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domingo, 20 de mayo de 2018

UN DÍA INOLVIDABLE




                                   UN  DÍA  INOLVIDABLE

Grabados a fuego, con hierro candente. Así permanecerán en la memoria de los ciudadanos de este país, los extraordinarios acontecimientos que tuvieron lugar en aquella memorable jornada del 14 de setiembre de 2018.
Los increíbles y chocantes sucesos, nunca contemplados por estos lares, y tampoco en ningún otro, coparon portadas, llenaron telediarios y colapsaron las redes sociales durante días y días.
Todo comenzó a media mañana del Día de Autos, cuando en una céntrica calle de la ciudad de Burgos, un operario del Ayuntamiento que reparaba una acera fue arrebatado del suelo por una fuerza prodigiosa e invisible, y tragado, en cuestión de segundos, por la capa de nubes bajas que se cernía a esa hora sobre la capital castellana.
Ni sus consternados compañeros de faena, ni los atónitos viandantes pudieron hacer nada por impedir su meteórico ascenso. Tan imprevisto y vertiginoso fue éste, que nadie consiguió reaccionar, nadie pudo hacer el más mínimo ademán por retenerlo.
En iguales o similares circunstancias, despegue repentino y centelleante elevación a las alturas, se esfumaron varios trabajadores a lo largo y ancho de la geografía patria, durante la siguiente media hora con intervalos variables entre ellos de unos pocos minutos.
En orden cronológico, la relación de insólitas ascensiones a los cielos fue la que se detalla a continuación. El operario burgalés, pionero en la sorprendente modalidad de fulminante despegue vertical, fue secundado por un jornalero que laboraba en una finca de Cáceres; por un vendimiador, en una viña del Bierzo leonés; por un obrero de la construcción, que arreglaba un tejado en un caserío de la huerta murciana; y, finalmente, por un albañil, encaramado a un andamio, en un pueblo de Zaragoza.
En todos los casos, los pasmados testigos, coincidieron en que los infortunados currantes parecían haber sido succionados por una especie de aspiradora de colosales dimensiones, situada más allá de la estratosfera.
Unos diez minutos después de que el albañil maño se convirtiera en un proyectil humano impulsado por un cañón fantasma, corrió idéntica fortuna un caballo de carreras que competía en el hipódromo de Salamanca en una carrera de obstáculos.
En tamaña y análoga tesitura encontrose, muy a su pesar, un congénere del anterior, a lomos del cual un avezado picador trataba de castigar a un Mihura cornigacho en la plaza de Las Ventas, llena a reventar.
En ambos casos, jinete y rejoneador, respectivamente, salieron despedidos de sus monturas como derribados por un viento huracanado, nivel 5, un momento antes de que los desventurados animales fueran propulsados cual voladores en una verbena de prado.
Ambos declararían más tarde, aún tartamudos y temblorosos, que habían sentido algo parecido a la onda expansiva provocada por una bomba de inimaginable potencia.
Incluso allí donde los cielos estaban más despejados, los impactados espectadores del singular drama apenas si pudieron seguirlos, a hombres y animales, unas décimas de segundo antes de que se evaporaran en la inmensidad de la bóveda celeste.
Alrededor del mediodía, más o menos una hora después del comienzo de la esperpéntica función, los habitantes de la ciudad de Sevilla, que a esa hora paseaban por sus calles aprovechando el día de sol radiante, observaron, absolutamente patidifusos, como la Giralda despegaba del suelo y salía catapultada hacia las alturas en un abrir y cerrar de ojos, literalmente.
El gracejo andaluz, de probada rapidez y eficacia a la hora de establecer comparaciones más o menos ingeniosas, no tardó en poner de relieve el evidente paralelismo con el lanzamiento de un cohete de la NASA, tipo Apolo XIII o similar, aunque todos parecían estar de acuerdo en que la milenaria torre árabe se había elevado, incluso, a una velocidad netamente  superior.
El castillo de Montjuic fue el primero en seguir el ejemplo, aunque en este caso sólo una parte del mismo fue arrancada de cuajo y convertida en un bólido rumbo al espacio interestelar.
No hay dos sin tres, dicen, y una vez más se cumplió la máxima.
La Torre de Hércules, en La Coruña, completó la singular triada de edificios voladores.  
El día tormentoso, con algún trueno ocasional, y la privilegiada ubicación del faro gallego en lo alto de un pronunciado promontorio, añadió, si es que eso era posible a estas alturas de la película, más fuerza escénica al alucinante espectáculo.
La enhiesta torre gris fue arrancada desde sus cimientos con la misma facilidad con que un niño desarraiga una margarita, provocando una ensordecedora explosión que sacudió los terrenos adyacentes como un terremoto de baja intensidad.
Aquellos, presentes en el lugar, que cerraron los ojos, asustados, cuando volvieron a abrirlos sólo vieron un enorme agujero entre una nube de polvo. De la torre que allí se levantaba desde muchos siglos atrás no quedaba ni rastro.
El último acto del más formidable drama nunca representado tuvo lugar a las 12.30 de la mañana en la calle Uría de Oviedo.
A esa hora, en un día con algunas nubes sobre la capital asturiana y una agradable temperatura, un hombre fornido y de gran estatura logró burlar el cordón de seguridad y propinar un soberano empujón a su Majestad el Rey, que a la sazón se disponía a entregar los premios Princesa de Asturias en el teatro Campoamor.
De resultas del sorpresivo ataque el monarca cayó cuan largo era, dando con sus regios huesos contra el duro asfalto ovetense.
Y fue en ese preciso momento cuando, desde las alturas, tronaron vozarrones apocalípticos:


—Jaque mate, Yahvé, jaque mate. Te he vuelto a ganar, viejo carcamal.

—Mal rayo te parta, Zeus, mal rayo te parta, a ti y a todo el Olimpo. Ya veremos quién ríe el último. Para la próxima partida, salgo yo con blancas. 


lunes, 7 de mayo de 2018

LA VOZ DE TUS SUEÑOS




Quedó prendado de su voz desde la primera vez que la escuchó.
Era una voz hechicera, cálida, sugerente, sensualmente arrebatadora. Era una voz que arañaba el alma, mordía la conciencia, secuestraba la cordura y agotaba los adjetivos del diccionario.
Las inenarrables ondas sónicas, diríase que emitidas por las sublimes cuerdas vocales de alguna diosa olímpica, recorrían, cual delicioso torbellino, su conducto auditivo externo; vibraba el tímpano de puro goce estremecido, se ablandaba el yunque en calor orgásmico fundido; ebrio de dicha, suspiraba el estribo añorando lejanas monturas, galopando por la llanura hacia el ocaso; exultante el caracol, perdía la dignidad y la vergüenza, y enseñaba sus cuernos al sol. Nunca, en su genética modestia, hubiera imaginado el humilde y sufrido nervio auditivo que llegaría a ser el mensajero destinado a transmitir las más extraordinarias vibraciones acústicas que cerebro humano conociera jamás.
Cada palabra, cada sílaba, cada fonema pronunciado era un relámpago, invisible pero formidable, que convertía sus neuronas en fuegos artificiales. Los destellos, breves pero deslumbrantes, alumbraban playas de aguas diáfanas y finísimas arenas blancas, altas montañas cubiertas de nieve inmaculada, bosques antiquísimos surcados por sendas inmemoriales…
La desnudaba con dedos temblorosos, liberándola de sus ropajes rígidos y acartonados. Conocía cada milímetro de su evocadora anatomía. Con los ojos cerrados recorría su geografía acogedora, acariciándola con ansiosa ternura, anticipando océanos de voluptuosidad, hasta localizar el pequeño botoncito cuya leve presión digital bastaba para encenderla y hacer que su anhelado rostro resplandeciera radiante.
Después, ella hablaba, borrando el mundo y paralizando el tiempo.

—Continúe por su derecha; luego, cruce la rotonda y tome la segunda salida hacia la playa de San Lorenzo.

Y él, como un niño travieso, la hacía rabiar, ignorando sus órdenes, deliciosamente rotundas y precisas. Conducía erráticamente, dibujando rutas delirantes, para que la voz no se callara nunca, para que, como el pastor a la oveja descarriada, tratara de devolverlo a la senda correcta, con infinita paciencia y conmovedora perseverancia.
Y con cada palabra, cada sílaba y cada fonema él iba construyendo pieza a pieza la fantástica estructura de su dueña.

                    —Ha llegado a su destino.