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viernes, 24 de enero de 2020

TEMPORADA DE CAZA





                      TEMPORADA DE CAZA


El primer domingo de septiembre del año 2020 comenzaba en Asturias la temporada de caza. La anterior había resultado trágica. La fatalidad, aliada fiel de la imprudencia temeraria, se había llevado por delante la vida de tres hombres: dos cazadores y un montero.  De ahí que en la mente de todos los cazadores latiera un pensamiento común: extremar las precauciones y asegurarse bien antes de disparar.

Era mi primera jornada de caza. Estaba nervioso y emocionado. Y también asustado. Mi padre me había adiestrado para cuando llegara el gran momento. Esta noche apenas he pegado ojo. Me he desvelado temprano y he esperado, anhelando y temiendo, la llegada del nuevo día.

Se pusieron en marcha al despuntar el alba. La caravana de todoterrenos se dirigió al coto de Argul. Una gran manada de jabalíes había sido vista en las inmediaciones de un bosque de castaños y abedules, allí donde el arroyo, que brotaba en la falda del Pico del Moro, remansaba y ensanchaba su cauce, antes de continuar su raudo descenso al encuentro del río Agüera.   
Alcanzado el paraje de destino se apostaron en lugares estratégicos.
Un estruendoso y discordante concierto de furiosos ladridos, gritos de viva voz y órdenes apresuradas, trasmitidas a través de las emisoras, reventó la tranquilidad de la fría y despejada mañana de principios de septiembre.

Yo trataba de mantener la calma en medio del abrumador alboroto;  pero, el corazón me latía muy rápido y la suprema excitación del momento me impedía pensar con claridad. Me dejé llevar por mi instinto.

Los hombres aguardaban con las escopetas preparadas, el pulso acelerado y la respiración contenida. Se avistaron los primeros movimientos de los animales que fueron puntualmente radiados en vivo y en directo. Los monteros descendieron por la ladera boscosa para levantar las presas y forzarlas a dirigirse al otro lado del riachuelo, a campo abierto.

Me separé de mis compañeros y me interné entre los árboles. En ese momento escuché un ruido cercano. Era un sonido inconfundible y se aproximaba rápidamente. Me parapeté al lado del castaño más grueso del bosque, aguardando.
Y entonces, lo vi.
Se trataba de un ejemplar joven. Estaba muy quieto y me miraba. En sus ojos había sorpresa y también miedo.

Durante un largo minuto, ninguno de los contendientes realizó el menor movimiento. Tenían los músculos en tensión y la respiración acelerada; todos los sentidos en estado de máxima alerta.
De repente, un potente vozarrón se elevó por encima de la bulliciosa algarabía y dio la voz de alarma.
—¡Que van ahí!... ¡Que van ahí!...

El grito rompió el hechizo. Me giré rápido y corrí monte abajo. Mi antagonista hizo lo mismo en dirección opuesta.

La manada de jabalíes irrumpió en estampida de entre los árboles. Los perros se lanzaron a degüello entre ladridos frenéticos y carreras enloquecidas. Explotó un maremágnum de órdenes perentorias y juramentos entrecortados. Sonaron varios disparos. Su eco rabioso se multiplicó retumbando entre los montes.
Un berrido de agonía se elevó entre el clamor general. Algo grande y pesado se desplomó entre los abedules que bordeaban el arroyo y cayó sobre las aguas. Allí se quedó, retorciéndose entre espasmos convulsos y sangrando a chorros.  El regato se tiñó de rojo.  La muerte, como una plaga bíblica,  aleteó sobre el bosque.

Aquella noche tampoco pude dormir. Mi primera jornada de caza había resultado horrible, mucho más espantosa que lo que pudiera haber imaginado en la peor de mis pesadillas.
Mi familia y yo estábamos de luto. Mi padre había caído abatido entre los abedules a la vera del arroyo. Dos certeros y malditos balazos le habían destrozado la cabeza.

Su madre y sus hermanos tampoco dormían. Estaban nerviosos y asustados. No se oía una palabra. Sólo miradas inquietas, movimientos bruscos y algunos sonidos breves e inarticulados. No hacía falta más. Todos sabían lo que pasaba en ese momento por la cabeza de los demás. La  ausencia del cabeza de familia. Una sensación de pérdida y vacío, angustiosa y brutal.

Yo lo había visto caer a lo lejos. Su postrer alarido de muerte aun resonaba en mis oídos, y seguiría oyéndolo durante mucho tiempo. Después se habían llevado su cuerpo y no había vuelto a verlo. Y casi mejor así. Prefiero recordarlo tal como era, pletórico de vida, fuerte y vigoroso. Yo recorría los montes en su compañía y él no se cansaba nunca.
Yo no estaba asustado. Y tampoco nervioso. Sólo apenado. Y rabioso, muy rabioso, deseando vengar la muerte de mi padre. Estaba decidido. Iría a por ellos. Acabaría con ellos.
Llegaría hasta el final. Moriría peleando, si fuera preciso. Me comportaría como lo que era. Un  indómito jabato. Solo el joven humano que me había encontrado y permitido huir se libraría de mi ira mortal.

El jabato gruñó satisfecho. Su berrido ronco resonó en la calma del bosque mientras alzaba la dura jeta y miraba desafiante la Luna llena. A continuación, cruzó de nuevo el arroyo y afiló las navajas de sus colmillos en el castaño centenario.
Durante seis días y seis noches, las manadas de jabalíes en varios kilómetros a la redonda fueron reuniéndose junto al arroyo donde había caído abatido su congénere. Al amanecer del séptimo día, comandados por el hijo del difunto, comenzaron a descender hacia el pueblo. Todos tenían varias cuentas pendientes con los humanos, muchas muertes que vengar.

La caza había comenzado.