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martes, 8 de diciembre de 2020

LOS ANILLOS DE LA MEMORIA


 

              LOS ANILLOS DE LA MEMORIA

El veterano inspector de policía contemplaba el singular escenario del crimen.

—Y bien, sargento—interpeló a su joven ayudante— ¿Cómo piensa que pudo ocurrir todo?

—Ah, pues, visto lo visto…sólo se me ocurre una explicación. El asesino entró por la chimenea como Papá Noel, sorprendió al anciano campesino, lo mató y lo metió en el arcón. A continuación, cerró la tapa, arrimó el armario aparador, colocó encima la pesada cómoda y dispuso a su alrededor, en el suelo, media docena de robustas sillas. Antes de marcharse, se tomó la molestia de mover una mesa, de al menos dos quintales, hasta colocarla bloqueando la única puerta de acceso a la estancia, que se encontraba atrancada por dentro al igual que los dos ventanales. Una vez finalizada su fatigosa empresa, huyó por donde había llegado y se largó surcando los cielos.

—Muy ingenioso, sargento, muy ingenioso—el inspector remedó un burlón aplauso admirativo—debería dedicarse a escribir guiones para el cine.

—¿Acaso tiene usted una explicación mejor? —replicó el aludido, abarcando con un gesto la totalidad de la amplia estancia.

 Ambos se hallaban en el salón principal de una casona rural, que hacía las veces de comedor y sala de estar.

Las voluminosas piezas del mobiliario, fabricadas en castaño, habían recuperado su disposición habitual. La mesa de robustas patas torneadas, flanqueada por media docena de sillas a juego, ocupaba el centro de la habitación bajo la pesada araña de bronce. El oscuro armario aparador hallábase apostado entre los dos ventanales. La cómoda, provista de cajones con tiradores dorados, reposaba al lado de la chimenea. A su diestra, el arcón, artísticamente labrado, libre al fin de su macabro huésped, había recuperado su digna y sólida compostura.

—La verdad es que no—contestó al fin el veterano poli—Es una lástima que los únicos testigos no puedan hablar porque tienen pinta de saber muchas cosas.

—¿A qué testigos se refiere, jefe? —inquirió su sorprendido compañero.

—A los muebles, por supuesto—proyectó un arco rotatorio con su diestra, como un torero dibujando una “media verónica”—Fíjese. Son diez ejemplares magníficos. El hijo de la víctima me contó que su difunto padre los había encargado hacía cosa de medio año.

—¿Sólo medio año? Parecen mucho más viejos.

—Puro artificio, amigo, nada como la química para acelerar el paso del tiempo.

—Ya veo ya…y parecen fabricados en buena madera… ¿nogal?  ¿roble, quizás? —aventuró el sargento.

—No, castaño—replicó el inspector. —Al parecer, el viejo taló para tal fin el árbol que él mismo había plantado noventa años atrás.

— ¿Cuántos años tenía entonces nuestro hombre?

—Según su hijo, cumplió los noventa y siete el mes pasado.

—Ese cascarrabias nació en buena Luna—se asombró el sargento.

—Por lo visto, el día de su sexto cumpleaños—continuó el inspector—enterró una castaña en el huerto que hay detrás de la casona.  El fértil y abonado terreno hizo posible que el árbol creciera con extraordinaria rapidez, adquiriendo tales dimensiones en altura y grosor que más que nueve décadas parecía contar con varios siglos de existencia.

“Según me contó la hija mayor del finado, el viejo parecía sentir una curiosa y acusada animadversión hacia el castaño. Siempre se estaba quejando de que le quitaba el sol a la casa. Solía comentar que tenerlo ahí al lado era como vivir a las puertas del cementerio, porque el día menos pensado un golpe de viento acabaría por abatirlo sobre la vetusta edificación.

“Así que, el hombre, guiado por su delirante obsesión arboricida, acostumbraba a someter al paciente castaño a periódicas y salvajes podas. 

“Pero el árbol, cual singular Ave Fénix, resurgía una y otra vez con arrolladora pujanza y se regeneraba con asombrosa rapidez. Por cada rama seccionada, del anillado muñón brotaba una docena que, tras desarrollarse en un tiempo récord, acrecentaban de forma notable la frondosidad del árbol y así, para desesperación de su enemigo confeso, los veranos seguían siendo sombríos, como su humor, y en los vendavales de otoño continuaba escuchando el susurro de los muertos.

“Tal día como hoy, hace exactamente un año, el anciano contrató una partida de expertos maderistas a los cuales dio indicaciones precisas para que talasen el castaño casi a ras del terreno. No contento con eso, temiendo que incluso así consiguiera brotar de nuevo, hizo arrancar el tocón con una pala excavadora. Sólo entonces, contemplando el descomunal árbol abatido y la colosal maraña de raíces desenterrada y expuesta al escarnio público, el hombre descansó satisfecho, convencido de haber terminado, al fin, con su vital enemigo.

A continuación, llamó al carpintero del pueblo y le hizo el encargo que mantuvo el taller ocupado a tiempo completo durante varios meses. 

—Eh, voilá, —concluyó, al fin, el inspector su larga disertación— aquí tenemos los resultados.

—Caramba—exclamó el sargento, cautivado por la sorprendente historia, —pues, al final, el castaño no cayó sobre la casona, pero consiguió entrar en ella, aunque fuera por partes, como diría el bueno de Jack.

—Una observación muy original, sargento, sin duda tiene usted madera de escritor.  Bueno, entonces…—el inspector alzó la voz y les habló a los vegetales inquilinos de la estancia —¿Ninguno de vosotros va a contarme nada…?

Como obedeciendo un antiguo pacto de familia, los diez muebles de castaño macizo permanecieron impasibles y silenciosos.