A las 10 de la mañana de un 28 de
diciembre, Jeremy Walton, estudiante de Secundaria, volvió a releer la nota y
esbozó una mueca de fastidio.
“Tienes que gastar una inocentada en un sitio público”
La orden era escueta, pero muy clara. Valiente tontería. El chico maldijo entre dientes por haberse dejado enredar en aquel juego estúpido. La culpa era de Violet y sus hechiceros ojos verdes. Ella había escrito la dichosa nota, y Jeremy no había podido negarse. Habría quedado como un gallina, y eso era lo último que deseaba, especialmente delante de Violet. Bueno, se dijo con resignación, espero que al menos me lo tenga en cuenta en la próxima cita.
Animado súbitamente por el recuerdo de
los agradables momentos pasados en compañía de la preciosa animadora y,
especialmente, por los que le aguardaban en el futuro, Jeremy Walton penetró en
el supermercado del barrio dispuesto a complacer los retorcidos deseos de su
amada.
El plan no podía ser más sencillo: perpetrar
la inocentada y sacar una foto como prueba.
Tras unos instantes de vacilación se
encaminó decidido al estante de los huevos y sacó una foto con su móvil. A
continuación, ni corto ni perezoso, extrajo una hoja con etiquetas
autoadhesivas en las que se podía leer la palabra CADUCADOS, escrita con
rotulador rojo, y las pegó en todos los envases de la estantería.
En un campeonato de bromas idiotas, sin
duda se llevaría todas las medallas, discurrió un cariacontecido Jeremy. Pero
bueno, él había cumplido la orden de su animadora favorita, y eso, a fin de
cuentas, era lo que contaba. Sacó otras dos fotos, como inapelable testimonio
gráfico, y se largó de allí cagando leches, antes de que lo pillaran con las
manos en la masa. Que lo de complacer a su chica estaba muy bien, pero él tenía
una reputación que cuidar.
Con las prisas y los nervios, está a
punto de chocar con una joven pelirroja que avanzaba por el pasillo arrastrando
con su mano izquierda un cesto de la compra, de esos que llevan un par de
ruedecitas. Con la mano derecha empujaba el carrito de un bebé que no paraba de
berrear.
Melissa Anderson, madre primeriza y
maestra de profesión, repasaba mentalmente la breve lista de compra que le
había encargado su madre. Básicamente, ésta se componía de los ingredientes
necesarios para elaborar un bizcocho.
Su progenitora le había insistido
especialmente en un punto:
—Y, sobre todo, Mel, fíjate bien en la
fecha de caducidad, que la última vez me trajiste huevos que habían caducado
dos semanas atrás. Vaya, que casi me traes pollitos—remató, celebrando la
ocurrencia con una risotada de las suyas.
Fue por ello, que Melissa compuso una
mueca de franco disgusto cuando se topó con toda la mercancía caducada. Encima,
el bebé había cogido una buena perreta y continuaba con su llanto inconsolable…
Todas las hueveras lucían la misma fastidiosa pegatina. La chica discurrió que
hubiera sido más fácil retirarlas y, de hecho, le sorprendía mucho que no lo
hubieran hecho. Allí había algo extraño, se dijo, aquello no era normal. Miró a
su alrededor. No descubrió nada irregular en el resto de las estanterías. Sólo
en la de los huevos. Manda…narices, masculló Melissa, aunque no era ésa,
precisamente, la palabra que tenía en mente. Instintivamente, buscó con la
mirada a alguna encargada. Ninguna a la vista.
En ese momento, otra joven madre,
algunos años mayor que Melissa, se acercó hasta ella, empujando el correspondiente
carrito de bebé, de un modelo similar al suyo. La recién llegada se paró
también delante del estante de los huevos. Impulsada por el instinto maternal,
se acercó a consolar al bebé de Melissa.
—Pero, mira, que cosa tan rica… ¿Qué te
ocurre, preciosa?—La mujer reparó en el color de la ropa y dedujo acertadamente
el sexo de la criatura.
—A mí me gustaría saberlo—resopló
Melissa con resignación—lleva así un buen rato.
—Serán gases, seguramente, a la mía
también le ocurre con cierta frecuencia—sentenció la otra señalando su carrito.
—Pero ahora duerme como una bendita—hizo
notar Melissa tras acercarse a mirar—Ay, por favor, que linda princesita…está
para comérsela.
La pequeña, que dormía plácidamente, era
una auténtica monada. Con sus rasgos angelicales y sus ricitos dorados, a
Melissa le recordó a la protagonista del célebre cuento infantil. Daba gusto
verla así, dormidita. Melissa se embobó contemplándola, deseando que los osos
del cuento demoraran su regreso.
—Ahora,…bien dice usted, —exclamó la
madre con un ademán significativo—si la viera usted por la noche…Uff, menudos
pulmones que tiene mi Linda—concluyó, al fin, mientras continuaba con sus
arrumacos al bebé de Melissa.
—Linda…—declamó Melissa con un matiz de
aprobación—bonito nombre…
—Verdad que sí…por cierto, yo soy
Sharon—le dio la mano a Melissa, con una radiante sonrisa animando su rostro
cansado.
—Pues, encantada de conocerte, Sharon—Melissa se presentó a su vez—Nunca te había visto por aquí. ¿Eres nueva
en el barrio?
—Ah, no, no soy de aquí. Sólo estoy de
paso…Mira, —exclamó de pronto—tu hija se ha tranquilizado—Sharon la contempló
con emocionada ternura—¿Cómo se llama? —dijo, mientras le acariciaba la
sonrosada mejilla.
—Ariadna—respondió Melissa, sonriendo
satisfecha, al ver que su niña al fin había dejado de llorar y sonreía a la
desconocida.
—Parece que le has caído bien—añadió
entre risas que sonaron como un alegre cascabeleo—Linda, en cambio, sigue
durmiendo como una lironcita. Parece que tenía mucho sueño atrasado.
—Puede ser—se apresuró a replicar
Sharon—Normalmente, no da guerra por las noches. Suele dormir como un ángel.
Pero ayer, casualmente, se despertó varias veces, y le dio por berrear, tanto o
más fuerte que la suya hace un momento.
—¿Cuánto tiempo tiene? —Melissa no se
cansaba de admirar la carita de Linda, recreándose en la perfección de sus
rasgos, tanto que, pensando que su Ari podía sentir celos, se sintió culpable y
dedicó toda su atención a su hija, la cual, como queriendo confirmar sus
temores, le dedicó la más esplendorosa de sus sonrisas, al tiempo que tendía
sus bracitos.
—Cumple 6 meses la próxima
semana—respondió Sharon, lacónica.
En su rostro se dibujó una expresión de
pesar, como si una nube de tormenta ocultara el sol de repente. Melissa se
extrañó de su repentino cambio de actitud y quiso saber la razón.
—No, no, no me ocurre nada—se apresuró a
tranquilizarla Sharon esgrimiendo un gesto elocuente—es que…—titubeó
brevemente—antes de Linda tuve un aborto. Algo muy doloroso, sólo lo sabe la
que pasa por ello. Por eso, celebramos la llegada de esta niña como un don del
cielo…—su voz se quebró mientras acariciaba, con infinita delicadeza, el rostro
tranquilo del bebé dormido. —ya te puedes imaginar…—terminó, finalmente, al tiempo
que se enjugaba las lágrimas que corrían por sus mejillas.
—Vaya, no sabes cuanto lo siento—en la
voz de Melissa latía un sincero pesar— Y a todo esto…—continuó, rápidamente,
para cambiar de tercio—yo había venido aquí con la intención de comprar huevos…
—Ay, vaya, perdona, mujer, por
entretenerte con mis cosas—Sharon estalló en una espontánea carcajada,
distendiendo el ambiente. El sol volvió a asomar tras las nubes iluminando su
rostro doliente.
—Nada, no hay nada que perdonar, en
realidad he pasado un rato muy agradable charlando contigo—replicó,
conciliadora Melissa—pero ahora debo centrarme en la compra o mi madre me va a
matar.
—¿Huevos, has dicho? —repitió
Sharon—pues ahí los tienes, a docenas, delante de ti.
—Sí, pero fíjate, les han puesto a todos
la pegatina de CADUCADOS—Melissa tomó una caja y se la mostró—¿No te parece
raro?
Sharon observó el envase de cartón que
lucía, en la parte superior, una hermosa gallina roja rodeada de adorables
pollitos. A continuación, emitió otra sonora carcajada.
—Pero, mujer, ¿es que no sabes que día
es hoy? …28 de diciembre, los Santos Inocentes. Seguro que es una broma...Si te
fijas bien, verás por algún lado la verdadera fecha de caducidad—giró la
huevera para inspeccionarla con atención, terminando por desistir al cabo de un
rato de atento examen ocular.
—Eh, mira, por allí va la
encargada—señaló hacia el fondo del pasillo—pregúntale a ella, pero va a ser lo
que yo te dije, eso seguro…
—Pues es la broma más tonta que haya
visto nunca—declaró Melissa, algo avergonzada, mientras movía la cabeza.
A continuación, tomó la huevera de manos
de Sharon y corrió al encuentro de la encargada, después de haber tratado, en
vano, de atraer su atención.
Tuvo que esperar pacientemente a que la
empleada atendiera a una señora gorda, cargada de aparatosas joyas y pintada
como una mona, que no atinaba a encontrar el puesto de las frutas; luego, llegó
un mozalbete preguntando por las chuches, y, justo en el momento en que pudo
quitarse al mocoso de encima, la empleada fue requerida a través de los altavoces
para que acudiera a caja sin demora.
Y allá que se fue la obediente empleada
dejando a Melissa con un palmo de narices y una huevera de cartón que lucía, en
su parte superior, una hermosa gallina roja con 7 orondos pollitos, y con una
pegatina en un lateral que reza CADUCADOS.
Francamente irritada por aquel enojoso
asunto, Melissa respingó de repente, reparando en que, por unos minutos, se
había olvidado de Ariadna, así como de Sharon y Linda. Giró como un resorte,
respirando aliviada al ver el carrito dónde lo había dejado, frente al estante
con los huevos de los demonios. Sharon se cansó de esperar y se había marchado
sin despedirse. Bueno, pensó Melissa, era natural, acababan de conocerse…aún
así, lamentó su marcha, sin saber muy bien porqué.
Pero…Ariadna…era raro que no la hubiera
reclamado, tras quedarse sola…
—¿Te has dormido, cariño? —canturreó
Melissa mientras se aproximaba velozmente al carrito.
En ese momento, encontrándose a una distancia
de unos dos metros del carricoche, se quedó paralizada, tratando de asimilar lo
que veía.
Aquel cochecito, aún siendo casi
idéntico al suyo, le resultaba completamente extraño…no…no podía ser…
Se abalanzó sobre él y destapó la cara del
bebé que dormía dentro.
La niña seguía durmiendo plácidamente,
frunciendo su boquita en un gracioso mohín, mientras, sobre su delicada y tersa
frente se derramaba una auténtica cascada de rizos dorados.
La docena de huevos se estrelló contra
el suelo, rompiéndose cuatro de ellos.
Melissa corrió hasta el extremo del
pasillo berreando el nombre de su hija. Se sentía flotar, atrapada en una
angustiosa sensación de irrealidad, como si todo aquello le estuviera pasando a
otra persona.
La gente comenzó a agolparse a su
alrededor.
Derribó a un par de viejas y a una niña
con trenzas mientras regresaba a la carrera junto al carrito de Linda. Allí
resbaló sobre los huevos derramados y salió despedida llevándose por delante el
carricoche del bebé, el cual acabó estrellándose contra la estantería de los
cereales y las galletas.
Justo en ese momento, a gatas sobre el
suelo, Melissa oyó el llanto de un bebé hacia la puerta de entrada, un llanto
que reconocería entre un millón.
La joven madre gritó hasta enronquecer,
mientras corría a trompicones por el pasillo de las bebidas. Al final del
mismo, justo frente a los lácteos, se topó con su carrito.
Estaba vacío. Ni rastro de la pequeña
Ariadna. En el fondo, no le supuso ninguna sorpresa.
Volvió a oír el añorado llanto, más
débil ahora, alejándose, hasta extinguirse por completo.
Desbocada y desesperada, Melissa voló,
literalmente, buscando la salida a ciegas, cómo una asustada golondrina que se
hubiera colado por error dentro de una casa.
Y al pie de la estantería contra la que
se había estrellado, emergiendo entre un montón informe de paquetes de Kellogs y galletas tostadas María, veíase el otro carrito, volcado.
Su infortunada pasajera había salido despedida en el fatal accidente yendo a parar
unos metros más allá.
Allí yacía, la bebé Linda, inmóvil y
silenciosa, sin variar un ápice la apacible expresión de su rostro angelical,
sumida en un sueño plácido…y eterno.
No sé cómo lo haces. Me encandilas con tu historia y tu prosa maravillosa y, de repente, das un giro que me hace saltar de la silla. Fabuloso. Me ha encantado.
ResponderEliminarUn abrazo y enhorabuena
Qué buen relato Paco, me ha resultado muy divertido, muy bien narradas las últimas escenas, no es nada fácil hacerlo como lo haces, me pareció estar viendo una comedia. Un abrazo.
ResponderEliminarDe la trivialidad de una escena cotidiana al horror de un suceso angustioso, ¡menudo giro! Muy buen relato, Paco, sin duda nos pillas desprevenidos con tu final. Por cierto, una narración perfecta :))
ResponderEliminar¡Un saludo!
Este es un cuento calesita (carrousell, por las dudas). El paso de la placidez a la tragedia te pone el estómago en la boca. Parece que hubieras enhebrado varios relatos: el de Jeremy y su broma tonta; el de Melissa y el bizcocho frustrado; y el de Melissa, Sharon y las bebés.
ResponderEliminarSaludos, compañero.
Hola, Paco: Agradecida por tu visita y comentario a "Supermonito y la ofensa". No advertí desbloquear la moderación de comentarios. (Gracias a David por la sugerencia de hacerlo); por lo tanto, no encontraba ninguno y estaba bastante desconcertada. Muy contenta. Reitero mi agradecimiento
ResponderEliminarPaco un relato muy ameno que nos ha llevado de la broma de los huevos a el lloriqueo de la niña y el encuentro con la otra madre. -le diste la vuelta sin casi enterarnos y pensaba que la broma era la primera y resultó ser la segunda. Si este relato entra a concurso sin dudarlo puntuaría alto. Un abrazo.
ResponderEliminarExcelente relato, amigo Paco, en el que, con la excusa de una inocentada, nos llevas de la comedia al drama sin que nos enteremos hasta un final en el que todo explota. ¡Muy bien logrado, enhorabuena! Gracias por compartirlo con tus compañeros de "El Tintero...".
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
¡Genial el relato ! Pasas de una inocentada ,al robo de un bebé y su posterior muerte, que bárbaro Paco , que bien te ha quedado. La escena está muy bien narrada y no le falta detalle y el final asombroso.
ResponderEliminarTe felicito.
Un abrazo
Puri
Desde luego Paco, con el tono ligero, dulce, nos has ido enredando en el buen sentido en un cotidiano adverso. Está bueno el lenguaje coloquial, y repito, ligero (con voluntad de que así sea) para desembocar en un final dramático orquestado por la batuta del señor Castelao.
ResponderEliminarEnhorabuena amigo Paco.
Vaya sorpresa final e inesperada, algo raro se veía en Sharon pero no adiviné que pudiera ser eso. Al final la inocentada de Jeremy era una excusa para despistarnos en introducirnos en la verdadera historia, la de una madre que no resiste el dolor de perder a un hijo por segunda vez. Buen relato, Paco. Un abrazo!
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