento, según rezaba el pie de la misma.
Ahora
había cambiado el mono de faena por un traje oscuro y una corbata a juego, y se
había recortado la barba de ermitaño.
Pero
era él, sin ninguna duda. Aquella calva y aquellos ojos habían quedado grabados
a fuego en mi memoria. Sería capaz de reconocerlos entre un millón.
Había
encontrado a mi sepulturero noctámbulo.
Unas
páginas más adelante, en la sección de SUCESOS, localicé la segunda pieza del
insólito puzle.
La
noticia a toda página hablaba de la desaparición de un conocido ciclista del
que no se sabía nada desde hacía unos dos días. Al parecer, según su familia,
el famoso deportista, por lo visto una celebridad local, salió a entrenar por los
alrededores, tal y como acostumbraba a hacer todas las tardes.
El
Viernes Santo, a eso de las cinco, su hermana lo despidió en el portal. Desde
entonces, nadie había vuelto a verlo, ni vivo ni muerto.
También traía la correspondiente foto de
rigor.
La
hermosa cabeza, de líneas casi perfectas y coronada por una tupida cabellera
azabache, muy bien podía haber servido de modelo para la obra de algún escultor
clásico. La franca sonrisa, llena de vida, contrastaba brutalmente con el
rostro velado por la lividez mortal que yo tan bien recordaba.
Aun
así, la similitud de rasgos era incuestionable. Además, el recuerdo del maillot
que lucía el cuerpo del infortunado atleta, junto con la maltratada bici,
barrió cualquier atisbo de duda.
Sin
mayor demora, decidí visitar el escenario del delito.
Mientras
me aproximaba, ahora vestido como Dios manda y conduciendo mi fiel Range Rover,
aún albergaba la esperanza de que mi sueño sólo hubiera sido eso, un sueño, y
las noticias una sorprendente coincidencia, nada más.
Al
llegar a la curva, aparqué entre la maleza y me interné en el bosque. Trepé
hasta la atalaya e inspeccioné el claro entre los árboles.
En
el centro veíase la tierra removida, y sobre ella tres voluminosos pedruscos.
Descendí para estudiarlo más de cerca. Alrededor de la improvisada tumba
descubrí abundantes huellas de botas de montaña y los enormes surcos dejados
por las ruedas de un todoterreno.
Esa
misma tarde, puse por escrito todos los recuerdos, sin mencionar, claro está,
las peculiares circunstancias concurrentes. En mi relato yo estaba despierto,
bien despierto, y había decidido salir a pasear para despejar la cabeza.
Lo
releí, corregí un par de cosas, puse la fecha, lo firmé y, sin más dilación, lo
llevé a la policía.
Al
día siguiente, los acompañé al lugar de los hechos, y allí desenterraron el
cadáver en mi presencia.
De
inmediato, el arqueólogo fue detenido e interrogado. Finalmente, se derrumbó y
acabó confesando. Mi minuciosa descripción y el hallazgo de la destrozada bici
en su garaje, amén de una sospechosa abolladura en el Grand Cherokee, dejaron
el caso visto para sentencia.
Aunque
él sostuvo en todo momento que el atropello fue accidental, se descubrió que
tenía poderosos motivos para sentir hacia la víctima una profunda animadversión.
Al parecer, y según se demostró en el juicio, el célebre deportista y la mujer
del arqueólogo eran amantes desde hacía tiempo.
Fue
juzgado, pues, por homicidio voluntario con agravantes, y condenado a 20 años
de prisión.
En
la reconstrucción de los hechos, el fiscal lo describió como un individuo
despiadado y vengativo al que el azar brindó una oportunidad única para cometer
el crimen perfecto. Desde luego, las circunstancias eran las más idóneas: un
lugar retirado, una carretera solitaria, sin testigos…
Evidentemente,
no podía contar con que un factor desconocido de tan extraordinaria naturaleza
arruinara su improvisado plan.
Podrán
hacerse todas las interpretaciones posibles y desarrollarse todas las
conjeturas imaginables, pero hay un hecho absolutamente cierto y totalmente
irrebatible. Esa noche, durante unas horas, de alguna forma, yo estuve en dos
sitios a la vez.
Hoy
me encontré casualmente con un amigo de la infancia al que no veía desde hace
unos cuarenta años. El hombre es muy aficionado a las historias sobrenaturales,
de ésas que aparecen en el programa de Iker Jiménez. Escuchó mi relato con gran
atención, pero con la suficiencia del experto que ya ha oído otros similares.
Mientras yo hablaba, asentía de vez en cuando y sonreía con arrogante condescendencia.
Cuando
terminé, consultó su reloj y comentó que tenía que marcharse a coger un tren.
Antes de irse, sacó una tarjeta del bolsillo, escribió algo y me la entregó.
Después,
se largó sin más ceremonias. Mi amigo siempre ha tenido cierta fama de
excéntrico.
Miré
el papel que me había dado. Contenía sólo tres palabras.
VIAJE ASTRAL ---WIKIPEDIA
¿¿Viaje astral??... Suena a excursión
interplanetaria. Esta noche, sin falta, miraré a ver qué demonios es eso.
Tus COMENTARIOS son siempre BIENVENIDOS. Muchas GRACIAS.
ResponderEliminarUn relato inquietante, no hay duda. También muy interesante. Parece que el protagonista no tiene una explicación clara para lo sucedido pero, dada la actitud de su amigo "el experto", nada tan fuera de lo común que wikipedia no lo recoja...
ResponderEliminarMe ha gustado leerlo, pero lo cierto es que yo preferiría no experimentar ningún viaje astral, por si acaso :)
Buen relato, Paco, ¡un saludo y buen finde!
Me alegro de que te gustara, Julia. Buen fin de semana también para ti.
EliminarCelebro que te gustara, Julia. Desde luego, la Wikipedia es una herramienta muy útil. Gracias por la lectura y el comentario.
EliminarA mí también me ha gustado. Es intrigante y, para mí, muy creíble.
ResponderEliminarPor si te interesa el tema, voy a hacer como tu amigo:
El Cuerpo Astral, de Arthur Powel. Ya tienes lectura para el fin de semana. Jajaja
Un saludo.
Celebro que te gustara, Ana. En efecto, sobre los viajes astrales hay unos cuantos testimonios realmente alucinantes.
EliminarTomo nota de tu recomendación, siempre me interesaron estos temas. Gracias por la visita.
Cordiales saludos.
Hola Paco, gracias por invitarme. Me ha gustado en esta tarde lluviosa leer tu cuento. Buenas imágenes que describen las escenas. Tiene suspense, un ingrediente que lo hace interesante. Saludos.
ResponderEliminarUna tarde lluviosa invita a la lectura, en efecto. Me alegro de que te gustara. Gracias por tu visita, Miry.
ResponderEliminarCordiales saludos.