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viernes, 24 de abril de 2020

LA MALDICIÓN





                              LA  MALDICIÓN


Las palabras que el viejo gitano escupió en la cara de mi bisabuelo, a principios del siglo pasado, aguijonearon mi cerebro como un enjambre de avispas furiosas:

“Yo te maldigo a ti y a toda tu descendencia. Que los árboles y el agua sean vuestra perdición para siempre. Que El Gran Espíritu que mora en los bosques y los arroyos aniquile vuestra estirpe maldita”.

Yo, una chica alegre y mundana, hija de su tiempo, no creía en las maldiciones, pero…
…un año después de recibir la imprecación del anciano patriarca, mi bisabuelo falleció de un fulminante corte de digestión mientras se bañaba en el río.

Yo no creía en las maldiciones, pero…

…hace ahora 12 años, a finales del mes de abril,  los pantanos del cielo se abatieron sin piedad sobre la tierra. Durante tres días y tres noches, en el noroccidente astur llovió lo que no está en los escritos. Más de 500 litros por metro cuadrado,  un hito en los registros  de las últimas décadas. Horas y horas diluviando sin parar. Al tercer día del violentísimo temporal, la gente no se hubiera sorprendido en demasía si se topase con una gigantesca arca de madera y, al abrirse finalmente las nubes, una paloma llegara volando con una ramita de olivo en el pico.
Surgieron regatos donde nunca existieran antes, los mansos arroyos tornáronse salvajes torrentes; los ríos anegaron los valles, arrasando los sembrados y destruyendo las haciendas.

No, no creía en las maldiciones, pero…

…el riachuelo que atraviesa mi pueblo multiplicó por mil su caudal y se llevó por delante las cinco ovejas de mi abuelo.

Yo no era supersticiosa, nunca lo he sido, pero…

…mi abuelo salió a buscarlas en medio del apocalíptico vendaval, haciendo caso omiso de las súplicas desesperadas de mi abuela. Transcurrió una larga media hora. Mi abuelo no regresaba. La abuela, después de romperse la garganta gritando inútilmente en medio del estruendo infernal de la lluvia y el viento, decidió ir en su busca.

Yo no creía en las maldiciones, pero…

…sus cuerpos fueron encontrados una semana más tarde, sepultados bajo decenas de toneladas de tierra, piedras y árboles arrancados de cuajo. Hallaron la muerte a unos 200 metros de su casa, en la parte del prado que el arroyo abrazaba trazando una amplia curva, cuando el monte de eucaliptos se abalanzó sobre ellos enterrándolos en vida.
Aguas abajo del arroyo, a lo largo de un centenar de metros y entre matas floridas de espinos silvestres, fueron apareciendo los cadáveres hinchados de los desventurados corderos.

No, yo no creía en las maldiciones, pero…

…el pasado mes de agosto, mi padre se encontraba talando pinos cuando un enorme árbol le cayó encima aplastándole el tórax. Murió en mis brazos, camino del hospital, repitiendo mi nombre y el de mi madre con palabras agonizantes entre burbujas de sangre.

No, no creía en las maldiciones, pero…

…esa misma noche mi madre me relató la historia que desde la muerte de los abuelos venía quemándole las entrañas. Así fue como me enteré de que, un siglo y dos décadas atrás,  mi bisabuelo había protagonizado una violenta disputa con un vecino de raza gitana por la posesión de un robledal, colindante con las propiedades de ambos, en el cual brotaba un manantial de inestimable valor.
Bajo la Luna llena de agosto hubo feroz reyerta. Siniestras, relampaguearon las navajas y pronto se tiñeron de rojo sus hojas plateadas. 
En el juicio posterior, los testigos declararon a favor de mi bisabuelo, afirmando que el hijo del patriarca había iniciado la pelea. El viejo gitano perdió los robles, el manantial y, por añadidura, a su hijo.
Al día siguiente, enterró a su primogénito en medio de un impresionante duelo, que consiguió reunir a varias tribus romaní en muchas millas a la redonda y contó con la presencia cautelar de la Guardia Civil. Mi bisabuelo, demostrando mucho valor y poca cabeza, acudió a darle el pésame y el anciano patriarca le lanzó la maldición.

No, yo no creía en las maldiciones, pero…

…hoy mismo, 20 de julio, noche negra de Luna Nueva, hace menos de una hora, el afilado bisturí guiado por una mano titubeante se desvió medio centímetro de su objetivo y rajó una arteria vital.

Yo no creía en las maldiciones, pero…

…lo cierto es que, a estas horas, debería estar celebrando mi vigésimo quinto cumpleaños en compañía de mis antiguas amigas del instituto y, en cambio, aquí estoy, desangrándome por dentro, en la camilla de un hospital. Siento que la vida se me escapa a la misma velocidad que la película de mis recuerdos desfila en el viejo proyector.


Yo no creía en las maldiciones…no creía, a pesar de haber visto con mis propios ojos a mis abuelos sepultados por la avalancha y a mi padre reventado por el funesto pino…no creía, a pesar de la historia que mi madre me había contado…a pesar de conocer al detalle los pormenores del último y fatal baño de mi bisabuelo…

“Que El Gran Espíritu que mora en los bosques y los arroyos aniquile para siempre vuestra estirpe maldita”

Eso dijo el viejo gitano.


No, a pesar de todo eso, yo no creía en las maldiciones, porque si hubiese creído…
…jamás hubiera consentido que me operase de una vulgar apendicitis un cirujano llamado Augusto Castaño Fuentes.

Yo no creía en las maldiciones.
Ahora sí creo, pero ya es demasiado tarde.