NOCHE DE DIFUNTOS EN
CASTROPOL
CAPÍTULO I: NOCHE DE VELADA EN EL BAR ANTÓN.
Mi nombre es John McKane y ésta es mi historia. En pleno uso de mis facultades mentales, paso a relatarles los inquietantes acontecimientos que me tocó vivir la última Noche de Difuntos, hace hoy exactamente un año.
Soy
escocés de nacimiento y asturiano de adopción. He trabajado como médico forense
durante unos veinte años hasta que un desgraciado accidente forzó mi prematura
jubilación. Viajé por el mundo para matar el tiempo y levantar el ánimo. Un
buen día arribé a Castropol y me encontré como en casa. El olor del aire
cargado de salitre, las gaviotas chillando entre la niebla, las olas que rompen
contra los acantilados...todo me resultaba entrañablemente familiar. Largas
jornadas vagando sin rumbo y al fin retornaba al hogar. Aquí me conocen como Johnny,
"El Escocés".
Compré
una casa en la zona que llaman “La Mirandilla". Se trata de una
pequeña vivienda de dos plantas que años atrás albergó el bar "El
Peñón", cuyo nombre evocaba el promontorio rocoso sobre el que se
asienta, un balcón sobre el mar columpiándose al borde del abismo.
Todo
ocurrió, como digo, la Noche de Difuntos. A eso de las once me encontraba en el
bar Antón cumpliendo con la rutina, bendita rutina, de casi todas las noches en
los diez años que llevo viviendo en Castropol. Sentados a la mesa me
acompañaban mis habituales compañeros de velada. Enfrente de mí hallábase
Miguel, maestro jubilado, hombre culto de tez rubicunda y hablar pausado, que
gusta de pronunciar sentencias breves y juiciosas. A su diestra encontramos a
Arsenio, el viejo lanchero de la ría. En su rostro de pergamino se dibujan mil
arrugas como renglones, donde la brisa salobre de la ría del Eo ha ido
escribiendo el azaroso diario de un oficio y una vida sobre el agua. En el lado
opuesto tenemos a Arturo, su sempiterno compañero de tute. Arturo es albañil de
obras pequeñas. Sobrevive haciendo pequeñas chapuzas aquí y allá, y además
posee el prestigioso título de " Enterrador oficial del Pueblo"; esto
es, mantiene limpio el cementerio y sella con ladrillos y cemento la última
morada de los difuntos. Su ingrato oficio encaja muy bien, como más adelante se
verá, en el argumento de mi sorprendente historia.
A
estas alturas de la noche quedaban en el bar una media docena de parroquianos
que, arengados por el atronador vozarrón del barman, celebraban enfervorizados
la apabullante victoria del Real Madrid en un partido de la Champion. Por
nuestra parte, mis tres colegas y yo habíamos finalizado nuestra acostumbrada
partida de cartas y entre sorbo y sorbo de JB, la tierra siempre tira,
debatíamos, como siempre, sobre todo lo humano y lo divino. Inevitablemente,
dada la hora y la fecha en que nos encontrábamos, dejamos de hablar de los
vivos y pasamos a ocuparnos de los muertos. En un momento determinado, Miguel
interpeló a Arturo, medio en serio, medio en broma, sobre las probables
experiencias sobrenaturales a las que por su oficio estaría abocado, y el
ilustre peón le replicó con un parco discurso estructurado en torno a dos ideas
clave: cuando fallecemos se termina todo y los muertos nunca han hecho daño a
nadie; es a los vivos a quienes hay que temer. El profesor jubilado argumentó
entonces que no se pueden lanzar afirmaciones tan categóricas, a tenor de las
múltiples experiencias inexplicables relatadas por individuos de muy diverso
linaje y condición; luego citó a Shakespeare y su famoso " hay más cosas en la
Tierra..." y, finalmente, terminó revelándonos un caso de experiencia
extracorpórea que, según dijo, le había ocurrido a un conocido suyo, el cual
había sufrido varios paros cardíacos en el transcurso de una delicada operación
quirúrgica, y en ese trance había sentido como si se elevara hasta el cielo
raso de la habitación del quirófano, y desde allí se había visto a sí mismo
tumbado en la camilla.
Llegados
a este punto, consideré mi deber intervenir, a fin de que la racionalidad
científica y el sentido común prevalecieran contra toda aquella parafernalia
paranormal y sobrenatural, avalado por el íntimo y profundo trato con los
muertos que mi antigua profesión me había proporcionado a lo largo de dos
décadas largas. Así que, tras rebatir con sólidos y muy cartesianos argumentos
las fantásticas teorías de mi amigo Miguel, me permití comentar en tono jocoso
que todas estas historias de muertos y aparecidos les venían muy bien a los
fabricantes de disfraces y velas, así como a los cultivadores de flores y
calabazas, aludiendo a las fechas en que nos hallábamos. Critiqué
acaloradamente esa horterada anglosajona de Halloween y, entre otros lugares
comunes de estos terrores de feria, mencioné también la Santa Compañía,
Güestia o Santa Compaña, como se les dice por estas tierras del Occidente.
Fue mencionar esta antigua superstición de la mitología popular y rural y
provocar la airada y apasionada intervención de un Arsenio que hasta entonces
no había participado en el debate. El viejo marino alzó la mano con un gesto
perentorio y reprobó duramente mis humorísticos comentarios, alegando que en
ningún caso se podía comparar ese circo infantil de Halloween con la Santa
Compaña, que era una cosa muy antigua, muy seria y muy real. Arturo, el
incrédulo albañil, preguntó qué era eso de la Santa Compaña, que nunca
había oído hablar de tal cosa. Arsenio lo miró como si fuera un bicho raro,
comentó que era increíble el grado de ignorancia de algunas personas y, con
mucho gusto, lo puso al corriente del tema. Así que, muy a mi pesar, no me
quedó más remedio que escuchar la lección magistral del viejo lanchero.
CAPÍTULO II: LA SANTA COMPAÑA.
A grandes rasgos, explicó que la Santa Compaña era una procesión de ánimas en pena que no podían descansar en paz. Los desgraciados espíritus visten una especie de sábanas o túnicas de talla superior y deambulan por los caminos alumbrándose con tibias humanas a modo de antorchas, haciendo sonar una campanilla, arrastrando pesadas cadenas y profiriendo horribles lamentos; en fin, toda la escenografía necesaria para que no quepa la más mínima duda de que están sufriendo un penoso tormento. Peregrinan en busca de otras almas descarriadas para incorporarlas al espeluznante cortejo. La Santa Compañía suele desfilar durante todo el año, sobre todo por la noche, pero es en la Noche de Difuntos cuando su actividad aumenta frenéticamente, multiplicándose sus apariciones y, con ellas, los espantados testimonios de las personas que alguna vez se toparon con la escalofriante comitiva y su famoso grito de guerra: " Andad de día, que la noche es mía".
Así
nos lo contó el bueno de Arsenio y, mientras lo hacía, a mí me pareció que
nuevas arrugas nacían en su apergaminado rostro. Por mi parte, reprimí la
tentación de soltar algún comentario sarcástico. Su rictus de extrema seriedad
y el fervor de su discurso me indicaron que el viejo lobo de ría se creía a
pies juntillas todas las fantasías que acababa de largarnos. Únicamente le
pregunté por alguno de los espantados testimonios que había mencionado y
entonces se resolvió el misterio de su fe en la Santa Compaña. Al
parecer, su propio abuelo había presenciado el desfile de la esperpéntica
romería. En una noche como hoy, hacía más de 90 años, paseaba el hombre por el
camino del cementerio - que ya son ganas de provocar, digo yo - y vio como la Güestia
salía del camposanto, atravesaba la verja de la puerta, sin abrirla, y
pasaba a su lado en dirección al pueblo. Petrificado, incapaz de moverse, el
abuelo de nuestro amigo asistió a paso de la funesta comparsa. Arsenio remató
la historia explicando cómo su antepasado se la había revelado unos años más
tarde, también una Noche de Difuntos, y aún recuerda perfectamente su voz
entrecortada, el temblor de sus manos y el vello erizado de sus antebrazos.
Miguel
completó la exhaustiva información mitológica aportando algunos datos más. Por
lo visto la visión de la Santa Compaña se considera un malísimo presagio
porque anuncia la muerte de quien la contempla, al año siguiente. Si algún día,
o mejor alguna noche, tenemos la infausta fortuna de encontrarnos con ella,
jamás de los jamases debemos aceptar nada que nos ofrezcan, especialmente si se
trata de comida, porque automáticamente quedaríamos condenados a vagar en su
"agradable" compañía por los siglos de los siglos. Como protección
contra sus malignas intenciones, es muy aconsejable dibujar en el suelo un
círculo con una cruz y colocarnos sobre él, y también dejar un caldero con agua
en la puerta de casa para que los condenados puedan saciar la ardiente sed que los
consume.
CAPÍTULO III: UN ENCUENTRO INESPERADO
Después de aquello, nadie dijo nada y la velada tocó a su fin. Era más de medianoche y ya iba siendo hora de regresar a casa, aunque, como era mi caso, nadie esperara en ella. Esa es la más terrible secuela del maldito accidente.
A
partir de aquí extremaré, si cabe, el rigor en el relato de la cadena de
acontecimientos, procurando no saltarme ningún eslabón, para que el ocasional
lector no pueda acusarme de escamotear datos que pudieran contribuir a arrojar
luz sobre los extraños sucesos de esa noche. Así que atentos, porque cada
detalle puede ser importante.
Acabábamos
de levantarnos de la mesa y, justo en ese preciso instante, comenzó a oírse
fuera el ulular de una sirena de policía que parecía aproximarse a donde nos
encontrábamos. Arturo comentó que, seguramente, perseguían a algún borracho que
se había saltado un STOP. Arsenio, Arturo y Miguel salieron juntos del bar,
mientras yo me acercaba a la barra y pagaba las consumiciones. Era lo acordado
por haber perdido la partida. Me sorprendí por lo abultado de la cuenta y tuve
que soportar las habituales chanzas sobre la legendaria tacañería de los
escoceses. Luego, entré en el baño y tardé unos cinco minutos en salir. A estas
horas de la noche ya no quedaba nadie más en el bar. Descolgué el abrigo de la
percha y me lo puse, así como el sombrero y la bufanda. La sirena de la policía
sonaba cada vez más cerca. Parecía encontrarse ya a la altura del Peñamar.
Me despedí de Paco y me dispuse a abandonar el local. Si en ese momento hubiera
siquiera sospechado lo que me esperaba fuera, jamás hubiera puesto el pie en la
calle. Pero, claro, ¿cómo podía saberlo? ...No soy adivino.
Así
que abrí la puerta y comencé a caminar por la acera hacia la plaza del
Ayuntamiento. La sirena aullaba ahora, ensordecedora, seguramente ascendiendo
la calle Vior, y un resplandor de faros iluminó el extremo de la calle Penzol-Lavandera.
Era
una noche agradable, templada y apacible. Apenas si soplaba una ligera brisa
procedente de la cercana ría. Desde un cielo completamente despejado, la Luna
llena iluminaba la calle Marqués de Santa Cruz, por la que paseaba en
esos momentos. Había decidido caminar un poco antes de ir a casa, para despejar
la cabeza del efecto letal combinado, provocado por el JB y las historias de
Arsenio y su bendita Santa Compaña. Pausadamente, contagiado por la
profunda calma y el espectral silencio de la noche, recorrí el trecho que va
desde el bar La Cuesta, antes bar Gato, hasta la esquina del
parque, maldiciendo, como siempre que transitaba por allí, el deplorable bloque
de apartamentos que se había llevado por delante buena parte del parque Vicente
Loriente, incluyendo varios árboles centenarios.
Lentamente,
peldaño a peldaño, ascendí la escalera de piedra y comencé a atravesar el
parque. A lo lejos, las luces del Puente de los Santos competían con la Luna
para vestir de gala la ría, arrancando mil destellos a su brillante piel de
plata. Allí enfrente, más allá del solar desierto que aguarda "próxima
construcción", la torre de la iglesia refulgía, descollando en todo su
esplendor, como el mástil de un gigantesco velero arrojado a la orilla por la
fuerza de algún colosal tsunami. En un banco del parque, a la vera del héroe Villamil,
una pareja de adolescentes se besaba apasionadamente. Su ardor juvenil era un
canto a la vida en esa Noche de Difuntos. Pasé a su lado y me ignoraron
totalmente, como si no estuviera allí.
Me
disponía a abandonar el recinto arbolado cuando un enorme mastín, más negro que
la noche, se me acercó gruñendo amenazadoramente. Le hablé intentando calmarlo,
al tiempo que extendía mi mano en un gesto amistoso. La imponente fiera
retrocedió gimiendo lastimosamente y huyó a toda velocidad. Aquel repentino
cambio de actitud me sorprendió. Instintivamente, me giré y miré a mi espalda,
pero allí no descubrí nada que pudiera haber provocado el extraño
comportamiento del animal.
CAPÍTULO IV: UN GRITO EN LA NOCHE.
Me encogí de hombros y proseguí mi camino. La noche había refrescado y cada vez me sentía mejor. Mi cabeza se había despejado por completo. Una insólita energía recorría todo mi ser y me permitía desplazarme con extrema ligereza, al tiempo que un vigor inusitado animaba todos mis movimientos. Descendí la amplia escalinata y enfilé la callejuela Amor hasta desembocar en la calle Acevedo. En los edificios circundantes no se atisbaba la más mínima fuente de luz, no se percibía el menor sonido. El silencio comenzó a resultarme opresivo, casi tangible, como una pegajosa y gigantesca telaraña. Acercándome a la Escuela Hogar, tuve la impresión de caminar por el pasillo de un camposanto hacia el panteón del fondo. Sacudí la cabeza con un gesto de fastidio, me detuve, cerré los ojos, respiré hondo y logré, al fin, espantar aquella desagradable aprensión que había atrapado mi espíritu.
Me
entretuve un buen rato contemplando el Palacio de Valledor a través de
la enrejada ventana verde. La cruda luz de Selene perfilaba los contornos
fantasmales del viejo caserón. Sus rayos, implacables y hostiles, se debatían,
atrapados, sobre las viejas "louxas", apuñalaban las sombras en los
amplios ventanales y se retorcían, culebreando, entre las columnas y la maleza
del patio.
De
repente, un sonido inquietante sobrecogió el alma de la noche.
La
maldita lechuza salió disparada desde el alero, sobre el tejado de la capilla,
justo encima del reloj de sol, y se abalanzó contra la ventana donde me
hallaba. Ahogué un grito y me eché hacia atrás, pero el ave de mal agüero
rectificó el vuelo de forma inverosímil y se alejó volando sobre el tejado en
dirección a la mar. Apostado ahora en mitad de la calle, miraba la ventana
abierta. Ésta se me antojó una boca monstruosa a través de la cual el vetusto Colegio
San José gritaba al mundo su soledad y abandono, implorando ayuda a todos
los que alguna vez había cobijado entre sus viejos muros a lo largo del último siglo.
Con
sensación de amarga pesadumbre, continué mi paseo por la reformada calle Acevedo.
Aproximándome al primer recodo, repentinamente, unos faros me deslumbraron. Yo
caminaba por el medio de la calle y el auto se me echó literalmente encima.
Tuve el tiempo justo de arrojarme contra el muro y la visión fugaz de una
melena rubia y unos pendientes con forma de sol centelleando en la noche. La
chica me dirigió una mirada entre asustada y desconcertada, pero prosiguió su
camino sin reducir un ápice la velocidad de su deportivo color sangre.
A
partir de aquí aceleré el paso. Ascendí por la nueva senda abierta en el talud
a la derecha, raudo crucé el descampado donde se asientan las antiguas Escuelas
de EGB, descendí por la calle Vijande
y, tras recorrer el túnel bajo las acacias, fui a parar a la carretera general,
al lado de la vieja capilla de San Roque.
Allí decidí descansar un rato y me recosté contra la verja de la puerta
contemplando, también con pesar, el viejo bar de San Roque semiderruido y, más
a lo lejos, las casas de San Juan arracimándose en torno a la torre-minarete de
la original iglesia.
CAPÍTULO V: "DALES, SEÑOR, EL DESCANSO ETERNO..."
La noche seguía refrescando y la brisa, ahora más fuerte, azotaba mi rostro mientras caminaba por la carretera que baja hasta el puerto. Al llegar al cruce, me acordé de la historia del abuelo de Arsenio y decidí continuar hasta el muelle. No había andado ni veinte metros cuando sentí un escalofrío que me hizo estremecer y, arrastrado por un impulso irresistible, volví sobre mis pasos y tomé la ruta del cementerio. En ese momento, una nube ocultó la Luna. Aquello me pareció un mal presagio. Justo al llegar junto a la puerta del camposanto, el astro asomó de nuevo haciendo brillar las lápidas. La verja no estaba atrancada. La empujé y se abrió con un agudo chirrido. El sonido espantó un ave blanca que se había refugiado en un eucalipto cercano. En medio de un mortal silencio, caminé entre las tumbas. El aire estaba perfumado por las flores depositadas durante esos días. Ahora parecía que la Luna alumbraba con más intensidad y pude leer sin dificultad las inscripciones en el mármol. Me encontraba en cuclillas, descifrando una leyenda de principios de siglo, cuando me sobresaltó un pequeño ruido procedente de las tumbas situadas al fondo, allí donde las sombras se espesaban. Me acerqué cautelosamente caminando por el pasillo de cemento, entre los setos pulcramente recortados, y descendí los cuatro escalones que separan la explanada superior del pasillo inferior.
Ahora
el extraño ruido se oía cada vez más cerca, y procedía, sin duda, del rincón
más alejado situado en la pared opuesta. Me planté delante de los nichos que
allí se levantaban y escuché atentamente. Sonaba como un rascar de uñas contra
la piedra, como si algo o alguien intentara salir de las tumbas. Las estudié de
cerca y descubrí una lápida mal ajustada. Tiré de ella y apenas opuso
resistencia. Dentro había un saco de arpillera repleto de restos humanos que se
movían como si tuvieran vida propia. Lo sacudí y un tropel de enormes ratas
huyó en estampida. Volví a colocar la lápida en su sitio, murmuré una oración y
abandoné el cementerio rumbo al campo de fútbol de La Paloma. Al final de Vicente
Loriente giré a la derecha.
Ante
mí se yergue, altiva y desafiante, la histórica capilla del parque. Ostenta,
orgullosa, los títulos de edificio más antiguo del pueblo y única superviviente
del gran incendio de 1587. "Diego
García Moldes, 1461", así reza la leyenda. Desde la noche sin tiempo, talladas
sobre el dintel, tres máscaras me miran
fijamente. No hay piedad en sus ojos. Son duros y fríos como la piedra.
CAPÍTULO VI: EL REGRESO
Bajando por la calle "El Campo", rememoro la última procesión del Corpus y la magna obra de la Asociación "El Pampillo". Año tras año, a principios de junio, trenzando formas de ensueño, sobre la carne negra de asfalto, palpita la piel de pétalos. Sumido en profundas reflexiones, a punto estoy de ser arrollado, delante del portalón de Villa Rosita, por una pandilla de chavales que subían cantando, con unas copas de más. Los increpé duramente, pero continuaron calle arriba sin hacerme el menor caso.
Asciendo,
al fin, la última cuesta camino de casa. Apoyado en el panel turístico
contemplo la ría. De pie, tras el atril, soy un director de orquesta y una
poderosa sinfonía nocturna se despliega ante mí. La calma volvía a ser total.
El cielo y el mar centellean entrelazados en una vorágine de luz. El
espectáculo era realmente grandioso.
En
ese momento, una gigantesca y pálida serpiente surgió por detrás del islote de El Turullón y comenzó a avanzar hacia
mí. La procesión de la Santa Compaña se aproximaba, caminado sobre las aguas.
Más de un centenar de almas en pena desfilaban, alumbrándose con huesos, y
proferían pavorosos lamentos. Pronto, la cabeza de la marcha se situó a unos
diez metros de mi posición. Sus túnicas blancas flameaban al viento a pesar de
que no soplaba la más mínima brisa, mientras levitaban sobre el barranco de la Mirandilla. El que abría la comitiva me
señaló, apuntándome con un dedo que más parecía una garra, y me miró con sus
espantosos ojos blancos.
El
campanario de la iglesia dio las dos y yo eché a correr como alma que lleva el
diablo, o mejor, como alma que el diablo viene a buscar. Como una centella
atravesé la plaza del Ayuntamiento y, a la altura de la antigua biblioteca, me
di de bruces con un tumulto de gente que parecían rodear a una persona tirada
en el suelo. Nadie pareció reparar en mi presencia. Me acerqué al hombre caído
y descubrí......mi cuerpo inerte, yaciendo sobre la acera.
A
partir de aquí, curiosamente, mis recuerdos se vuelven más confusos y presentan
ciertas lagunas. Sé, sin embargo, que en ese momento abrí los ojos y, como por
entre una espesa bruma, reconocí varias caras inclinándose sobre mí y oí gritos
de alegría que parecían llegar desde muy lejos.
Abreviando,
diré que pasé varias semanas en el hospital, recuperándome de las múltiples
lesiones y, sobre todo, para comprobar como evolucionaba de la tremenda
conmoción cerebral que me había tenido inconsciente durante unas dos horas y,
al parecer, con posible parada cardiorrespiratoria, justo después del brutal
impacto, de la que por lo visto me había recuperado, sorprendentemente, de
manera espontánea. Lógicamente, todo esto lo supe al abandonar el hospital. El
bueno de Miguel me lo contó todo. Ahí va un resumen de los hechos.
CAPÍTULO VII (y último): EL PRINCIPIO DEL FIN.
La sirena de la policía, que había comenzado a oír en los instantes previos y continué escuchando mientras salía del bar, pertenecía a dos coches patrulla que venían persiguiendo a un traficante de droga desde más allá del cruce de Barres. Al llegar a Castropol, el narco ascendió por la calle Vior para despistar a la policía. Estos, en principio, continuaron la persecución calle arriba, pero al llegar al cruce de Salas decidieron dividirse y salirle al paso cortándole la retirada. Así que uno de los coches regresó al Peñamar y el otro se dirigió al cruce del cementerio. Por su parte, el delincuente prófugo enfiló la calle Penzol-Lavandera cuando yo rebasaba la esquina de la plaza del Ayuntamiento — recuerdo haber visto un fugaz resplandor de faros y así lo conté en su momento —y me atropelló a la altura de la entrada al parking, arrojándome contra el edificio de la antigua biblioteca. Allí, en una zona de sombra, estuve tirado e inconsciente hasta que un bendito noctámbulo me descubrió por casualidad. Afortunadamente, el infausto narcotraficante fue capturado, finalmente, en la zona del muelle, enfrente del Risón. El resto de la historia ya la conocéis: mi cuerpo yaciendo en la acera y yo paseando a medianoche.
¿Sueño?...
¿Alucinación?... ¿Viaje astral?......Amigo lector, ahora tienes todos los
datos, conoces tanto como yo, así que ya puedes extraer tus propias
conclusiones. Me preguntarás si he realizado averiguaciones para saber si a
esas horas había dos adolescentes besándose en el parque; si existe el mastín
negro; si el búho anida sobre el reloj de piedra; si una chica rubia, con un
sol en cada oreja, circulaba a gran velocidad por la calle Acevedo; si Arturo había depositado el saco en la tumba; si una
alegre pandilla subía gritando de madrugada por la calle El Campo......Pues te diré que no. No investigué nada porque temo
conocer la verdad. Prefiero vivir con la duda inquietante y la molesta sospecha
antes que debatirme en el tormento de la aterradora certeza, ya que, si todos
esos episodios ocurrieron realmente, entonces también fue real, de alguna
manera, el séquito de la Santa Compaña desfilando sobre la ría y flotando sobre
el barranco de la Mirandilla.
Entonces también estuvo ahí, levitando en medio de la nada, aquella garra
apuntándome y la ciega mirada de aquellos ojos sin iris. No; si por un momento
creyera que esto sucedió, mi cordura estallaría en mil pedazos.
Aquí
concluye mi relato. Son las doce de la noche del Día de Difuntos del año 2012.
Hace exactamente un año, tal día como hoy, salía del bar Antón y emprendía un paseo a medianoche por las solitarias y
tranquilas calles de Castropol.
.............................................................................................................................................................................................................
—Vaya,
parece que llaman a la puerta, ¿Quién demonios será a estas horas?...
FIN
Os invito a pasear a MEDIANOCHE por las calles de CASTROPOL.
ResponderEliminarTus COMENTARIOS son siempre BIENVENIDOS. Muchas GRACIAS.
ResponderEliminarLo primero Paco, felicidades cumpleañero, que cumplas muchos más escribiendo historias como las que cuentas y que nosotros las leamos.
ResponderEliminarMe guardo tu cuento y ya te diré compañero.
Un abrazote.
Muchas gracias, Isabel. Lo mismo te deseo para ti. Enhorabuena por ese cuarto puesto, aunque realmente merecías bastante más. Ya me dirás que te parece la historia. A lo mejor ya la habías leído en TR. Un abrazo.
ResponderEliminarCasi llego tarde al trabajo. Se me ha ocurrido leerlo antes de salir y me he perdido por las calles de Castropol. Y eso que ya sabía adónde me llevaba pero me he recreado por el camino admirando cómo vas introduciendo en la trama, con detalles como el mastín negro, la lechuza o la sepultura con la rata hasta llegar al desenlace, que no cuento y que nos deja sin aliento. Enhorabuena, Paco. Un fuerte abrazo
ResponderEliminarHola, Ana. Puestos a perderse, Castropol es un buen sitio para ello, te lo digo por experiencia. Ya imagino que te sonaría de TR, es uno de mis relatos favoritos. Muchas gracias por dedicarme tu tiempo y por tus generosos y estimulantes comentarios. Un abrazo, Ana.
ResponderEliminarHola, Paco
ResponderEliminarQue interesante tertulia, muy bonita y original manera de pasar con los amigos.
No sabia que era la santa compaña, que historia más tenebrosa.
Como puede ser? pero que valiente, después de ese cuento yo no me atrevería a pasear sola por las calles solitarias. La ambientación con la aparición de la lechuza, es escalofriante. Que espeluznante la travesía del cementerio, que horror! y para rematar se encuentra con la santa compaña con todos esos espectros desfilando, y a la vez ve mus mismo cuerpo fenecido.
El último capítulo nos deja saber, en que momento paso el accidente, que ya me estaba pregunto, y como? cuando? jejejeje
l¿Sueño?... ¿Alucinación?... ¿Viaje astral?. Quizá un sueño? los sueños se mezclan con las pesadillas, y el sentido de lo real e irreal pierde dimensión.
Me encanto esta historia fantasmagórica, me atrapó desde el comienzo la magnifica narracion, un final inesperado. Espero que, el que toca a la puerta no sea una alma que se coló sin invitación. =0)
Un saludo
Celebro que te gustara, Yessy. Te agradezco tu extenso y estimulante comentario. Visita Castropol, si tienes ocasión, no te arrepentirás; aunque, eso sí, mejor de día, por si acaso.
EliminarSaludos cordiales. Nos vemos en El Tintero. Espero.
CAPIT. I
ResponderEliminarMe encanta Pac como sitúas la historia en un soporte real (Ese Castropol que es probable que conozcas bien… el mar bravo, las rocas, el sonido de las gaviotas y es seguro que hasta el olor) Por un lado la cercanía de lo que se conoce, por otro el de la aventura de otras tierras, Jhon McKane, escocés, asturiano de adopción. El binomio de cerca-lejos.
Por otro lado, en un relato largo, el escenario es importante trabajarlo bien (es una de las característica de nuestro común compañero Jorge Valín, el tratamiento de los escenarios)
Asimismo, en un relato largo, en las novelas con mayor razón, te puedes entretener en los detalles, en dibujar a los personajes, como has hecho con los tertulianos del bar “El Peñón”.
El relato se hace creíble y visual, me parece estar en la tasca escuchando las diversas opiniones de los amigos sobre el tema de los difuntos… y poco a poco nos metes en La Santa Compaña, mucho más tradicional y de nuestra tierra (al menos antes) que las costumbres importadas. La Santa Compaña impone.
Así que tenemos un primer capítulo con una introducción cuidada, currada y creíble, contada a fuego lento.
Mañana más Paco…a por el II
Hola, Isabel. Vaya, no sabes como añoraba tus extensos y minuciosos comentarios. Me recuerdas un forense de prestigio diseccionando al difunto (muy apropiado para este relato) sin que se le escape ningún detalle. Castropol es mi segunda patria, allí toda la EGB desde el 71 al 78, interno en la Escuela Hogar del Palacio de valledor. Aparte de éste, me ha inspirado varios relatos más. Uno de ellos, "Regreso al Palacio de Valledor" también está en el blog. Creo que ya lo comentaste en Tus Relatos. Espero mantener el nivel en el II capítulo...ya me dirás. Y si tienes ocasión de visitar Castropol, no lo dudes, sobre todo si te gustan los pueblos marineros con calles solitarias para perderse y bares a la vera del mar para reponer fuerzas...entre otras muchas cosas.
Eliminar...Y anímate a subir un relato para Tintero Paco, me gustaría mucho que participaras, escribes muy muy bien y vale la pena tener colegas de categoría como compañero de concurso.
ResponderEliminarRecuerda que si te decides el relato no puede tener más de 1000 palabras, que si no te enrollas ;)
Un abrazo Paco.
Ah, pensé que ya estabas enterada por mi comentario en el blog de David. Claro que voy a participar, de hecho ya tengo el relato decidido (997 palabras, creo recordar, apurando el límite permitido). Lo estoy puliendo y en dos o tres días lo subo. Ya he visto el tuyo. A ver si se va animando la gente. Un abrazo, Isabel.
EliminarEs verdad que lo dijiste y lo de tu cumple también...
EliminarII
Uno de los terrores de mi infancia fue que se me apareciera la Santa Campaña por culpa de los cuentos que me contaba mi abuela sobre ella.
Está bien que utilizaras la boca del pobre Arsenio para explicar la Santa Campaña, mucha gente la ha olvidado o no sabe lo que es. Buen contraste, además, entre la fe en su existencia de uno, y la incredulidad del narrador, incluso cierto sarcasmo.
Bueno Paco, has preparado el clima para ver que va a ocurrir en “Un encentro inesperado”
Hasta mañana compañero, nos vemos en III
Sin duda, la Santa Compaña es todo un icono de la mitología popular de tu Galicia, especialmente en el ámbito rural.
EliminarAquí, a este lado de la frontera, la quinta provincia gallega que proclamó alguien, siempre se han contado muchas historias sobre la funesta procesión de almas en pena. La llegada de la luz eléctrica a las aldeas supuso el principio del fin de la macabra romería.
III
ResponderEliminarDe este capítulo me ha gustado especialmente que nombres las calles, el parque, el puente etc…hace que resulte más verosímil el relato y le presta veracidad. Que el mastín se comporte de manera extraña ya vaticina que algo va a ocurrir.
Ya vi Paco, que has escrito un relato para tintero, cuando termine de comentarte este voy a por él.
Ta lué ;)
Exacto, Isabel, esa es la idea: ofrecer el mayor número de referencias terrenales, construyendo el escenario para que el lector tenga la sensación de encontrarse realmente paseando a medianoche por las calles de Castropol.
EliminarUn abrazo.
En el cap. IV has logrado crear inquietud a medida que el protagonista relator de tu cuento caminaba. Eres bueno Paco describiendo los escenarios, ya te lo dije.
ResponderEliminarDestaco los detalles de la falta de luz, de las sombras, el vuelo de la lechuza, los pensamientos inquietantes…
En el V cuentas que la noche refrescaba, para el punto de vista de una canaria, octubre en Asturias más que fresca es fría ¡cómo sois los chicarrones del norte!
Buena escenificación la del cementerio, utilizas la luna como un foco de luz para resaltar el escenario. El saco de ratas un buen recurso para intensificar el momento.
VI
¡Qué bonitas imágenes la del Corpus de frases poéticas! Me gustó lo de la carne de asfalto y la piel de pétalos, y sobre todo, como mete, con naturalidad, el narrador sus recuerdos.
¿Ves Paco cómo sabes orquestar las imágenes? Cielo, mar y luz bajo tu teclado-pluma batuta… y en medio de toda la apoteosis, el momento álgido del relato, la procesión de la Santa Compaña sobre las aguas ¡Tremendo!
Y en el último, dejas en el aire los acontecimientos, da igual que fueran alucinaciones, o… lo que fuera
Tu relato me ha hecho dar una vuelta virtual por Castropol y ¡es precioso!, se nota el amor por tu tierra, los rincones recorridos, lo real que se vuelve tu contar, a pesar de la Santa Compaña, el tira y afloja de los momentos de tensión, el cuidado y manejo de los diversos escenarios, las luces y las sombras.
Te doy la enhorabuena Paco. Un abrazo.
Bueno, Isabel, tus comentarios son un relato en sí mismos. Deberías dedicarte a la crítica literaria. Vaya, así que eres canaria y yo te había convertido en gallega, por lo que cuentas de la Santa Compaña en tu infancia y porque el apellido Caballero abunda por esa zona. ¿Tienes antepasados en Galicia, entonces?.
ResponderEliminarSi tienes oportunidad, después del recorrido virtual, te invito a hacer un recorrido real por Castropol. Seguro que te inspira más de un relato.
Muchas gracias y un fuerte abrazo.
Pues no tengo antepasados gallegos, que yo sepa, pero ¡a saber!
ResponderEliminarCaballero es un apellido abundante por Canarias, pero ya sabes que estamos muy mezclados. De los más "antiguos" sin duda, “Bethencourt” en sus distintas versiones (Bethencort, Betancourt, Betencor, Betancor… que llegó a Canarias con el normando Juan de Bethencourt, durante la primera fase de la conquista.
Bueno Paco... ya ando leyendo tu espantapájaros, ya te diré compañero.
Betancor me suena como portero de Las Palmas o Tenerife décadas atrás. Ahora que lo pienso, en Galicia más que Caballero sería Cabaleiro, creo que me lié con La Santa Compaña y el alcalde de Vigo(Abel Caballero). Eso sí, nunca pensé que la Santa Compañía tuviera predicamento por esas latitudes tan meridionales con tantas horas de luz.
ResponderEliminarUn abrazo más, Isabel.
Ya leí esta historia en TR y recuerdo que me envolvió la atmósfera, gracias a tus descripciones tan detallas, que las hacen sentir reales. El hecho de que esté ambientado en un lugar real, lo hace más creíble aún. Pero la atmósfera sobrecogedora solo se consigue si sabe narrar, si se sabe describir, y tú eso lo tienes más que superado.
ResponderEliminarUn abrazo, Paco.