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martes, 31 de diciembre de 2019

EL TÚNEL








                 EL  TÚNEL


El estudiante de Derecho había tomado el tren que hacía la ruta Oviedo-Ribadeo para pasar la Navidad con su familia en Castropol.

Lorenzo Conde se dispuso a estudiar a sus vecinos de viaje como si fueran los personajes de una novela de Agatha Christie o Patricia Highsmith. Había visto, al menos un par de veces, la película “Extraños en un tren” que el gran Alfredo realizara adaptando la obra homónima de la escritora.

Enfrente suyo se sentaba una monja de clausura ataviada con el hábito reglamentario. La religiosa ocupaba su tiempo en la lectura de una pequeña Biblia. A Lorenzo le provocó una aguda sensación de antipatía y rechazo. El rostro de rasgos angulosos, ojos duros y boca cruel hablaba de un carácter despiadado, guiado por inquebrantables principios. Por su edad ya avanzada, Lorenzo la catalogó como Madre Superiora de algún convento, el cual gobernaría con mano férrea haciendo que las novicias a su cargo cumplieran a rajatabla las espartanas normas de convivencia. Supuso que su Orden sería la de Las Carmelitas Descalzas, así que, ni corto ni perezoso, la bautizó como Sor Teresa.

El asiento delantero estaba ocupado por una entrañable viejecita que tejía sin cesar un diminuto jersey, sin duda para alguno de sus nietos más pequeños. Bajo los blancos cabellos, su rostro arrugado y sonrosado mostraba una expresión amable y apacible. Para Lorenzo se convirtió en la abuela Carmen. El contraste con Sor Teresa no podía resultar más brutal.

El estudiante de Leyes centró su atención en la pasajera del asiento contiguo. Se trataba de una chica de larga melena rubia que consultaba el móvil mientras seguía con la cabeza la música de los auriculares. Dirigió a Lorenzo una rápida mirada acompañada por una sonrisa. Un gesto fugaz pero suficiente para que el estudiante admirase sus bellos rasgos nórdicos: ojos verdes, muy claros, pómulos salientes y labios carnosos. Era una lástima que no pareciera muy dispuesta a entablar una conversación.
La imaginó emergiendo de las aguas de un lago rodeado de abetos y montañas nevadas. El nombre de Ondina surgió con naturalidad y Lorenzo  estuvo a punto de pronunciarlo en voz alta.

No sin cierto pesar, el futuro juez o abogado abandonó a su diosa vikinga y se concentró en los tres viajeros masculinos.
El asiento situado detrás de Ondina estaba habitado por un tipo con marcados rasgos orientales, vestido con traje y corbata, que tecleaba como un poseso el portátil colocado sobre sus piernas. Tenía la cabeza rapada al cero y la piel tan blanca que casi parecía una máscara de carnaval. Sus ojos oscuros estaban fijos en la pantalla de 17 pulgadas. Lorenzo lo clasificó como ejecutivo de alguna empresa de informática que muy bien podría llamarse Chan Lee, aunque le parecía raro que viajara en un vagón de segunda.

En la fila siguiente a la del chino viajaba un hombretón alto y fornido, con una espesa cabellera gris y fieros mostachos, que lucía un rostro muy bronceado con una aparatosa cicatriz surcando la curtida frente. Lorenzo, decidió al punto que se trataba de un militar retirado con toda la pinta de haber participado en más de una expedición por países exóticos poniendo en riesgo su vida.
El intrépido explorador se hallaba intensamente concentrado en el estudio de unos mapas que mantenía desplegados ante sí, tal vez planificando nuevas y peligrosas aventuras. Lorenzo estaba seguro de su apellido. Poco le faltó para acercarse a él e interpelarle:  ¿Livingstone, supongo?

Tampoco le resultó difícil de clasificar el pasajero situado más al fondo como un profesor universitario disfrutando una reciente jubilación. Aparentaba alrededor de los 70 años, escaso pelo del color de la ceniza, frente amplia, pobladas cejas, nariz aguileña y pronunciado mentón. Desde que comenzara el viaje no había dejado de leer la última novela de Stephend King.
Lorenzo lo rebautizó como Don Antonio por lo mucho que le recordaba a su profesor de Mercantil.

En ese momento, el joven estudiante fue asaltado por una creciente modorra que enseguida dio paso a un profundo sueño.

Cuando despertó, media hora más tarde, justo a la salida de un largo túnel, miró a su alrededor y sufrió un violento sobresalto. Se restregó los ojos y se pellizcó varias veces. No, no se trataba de una pesadilla.

Volvió a observar a sus compañeros de viaje. 

Aquello no tenía sentido, parecía cosa de locos.

Los seis pasajeros continuaban enfrascados en sus quehaceres, los cuales absorbían toda su atención: la monja con su Biblia; la abuela, con la calceta; la rubia nórdica, con el móvil y los auriculares; el chino, con el portátil; el explorador con los mapas, y el profesor con la novela.
Sí, todos estaban como antes de que el sueño lo venciera, pero la terrible anomalía se resistía a desaparecer. Lorenzo seguía contemplando algo absurdo e imposible.

Se levantó para ir al baño. Caminó por el pasillo medio sonámbulo. Algunos pasajeros levantaron la vista. Lorenzo apresuró el paso, esquivando sus fugaces miradas.

Una vez en el servicio, se acercó al lavabo para refrescarse la cara con agua fría. Lorenzo Conde se quedó paralizado. El espejo con marco labrado reflejó la imagen de un rostro contraído por una expresión de asombrado espanto; una cara extraña, una cara que, al igual que las de sus seis compañeros de viaje, jamás había visto en su vida. 






martes, 18 de junio de 2019

AMOR DE MADRE






No existe en todo el planeta Tierra, ni aún en la inmensidad del Universo, fuerza alguna con la que se pueda comparar…

…RELATO BASADO EN HECHOS REALES...

                                 ( ... Domingo, 2 de febrero de 2014... )

Un buen día, o malo, según se mire, llegó bramando de ira, en busca de los hijos que le habían arrebatado.
Cuando al fin los encontró, su furia de madre se multiplicó hasta el infinito. Embistió con saña, una y otra vez, tratando de derribar los muros que la separaban de sus retoños.
En su torturada memoria, cósmica y primigenia, latía el recuerdo, insufrible tormento, del momento aciago en que sus criaturas le fueron arrancadas de las entrañas...

  
                                   (... Unos 5 años antes... )

...Guiada por su atávico e intemporal instinto, rastreó sus huellas entre las arenas de innumerables playas. Ebria de dolor, derramó sobre ellas sus lágrimas amargas. Con renovados bríos, trepó los acantilados. Desesperada, berreó su impotencia, cuando las rocas hostiles sofocaban sus ansias y destruían sus esperanzas.
Exploró las cuevas. Barrió todos los rincones. Voceó sus nombres al viento. Nada. Sólo abismos. Negros y vacíos. Y por toda respuesta, los ecos tristes del silencio.
Anduvo por los muelles, lamiéndose las heridas, como un perro vagabundo y apaleado. Yendo y viniendo, yendo y viniendo. Siempre los mismos pasos, avanzando impetuosa e imparable. Siempre los mismos lamentos, batiéndose en penosa retirada.
La vieron merodeando entre los barcos. Meciéndose al compás de su infortunio. Acunando nanas fúnebres. Susurrando melodías, salvajes y desgarradas. 
Fueron días, meses, años de búsqueda sin tregua...

                                            
                                      (... Domingo, 2 de febrero de 2014...)

...Y una tarde de Febrero, oscura y tormentosa, sus denodados esfuerzos se vieron, al fin, recompensados.
La larga espera y el odio fermentado desbordaron la inmensa energía acumulada. Su fuerza creció hasta el paroxismo. La cárcel de sus pequeños fue un juguete entre sus garras. Némesis implacable, abatió las barreras como castillos de paja.
Penetró dentro y los halló flotando, inmóviles e incorruptos. Parecían dormidos, eso pensó y así los recordaba.
Al fin comprendió. Un feroz alarido de rabia estremeció el edificio hasta los cimientos. Luego se retiró llevándose con ella los ataúdes de cristal. Por delante, el horizonte interminable. Tras ella, sólo destrucción y caos.
Reventó, después, los féretros transparentes y retornó con sus hijos al hogar. A las ignotas profundidades, de donde nunca deberían haber partido.
Había encontrado aquello que tanto había buscado a lo largo de un lustro interminable. La epopeya había consumido sus esfuerzos. Recuperó lo que le habían robado, lo que por Ley era suyo y por Naturaleza le pertenecía.
La Madre, tranquila, descansó feliz. Ahora, todo estaba bien.

La noticia apareció el lunes siguiente, 3 de febrero del año 2014, en el diario “La Nueva España” de Oviedo:

“Un terrible temporal, con olas de 15 metros, destruye el aula del Cepesma de Luarca. El Museo del Mar albergaba una decena de ejemplares de calamares gigantes. Se trataba de especímenes de hasta 11 m. de longitud, parientes lejanos del fabuloso Kraken que, según la leyenda, atacaba los barcos y asesinaba a los marineros. Su hábitat se localiza en una fosa abisal situada frente a la costa asturiana, a la altura del cabo Peñas. Estaban tasados en unos dos millones de euros, pero su valor como tesoro oceanográfico es realmente incalculable, por tratarse de ejemplares únicos e irreemplazables.
A lo largo del muelle y el espigón aparecieron esparcidos los restos retorcidos de las grandes urnas de cristal que contenían los colosales cefalópodos. De sus cuerpos, en cambio, no se halló el más mínimo despojo.”

El mar, la mar, calmada, descansó satisfecha. Sí, realmente, todo estaba bien, ahora.

                                                   FIN


viernes, 19 de abril de 2019

PLENILUNIO







Bajo la Luna de mayo y armado con un enorme pico, arremetía con saña contra el recién estrenado pavimento que recubría la plaza del Ayuntamiento. Sus denodados esfuerzos resultaban baldíos. El hombre aullaba de rabia a medida que su ira y frustración crecían y se desbordaban.

Nuestro improvisado minero de medianoche había nacido con un defecto en las vértebras cervicales que le impedía enderezar el cuello y lo obligaba a caminar con la cabeza gacha mirando al suelo, siempre cabizbajo, sumiso a su pesar; o como un toro de lidia preparándose para embestir.

Ambrosio Carbajales conocía la piel de las calles de su pueblo mejor que la palmas de sus  manos. Cada decímetro cuadrado del firme, deteriorado y plagado de baches, le era más familiar que las yemas de sus pulgares.
Una vez al mes, justo cuando la Luna se hallaba en la fase de rotunda plenitud, nuestro hombre salía a caminar a partir de la medianoche y recorría las calles  buscando tesoros en el suelo. Armado con un completo equipo, localizaba fácilmente el codiciado botín.  Una vez delante de la reluciente fortuna, desplegaba sus estimados utensilios y muy lentamente, con la delicadeza de un amante devoto y la precisión de un experto neurocirujano, recogía el preciado bien y lo introducía en el recipiente, habilitado a tal efecto, para transportarlo y conservarlo en óptimas condiciones.
Y así durante años, todos los meses, cada 28 días, fiel al Ciclo Lunar, Ambrosio Carbajales rastreaba palmo a palmo las desiertas callejuelas recolectando, con supremo deleite y temblando de emoción, los más brillantes y majestuosos diamantes de la noche.
Tras varias incursiones fallidas, la experiencia le había enseñado que en las noches de Luna llena y habiendo llovido previamente, se daban las mejores condiciones para la obtención de la más nítida y sustanciosa recompensa.

Un infausto día, el Sr. Alcalde, en época de elecciones, tuvo a bien hacer caso del unánime clamor de conductores y peatones, y decidió que ya iba siendo hora de renovar el firme de las calles y tapar todos los baches.

Como tenía por costumbre, en el Plenilunio de mayo, Ambrosio Carbajales recorrió todas las calles arriba y abajo y contempló, horrorizado, como todos sus tesoros habían desaparecido, sepultados bajo una capa de asfalto de unos 15 centímetros de espesor, homogénea, uniforme y obscenamente nivelada.
Ciego de dolor y pena, permaneció largo tiempo con la cabeza gacha mirando al suelo, rumiando su desgracia; desesperado, lloró como el niño que, impotente y espantado, observa como su madre es tragada por la tierra, mientras él permanece inmóvil al borde del insondable precipicio.
Luego, se dejó caer de rodillas y golpeó y arañó el suelo con la furia de una bestia salvaje tratando de arrancar a zarpazos la negra mortaja de asfalto.
Finalmente, fue a buscar el pico, regresó a la plaza y comenzó a cavar. En los edificios de alrededor comenzaron a encenderse las luces y la gente salió a los balcones.

Ambrosio, física y mentalmente agotado, muy pronto asumió la inutilidad de sus titánicos esfuerzos y se dejó caer de espaldas.
Atónitos y admirados, los vecinos del lunático Indiana Jones asisten a la insólita y espeluznante escena: un hombre tirado cuan largo era, aferrando aún el pico de minero, que señalaba la Luna llena, rebosante en el cenit sobre su cabeza; y hablaba con ella y se reía con una risa horrible y malsana, un aullido demente sin el menor rastro de humanidad.

En el desván de su casa, la Guardia Civil descubrió varios bidones de vidrio, herméticamente sellados, conteniendo cantidades variables de agua con distintos grados de pureza. Los recipientes se encontraban alineados pulcramente en estanterías de metal que llegaban hasta el techo, y ordenados cronológicamente según la fecha que cada uno lucía, bien visible, escrita con rotulador rojo sobre cartulina blanca.
Investigaciones posteriores permitieron comprobar que cada una de las reseñas numéricas se correspondía con un día de Luna llena distanciándose, pues, 28 días entre sí, aunque a veces las fechas de la caza duplicaban y hasta triplicaban ese intervalo temporal. 
 En el centro de la espaciosa estancia y sobre una mesa de respetables dimensiones labrada en recio roble gallego, se disponían varias decenas de  frascos, aún sin etiquetar, así como un amplio surtido de enormes jeringas y un enjambre de esponjas de baño de las más diversas formas y tamaños.

Interrogado al respecto, Ambrosio Carbajales respondió con absoluta naturalidad, muy extrañado por las muecas de asombro y los comentarios de incredulidad que intercambiaron los agentes del orden ante el sorprendente hallazgo. Muy tranquilo y relajado, explicó que usaba las jeringuillas para extraer el tesoro sin quebrarlo ni deformarlo, y las esponjas de baño para absorber hasta la última gota de las fabulosas monedas de Luna llena.

—Su valor es incalculable, Sr. Comisario —apostilló Ambrosio, haciendo grandes aspavientos— no querrá usted que las deje tiradas por ahí.

Esa misma noche, tumbado boca arriba en la plaza, Ambrosio miraba la Luna con ojos hambrientos y codiciosos. Al fin, tras varios minutos de profunda reflexión, vio claro lo que tenía que hacer, supo con total y absoluta certeza qué estrategia debía ejecutar en vista de las nuevas y peculiares circunstancias. Se levantó con un portentoso brinco y corrió hacia su casa bramando berridos de júbilo.

Al día siguiente, comenzó a construir la escalera.
                                                                              
                                                                         







lunes, 11 de marzo de 2019

EL PRISIONERO Y LA ENCINA



El espantoso sueño recurrente lo importunaba una noche tras otra. La angustiosa pesadilla solía empezar siempre de la misma manera. De repente, se encontraba en medio del campo, sin saber cómo había llegado hasta allí. Él y otros desdichados congéneres deambulaban sin rumbo, moviéndose por puro instinto, a lo largo y ancho de una finca árida y llana, punteada por esporádicos matorrales y alguna que otra encina creciendo solitaria entre la hierba reseca y amarillenta.
Un robusto vallado metálico cercaba por completo el inhóspito recinto y los mantenía confinados, prisioneros en una especie de rural campo de concentración.
Todos se hallaban completamente desnudos. Al mediodía buscaban las amplias sombras de los árboles, huyendo del sol implacable que abrasaba sus pieles oscuras. Por lo demás, se comportaban, él incluido, como auténticos animales. Se alimentaban de los frutos que encontraban en el suelo, hacían sus necesidades en cualquier sitio, y copulaban como auténticos salvajes a la vista de todo el mundo, compitiendo ferozmente por las impúdicas hembras.
No se hablaban entre ellos. El único lenguaje imperante en la extraña comuna se componía de gestos, miradas y gruñidos, desplegados en una amplia gama de tonos e intensidades.
Regularmente, recibían la visita de los temibles carceleros. Unos tipos gigantescos, crueles y soberbios, que haciendo caso omiso de sus chillidos de protesta, apresaban a varios de los desdichados reos y se los llevaban a rastras introduciéndolos en el interior de los camiones, exactamente igual que harían con cualquier especie de ganado.
Aquellos que se iban, jamás regresaban, nunca volvían a tener noticias suyas. Los que quedaban en el campo yermo, seguían vagando entre las encinas, sin rumbo y sin futuro. Pronto se olvidaban de sus arrebatados compañeros y se dedicaban, única y exclusivamente, a satisfacer sus anhelos vitales, los más elementales y primarios, en la lucha diaria por sobrevivir.
Y todo esto, con ser horrible, no era lo peor de la periódica pesadilla. Lo más espeluznante y estremecedor llegaba a la hora de despertar. Un ramalazo de súbita comprensión se abría paso entre las brumas de su cerebro y nuestro protagonista, mirando espantado a su alrededor, caía en la cuenta de que no había estado soñando, sólo recordando las rutinarias vivencias de otra jornada más en aquel campamento del infierno.
Aquellas que tomara por inquietantes experiencias oníricas, se correspondían, fatalmente, con fragmentos inconexos de la abominable e insoslayable realidad en la que se debatía, atrapado, un día tras otro, vagando entre las encinas en el campo yermo y cercado, sin rumbo, esperanza, ni futuro.
Unas horas más tarde, a la sombra de un árbol descomunal, reposaba satisfecho con el estómago lleno, tras una ajetreada mañana de correrías a la búsqueda del diario y monótono sustento. El sol apretaba de firme. Cuando llegaron los camiones fatídicos, los prisioneros huyeron en estampida abandonando el placentero abrigo de las ramas.
Él, en cambio, permaneció inmóvil. Presintió que su hora había llegado y, en todo caso,  decidió que ya que no podía escapar al funesto destino, mejor terminar cuanto antes.
Momentos antes, reposando a la sombra de la encina, una repentina revelación le había mostrado la Verdad, desvelando el misterio de su peculiar situación. Al fin, había comprendido todo. Supo, con absoluta y diáfana certeza, por qué se encontraba allí, en aquella insólita cárcel y en tal estrafalario estado.
Se prometió solemnemente a sí mismo que si lograba salir de ésta,  jamás le volvería a negar  un crédito a ninguna familia necesitada, ningún suicidio por desahucio caería sobre su conciencia; nunca volvería a engañar a ningún humilde anciano robándole los ahorros de una vida; y, aunque viviera cien vidas más, jamás volvería a despreciar una maldición gitana y revisaría una y mil veces los frenos del coche antes de emprender un viaje por una accidentada carretera de montaña; y, por encima de todo, juró y perjuró que a Dios ponía por testigo de que nunca, nunca más, volvería a burlarse cuando alguien le hablara de... la maldita reencarnación

Dócil, se dejó apresar, sin oponer resistencia.
El lustroso cerdo ibérico de pata negra, criado a base de bellotas en las áridas dehesas extremeñas, fue sacrificado una fría y ventosa tarde del  día 11 de Noviembre.
Cuando el largo y afilado cuchillo del matarife se hundió en su garganta y la vida comenzó a escapársele en atropellados chorros, el cerebro humano, cautivo en el cuerpo del marrano, alumbró, a modo de certero epitafio, una última y atinada reflexión:
          
                          “A todo gochín le llega su San Martín”.



sábado, 23 de febrero de 2019

EL EXTRAÑO CASO DE LOS HUEVOS CADUCADOS







A las 10 de la mañana de un 28 de diciembre, Jeremy Walton, estudiante de Secundaria, volvió a releer la nota y esbozó una mueca de fastidio.
                    
                   “Tienes que gastar una inocentada en un sitio público”

La orden era escueta, pero muy clara. Valiente tontería. El chico maldijo entre dientes por haberse dejado enredar en aquel juego estúpido. La culpa era de Violet y sus hechiceros ojos verdes. Ella había escrito la dichosa nota, y Jeremy no había podido negarse. Habría quedado como un gallina, y eso era lo último que deseaba, especialmente delante de Violet. Bueno, se dijo con resignación, espero que al menos me lo tenga en cuenta en la próxima cita.
Animado súbitamente por el recuerdo de los agradables momentos pasados en compañía de la preciosa animadora y, especialmente, por los que le aguardaban en el futuro, Jeremy Walton penetró en el supermercado del barrio dispuesto a complacer los retorcidos deseos de su amada.
El plan no podía ser más sencillo: perpetrar la inocentada y sacar una foto como prueba.
Tras unos instantes de vacilación se encaminó decidido al estante de los huevos y sacó una foto con su móvil. A continuación, ni corto ni perezoso, extrajo una hoja con etiquetas autoadhesivas en las que se podía leer la palabra CADUCADOS, escrita con rotulador rojo, y las pegó en todos los envases de la estantería.  
En un campeonato de bromas idiotas, sin duda se llevaría todas las medallas, discurrió un cariacontecido Jeremy. Pero bueno, él había cumplido la orden de su animadora favorita, y eso, a fin de cuentas, era lo que contaba. Sacó otras dos fotos, como inapelable testimonio gráfico, y se largó de allí cagando leches, antes de que lo pillaran con las manos en la masa. Que lo de complacer a su chica estaba muy bien, pero él tenía una reputación que cuidar.
Con las prisas y los nervios, está a punto de chocar con una joven pelirroja que avanzaba por el pasillo arrastrando con su mano izquierda un cesto de la compra, de esos que llevan un par de ruedecitas. Con la mano derecha empujaba el carrito de un bebé que no paraba de berrear.
Melissa Anderson, madre primeriza y maestra de profesión, repasaba mentalmente la breve lista de compra que le había encargado su madre. Básicamente, ésta se componía de los ingredientes necesarios para elaborar un bizcocho.
Su progenitora le había insistido especialmente en un punto:
—Y, sobre todo, Mel, fíjate bien en la fecha de caducidad, que la última vez me trajiste huevos que habían caducado dos semanas atrás. Vaya, que casi me traes pollitos—remató, celebrando la ocurrencia con una risotada de las suyas.
Fue por ello, que Melissa compuso una mueca de franco disgusto cuando se topó con toda la mercancía caducada. Encima, el bebé había cogido una buena perreta y continuaba con su llanto inconsolable… Todas las hueveras lucían la misma fastidiosa pegatina. La chica discurrió que hubiera sido más fácil retirarlas y, de hecho, le sorprendía mucho que no lo hubieran hecho. Allí había algo extraño, se dijo, aquello no era normal. Miró a su alrededor. No descubrió nada irregular en el resto de las estanterías. Sólo en la de los huevos. Manda…narices, masculló Melissa, aunque no era ésa, precisamente, la palabra que tenía en mente. Instintivamente, buscó con la mirada a alguna encargada. Ninguna a la vista.
En ese momento, otra joven madre, algunos años mayor que Melissa, se acercó hasta ella, empujando el correspondiente carrito de bebé, de un modelo similar al suyo. La recién llegada se paró también delante del estante de los huevos. Impulsada por el instinto maternal, se acercó a consolar al bebé de Melissa.
—Pero, mira, que cosa tan rica… ¿Qué te ocurre, preciosa?—La mujer reparó en el color de la ropa y dedujo acertadamente el sexo de la criatura.
—A mí me gustaría saberlo—resopló Melissa con resignación—lleva así un buen rato.
—Serán gases, seguramente, a la mía también le ocurre con cierta frecuencia—sentenció la otra señalando su carrito.
—Pero ahora duerme como una bendita—hizo notar Melissa tras acercarse a mirar—Ay, por favor, que linda princesita…está para comérsela.
La pequeña, que dormía plácidamente, era una auténtica monada. Con sus rasgos angelicales y sus ricitos dorados, a Melissa le recordó a la protagonista del célebre cuento infantil. Daba gusto verla así, dormidita. Melissa se embobó contemplándola, deseando que los osos del cuento demoraran su regreso.
—Ahora,…bien dice usted, —exclamó la madre con un ademán significativo—si la viera usted por la noche…Uff, menudos pulmones que tiene mi Linda—concluyó, al fin, mientras continuaba con sus arrumacos al bebé de Melissa.
—Linda…—declamó Melissa con un matiz de aprobación—bonito nombre…
—Verdad que sí…por cierto, yo soy Sharon—le dio la mano a Melissa, con una radiante sonrisa animando su rostro cansado.
—Pues, encantada de conocerte, Sharon—Melissa se presentó a su vez—Nunca te había visto por aquí. ¿Eres nueva en el barrio?
—Ah, no, no soy de aquí. Sólo estoy de paso…Mira, —exclamó de pronto—tu hija se ha tranquilizado—Sharon la contempló con emocionada ternura—¿Cómo se llama? —dijo, mientras le acariciaba la sonrosada mejilla.
—Ariadna—respondió Melissa, sonriendo satisfecha, al ver que su niña al fin había dejado de llorar y sonreía a la desconocida.
—Parece que le has caído bien—añadió entre risas que sonaron como un alegre cascabeleo—Linda, en cambio, sigue durmiendo como una lironcita. Parece que tenía mucho sueño atrasado.
—Puede ser—se apresuró a replicar Sharon—Normalmente, no da guerra por las noches. Suele dormir como un ángel. Pero ayer, casualmente, se despertó varias veces, y le dio por berrear, tanto o más fuerte que la suya hace un momento.
—¿Cuánto tiempo tiene? —Melissa no se cansaba de admirar la carita de Linda, recreándose en la perfección de sus rasgos, tanto que, pensando que su Ari podía sentir celos, se sintió culpable y dedicó toda su atención a su hija, la cual, como queriendo confirmar sus temores, le dedicó la más esplendorosa de sus sonrisas, al tiempo que tendía sus bracitos.
—Cumple 6 meses la próxima semana—respondió Sharon, lacónica.
En su rostro se dibujó una expresión de pesar, como si una nube de tormenta ocultara el sol de repente. Melissa se extrañó de su repentino cambio de actitud y quiso saber la razón.
—No, no, no me ocurre nada—se apresuró a tranquilizarla Sharon esgrimiendo un gesto elocuente—es que…—titubeó brevemente—antes de Linda tuve un aborto. Algo muy doloroso, sólo lo sabe la que pasa por ello. Por eso, celebramos la llegada de esta niña como un don del cielo…—su voz se quebró mientras acariciaba, con infinita delicadeza, el rostro tranquilo del bebé dormido. —ya te puedes imaginar…—terminó, finalmente, al tiempo que se enjugaba las lágrimas que corrían por sus mejillas.
—Vaya, no sabes cuanto lo siento—en la voz de Melissa latía un sincero pesar— Y a todo esto…—continuó, rápidamente, para cambiar de tercio—yo había venido aquí con la intención de comprar huevos…
—Ay, vaya, perdona, mujer, por entretenerte con mis cosas—Sharon estalló en una espontánea carcajada, distendiendo el ambiente. El sol volvió a asomar tras las nubes iluminando su rostro doliente.
—Nada, no hay nada que perdonar, en realidad he pasado un rato muy agradable charlando contigo—replicó, conciliadora Melissa—pero ahora debo centrarme en la compra o mi madre me va a matar.
—¿Huevos, has dicho? —repitió Sharon—pues ahí los tienes, a docenas, delante de ti.
—Sí, pero fíjate, les han puesto a todos la pegatina de CADUCADOS—Melissa tomó una caja y se la mostró—¿No te parece raro?
Sharon observó el envase de cartón que lucía, en la parte superior, una hermosa gallina roja rodeada de adorables pollitos. A continuación, emitió otra sonora carcajada.
—Pero, mujer, ¿es que no sabes que día es hoy? …28 de diciembre, los Santos Inocentes. Seguro que es una broma...Si te fijas bien, verás por algún lado la verdadera fecha de caducidad—giró la huevera para inspeccionarla con atención, terminando por desistir al cabo de un rato de atento examen ocular.
—Eh, mira, por allí va la encargada—señaló hacia el fondo del pasillo—pregúntale a ella, pero va a ser lo que yo te dije, eso seguro…
—Pues es la broma más tonta que haya visto nunca—declaró Melissa, algo avergonzada, mientras movía la cabeza.
A continuación, tomó la huevera de manos de Sharon y corrió al encuentro de la encargada, después de haber tratado, en vano, de atraer su atención.
Tuvo que esperar pacientemente a que la empleada atendiera a una señora gorda, cargada de aparatosas joyas y pintada como una mona, que no atinaba a encontrar el puesto de las frutas; luego, llegó un mozalbete preguntando por las chuches, y, justo en el momento en que pudo quitarse al mocoso de encima, la empleada fue requerida a través de los altavoces para que acudiera a caja sin demora.
Y allá que se fue la obediente empleada dejando a Melissa con un palmo de narices y una huevera de cartón que lucía, en su parte superior, una hermosa gallina roja con 7 orondos pollitos, y con una pegatina en un lateral que reza CADUCADOS.
Francamente irritada por aquel enojoso asunto, Melissa respingó de repente, reparando en que, por unos minutos, se había olvidado de Ariadna, así como de Sharon y Linda. Giró como un resorte, respirando aliviada al ver el carrito dónde lo había dejado, frente al estante con los huevos de los demonios. Sharon se cansó de esperar y se había marchado sin despedirse. Bueno, pensó Melissa, era natural, acababan de conocerse…aún así, lamentó su marcha, sin saber muy bien porqué.
Pero…Ariadna…era raro que no la hubiera reclamado, tras quedarse sola…
—¿Te has dormido, cariño? —canturreó Melissa mientras se aproximaba velozmente al carrito.
En ese momento, encontrándose a una distancia de unos dos metros del carricoche, se quedó paralizada, tratando de asimilar lo que veía.
Aquel cochecito, aún siendo casi idéntico al suyo, le resultaba completamente extraño…no…no podía ser…
Se abalanzó sobre él y destapó la cara del bebé que dormía dentro.
La niña seguía durmiendo plácidamente, frunciendo su boquita en un gracioso mohín, mientras, sobre su delicada y tersa frente se derramaba una auténtica cascada de rizos dorados.
La docena de huevos se estrelló contra el suelo, rompiéndose cuatro de ellos.
Melissa corrió hasta el extremo del pasillo berreando el nombre de su hija. Se sentía flotar, atrapada en una angustiosa sensación de irrealidad, como si todo aquello le estuviera pasando a otra persona.
La gente comenzó a agolparse a su alrededor.
Derribó a un par de viejas y a una niña con trenzas mientras regresaba a la carrera junto al carrito de Linda. Allí resbaló sobre los huevos derramados y salió despedida llevándose por delante el carricoche del bebé, el cual acabó estrellándose contra la estantería de los cereales y las galletas.
Justo en ese momento, a gatas sobre el suelo, Melissa oyó el llanto de un bebé hacia la puerta de entrada, un llanto que reconocería entre un millón.
La joven madre gritó hasta enronquecer, mientras corría a trompicones por el pasillo de las bebidas. Al final del mismo, justo frente a los lácteos, se topó con su carrito.
Estaba vacío. Ni rastro de la pequeña Ariadna. En el fondo, no le supuso ninguna sorpresa.
Volvió a oír el añorado llanto, más débil ahora, alejándose, hasta extinguirse por completo.
Desbocada y desesperada, Melissa voló, literalmente, buscando la salida a ciegas, cómo una asustada golondrina que se hubiera colado por error dentro de una casa.
Y al pie de la estantería contra la que se había estrellado, emergiendo entre un montón informe de paquetes de Kellogs y galletas tostadas María, veíase el otro carrito, volcado. Su infortunada pasajera había salido despedida en el fatal accidente yendo a parar unos metros más allá.
Allí yacía, la bebé Linda, inmóvil y silenciosa, sin variar un ápice la apacible expresión de su rostro angelical, sumida en un sueño plácido…y eterno.





sábado, 5 de enero de 2019

EL ÚLTIMO VIAJE





Pablo Castroviejo partió antes del alba, en una madrugada fría de rosas deshojadas y mariposas muertas.
La tarde del día anterior la había pasado en el porche, a la sombra del rosal emparrado, reposando plácidamente. Durante dos horas largas, Pablo Castroviejo había dormitado, leído, y organizado mentalmente el largo viaje del día siguiente, mientras una enorme mariposa violeta revoloteaba incansable entre las rosas y los setos recortados.
Finalmente, decidió entrar en casa cuando el sol fue engullido por un horizonte erizado de pinos y la temperatura comenzó a descender. Allí dejó, aún, a la alada y grácil bailarina malva, ejecutando su interminable coreografía.
Esta mañana la había encontrado yaciendo en el suelo de piedra, sobre un lecho de pétalos mustios entre lágrimas de rocío.
Lo sacudió un fugaz escalofrío. Pablo Castroviejo tuvo un mal presentimiento, como si algo, en alguna parte, hubiera comenzado a moverse para que las cosas no salieran del todo bien a lo largo de esa jornada.
Antes de subir al coche, contempló el pueblo a sus pies, amortajado por un sudario de niebla. Su mirada tenía algo de despedida. Le embargó una sensación de melancólica tristeza.
Retornó el escalofrío de antes. Sintió una punzada de angustia, tan breve como estremecedora. Ese fue el segundo presagio premonitorio. Por un momento, creyó escuchar el ruido de los engranajes, allá en la distancia, poniendo a funcionar alguna suerte de maquinaria funesta.
El tercer aviso, no hay dos sin tres, lo asaltó mientras se aproximaba a la cima del puerto, al contemplar los gigantescos molinos de viento recortándose contra el cielo.
Pablo Castroviejo experimentó una brutal sensación de pánico, paralizante e irracional.
Detuvo el auto y a punto estuvo de dar media vuelta y regresar al pueblo. Definitivamente, algo no iba bien.  Bajó la ventanilla para despejarse, respiró hondo, y haciendo un supremo esfuerzo decidió continuar su camino.
Y justo en ese momento, a unos cuántos kilómetros de allí, en plena campiña leonesa, un singular campesino se preparaba para comenzar la faena.
Con deliberada parsimonia, introdujo la piedra de afilar en el cuerno y se lo ciñó a la cintura, cual singular pistolero aprestándose para el duelo. A continuación, arrojó la guadaña a la parte de atrás de una vieja camioneta, se subió al vehículo y arrancó, rumbo a los campos de trigo que se extendían al otro lado del Cerro Grande.
Una vez allí, se desvió por un camino de tierra, justo a la vera de una señal de curva peligrosa que se alzaba al final de una larga recta descendente.
Estacionó la camioneta al borde del mar dorado de cereal, apagó el motor, y oteó el horizonte que comenzaba a clarear hacia el Este. El campesino sonrió satisfecho. Aquella prometía ser una jornada provechosa.
Aguardó con paciencia hasta que vio aparecer la luz de los faros a lo lejos, en lo alto de la loma. El automóvil comenzó a descender el puerto a gran velocidad aproximándose a su posición.
La sonrisa se acentuó en el rostro enjuto del centinela, mientras en sus ojos, oscuros como pozos insondables,  asomaba un destello de malsana diversión.
Descendió de la camioneta, agarró la guadaña, la afiló con mano experta y comenzó a segar.
El hombre que había desdeñado tres avisos entró en la curva a más de 80 km por hora, perdió el control del Range Rover, color café, y se empotró contra la señal de peligro arrancándola de cuajo.
Momentos después, Pablo Castroviejo se encontraba al lado de la camioneta, sin recordar en absoluto cómo había conseguido llegar hasta allí.
El campesino dejó de segar y se acercó hasta él.
—¿Puedo ayudarle, amigo? —interpeló el segador, mientras se levantaba el ala del sombrero para secarse el sudor.
—Claro, claro que puede…—Se apresuró a replicar Castroviejo—. Acabo de sufrir un grave accidente. ¿Puede acercarme al hospital más próximo?
Por toda respuesta, el campesino arrojó la guadaña y el cuerno de afilar a la parte de atrás de la camioneta y lo invitó a subir con un gesto elocuente.
—Me ha venido usted como llovido el cielo—declaró Pablo Castroviejo, mientras se acomodaba en los duros asientos del desvencijado todoterreno.
—¿Del cielo, dice? —el segador arrancó y engranó la primera—Bueno, no vengo de ahí, exactamente, pero es curioso que diga usted eso…Sí, sin duda es muy curioso…
Sin darle tiempo a su pasajero para que asimilara la enigmática respuesta, enfiló la pista de tierra de regreso a la carretera principal.
Al pasar al lado del coche accidentado, el conductor de la camioneta le hizo una señal perentoria e inequívoca.
Pablo miró el Range Rover, siniestro total, y se vio a sí mismo, cubierto de sangre, con la cabeza emergiendo a través del destrozado parabrisas.
Quiso gritar, pero no lo consiguió. A duras penas, logró articular:
—Pero… ¿Qué…? ¿Qué pasa aquí…? ¿Quién demonios es usted…?
Sin dejar de mirar al frente, el campesino respondió lacónico:
—Un funcionario del Destino, amigo, eso es lo que soy. Me limito a cumplir con mi deber—sentenció, al tiempo que comenzaba a acelerar.
La destartalada camioneta tomó rumbo hacia el Oeste. Una estrella imposible surcó rauda la campiña cuando los primeros rayos de sol impactaron contra el acero curvo de la guadaña.
Nacía una nueva jornada.
                                                       FIN