Pablo Castroviejo partió antes del alba, en una madrugada fría de rosas deshojadas y mariposas muertas.
La tarde del día anterior
la había pasado en el porche, a la sombra del rosal emparrado, reposando
plácidamente. Durante dos horas largas, Pablo Castroviejo había dormitado,
leído, y organizado mentalmente el largo viaje del día siguiente, mientras una
enorme mariposa violeta revoloteaba incansable entre las rosas y los setos
recortados.
Finalmente, decidió
entrar en casa cuando el sol fue engullido por un horizonte erizado de pinos y
la temperatura comenzó a descender. Allí dejó, aún, a la alada y grácil
bailarina malva, ejecutando su interminable coreografía.
Esta mañana la había
encontrado yaciendo en el suelo de piedra, sobre un lecho de pétalos
mustios entre lágrimas de rocío.
Lo sacudió un fugaz
escalofrío. Pablo Castroviejo tuvo un mal presentimiento, como si algo, en
alguna parte, hubiera comenzado a moverse para que las cosas no salieran del
todo bien a lo largo de esa jornada.
Antes de subir al coche,
contempló el pueblo a sus pies, amortajado por un sudario de niebla. Su mirada
tenía algo de despedida. Le embargó una sensación de melancólica tristeza.
Retornó el escalofrío de
antes. Sintió una punzada de angustia, tan breve como estremecedora. Ese fue el
segundo presagio premonitorio. Por un momento, creyó escuchar el ruido de los
engranajes, allá en la distancia, poniendo a funcionar alguna suerte de
maquinaria funesta.
El tercer aviso, no hay
dos sin tres, lo asaltó mientras se aproximaba a la cima del puerto, al
contemplar los gigantescos molinos de viento recortándose contra el cielo.
Pablo Castroviejo
experimentó una brutal sensación de pánico, paralizante e irracional.
Detuvo el auto y a punto
estuvo de dar media vuelta y regresar al pueblo. Definitivamente, algo no iba
bien. Bajó la ventanilla para despejarse, respiró hondo, y haciendo un
supremo esfuerzo decidió continuar su camino.
Y justo en ese momento, a
unos cuántos kilómetros de allí, en plena campiña leonesa, un singular
campesino se preparaba para comenzar la faena.
Con deliberada
parsimonia, introdujo la piedra de afilar en el cuerno y se lo ciñó a la
cintura, cual singular pistolero aprestándose para el duelo. A continuación,
arrojó la guadaña a la parte de atrás de una vieja camioneta, se subió al
vehículo y arrancó, rumbo a los campos de trigo que se extendían al otro lado
del Cerro Grande.
Una vez allí, se desvió
por un camino de tierra, justo a la vera de una señal de curva peligrosa que se
alzaba al final de una larga recta descendente.
Estacionó la camioneta al
borde del mar dorado de cereal, apagó el motor, y oteó el horizonte que
comenzaba a clarear hacia el Este. El campesino sonrió satisfecho. Aquella
prometía ser una jornada provechosa.
Aguardó con paciencia
hasta que vio aparecer la luz de los faros a lo lejos, en lo alto de la loma.
El automóvil comenzó a descender el puerto a gran velocidad aproximándose a su
posición.
La sonrisa se acentuó en
el rostro enjuto del centinela, mientras en sus ojos, oscuros como pozos
insondables, asomaba un destello de malsana diversión.
Descendió de la
camioneta, agarró la guadaña, la afiló con mano experta y comenzó a segar.
El hombre que había
desdeñado tres avisos entró en la curva a más de 80 km por hora, perdió el
control del Range Rover, color café, y se empotró contra la señal de peligro
arrancándola de cuajo.
Momentos después, Pablo
Castroviejo se encontraba al lado de la camioneta, sin recordar en absoluto
cómo había conseguido llegar hasta allí.
El campesino dejó de
segar y se acercó hasta él.
—¿Puedo ayudarle, amigo?
—interpeló el segador, mientras se levantaba el ala del sombrero para secarse
el sudor.
—Claro, claro que
puede…—Se apresuró a replicar Castroviejo—. Acabo de sufrir un grave accidente.
¿Puede acercarme al hospital más próximo?
Por toda respuesta, el
campesino arrojó la guadaña y el cuerno de afilar a la parte de atrás de la
camioneta y lo invitó a subir con un gesto elocuente.
—Me ha venido usted como
llovido el cielo—declaró Pablo Castroviejo, mientras se acomodaba en los duros
asientos del desvencijado todoterreno.
—¿Del cielo, dice? —el
segador arrancó y engranó la primera—Bueno, no vengo de ahí, exactamente, pero
es curioso que diga usted eso…Sí, sin duda es muy curioso…
Sin darle tiempo a su pasajero
para que asimilara la enigmática respuesta, enfiló la pista de tierra de
regreso a la carretera principal.
Al pasar al lado del
coche accidentado, el conductor de la camioneta le hizo una señal perentoria e
inequívoca.
Pablo miró el Range
Rover, siniestro total, y se vio a sí mismo, cubierto de sangre, con la
cabeza emergiendo a través del destrozado parabrisas.
Quiso gritar, pero no lo
consiguió. A duras penas, logró articular:
—Pero… ¿Qué…? ¿Qué pasa
aquí…? ¿Quién demonios es usted…?
Sin dejar de mirar al
frente, el campesino respondió lacónico:
—Un funcionario del
Destino, amigo, eso es lo que soy. Me limito a cumplir con mi deber—sentenció,
al tiempo que comenzaba a acelerar.
La destartalada camioneta
tomó rumbo hacia el Oeste. Una estrella imposible surcó rauda la campiña cuando
los primeros rayos de sol impactaron contra el acero curvo de la guadaña.
Nacía una nueva jornada.
FIN