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sábado, 5 de enero de 2019

EL ÚLTIMO VIAJE





Pablo Castroviejo partió antes del alba, en una madrugada fría de rosas deshojadas y mariposas muertas.
La tarde del día anterior la había pasado en el porche, a la sombra del rosal emparrado, reposando plácidamente. Durante dos horas largas, Pablo Castroviejo había dormitado, leído, y organizado mentalmente el largo viaje del día siguiente, mientras una enorme mariposa violeta revoloteaba incansable entre las rosas y los setos recortados.
Finalmente, decidió entrar en casa cuando el sol fue engullido por un horizonte erizado de pinos y la temperatura comenzó a descender. Allí dejó, aún, a la alada y grácil bailarina malva, ejecutando su interminable coreografía.
Esta mañana la había encontrado yaciendo en el suelo de piedra, sobre un lecho de pétalos mustios entre lágrimas de rocío.
Lo sacudió un fugaz escalofrío. Pablo Castroviejo tuvo un mal presentimiento, como si algo, en alguna parte, hubiera comenzado a moverse para que las cosas no salieran del todo bien a lo largo de esa jornada.
Antes de subir al coche, contempló el pueblo a sus pies, amortajado por un sudario de niebla. Su mirada tenía algo de despedida. Le embargó una sensación de melancólica tristeza.
Retornó el escalofrío de antes. Sintió una punzada de angustia, tan breve como estremecedora. Ese fue el segundo presagio premonitorio. Por un momento, creyó escuchar el ruido de los engranajes, allá en la distancia, poniendo a funcionar alguna suerte de maquinaria funesta.
El tercer aviso, no hay dos sin tres, lo asaltó mientras se aproximaba a la cima del puerto, al contemplar los gigantescos molinos de viento recortándose contra el cielo.
Pablo Castroviejo experimentó una brutal sensación de pánico, paralizante e irracional.
Detuvo el auto y a punto estuvo de dar media vuelta y regresar al pueblo. Definitivamente, algo no iba bien.  Bajó la ventanilla para despejarse, respiró hondo, y haciendo un supremo esfuerzo decidió continuar su camino.
Y justo en ese momento, a unos cuántos kilómetros de allí, en plena campiña leonesa, un singular campesino se preparaba para comenzar la faena.
Con deliberada parsimonia, introdujo la piedra de afilar en el cuerno y se lo ciñó a la cintura, cual singular pistolero aprestándose para el duelo. A continuación, arrojó la guadaña a la parte de atrás de una vieja camioneta, se subió al vehículo y arrancó, rumbo a los campos de trigo que se extendían al otro lado del Cerro Grande.
Una vez allí, se desvió por un camino de tierra, justo a la vera de una señal de curva peligrosa que se alzaba al final de una larga recta descendente.
Estacionó la camioneta al borde del mar dorado de cereal, apagó el motor, y oteó el horizonte que comenzaba a clarear hacia el Este. El campesino sonrió satisfecho. Aquella prometía ser una jornada provechosa.
Aguardó con paciencia hasta que vio aparecer la luz de los faros a lo lejos, en lo alto de la loma. El automóvil comenzó a descender el puerto a gran velocidad aproximándose a su posición.
La sonrisa se acentuó en el rostro enjuto del centinela, mientras en sus ojos, oscuros como pozos insondables,  asomaba un destello de malsana diversión.
Descendió de la camioneta, agarró la guadaña, la afiló con mano experta y comenzó a segar.
El hombre que había desdeñado tres avisos entró en la curva a más de 80 km por hora, perdió el control del Range Rover, color café, y se empotró contra la señal de peligro arrancándola de cuajo.
Momentos después, Pablo Castroviejo se encontraba al lado de la camioneta, sin recordar en absoluto cómo había conseguido llegar hasta allí.
El campesino dejó de segar y se acercó hasta él.
—¿Puedo ayudarle, amigo? —interpeló el segador, mientras se levantaba el ala del sombrero para secarse el sudor.
—Claro, claro que puede…—Se apresuró a replicar Castroviejo—. Acabo de sufrir un grave accidente. ¿Puede acercarme al hospital más próximo?
Por toda respuesta, el campesino arrojó la guadaña y el cuerno de afilar a la parte de atrás de la camioneta y lo invitó a subir con un gesto elocuente.
—Me ha venido usted como llovido el cielo—declaró Pablo Castroviejo, mientras se acomodaba en los duros asientos del desvencijado todoterreno.
—¿Del cielo, dice? —el segador arrancó y engranó la primera—Bueno, no vengo de ahí, exactamente, pero es curioso que diga usted eso…Sí, sin duda es muy curioso…
Sin darle tiempo a su pasajero para que asimilara la enigmática respuesta, enfiló la pista de tierra de regreso a la carretera principal.
Al pasar al lado del coche accidentado, el conductor de la camioneta le hizo una señal perentoria e inequívoca.
Pablo miró el Range Rover, siniestro total, y se vio a sí mismo, cubierto de sangre, con la cabeza emergiendo a través del destrozado parabrisas.
Quiso gritar, pero no lo consiguió. A duras penas, logró articular:
—Pero… ¿Qué…? ¿Qué pasa aquí…? ¿Quién demonios es usted…?
Sin dejar de mirar al frente, el campesino respondió lacónico:
—Un funcionario del Destino, amigo, eso es lo que soy. Me limito a cumplir con mi deber—sentenció, al tiempo que comenzaba a acelerar.
La destartalada camioneta tomó rumbo hacia el Oeste. Una estrella imposible surcó rauda la campiña cuando los primeros rayos de sol impactaron contra el acero curvo de la guadaña.
Nacía una nueva jornada.
                                                       FIN