EL
TÚNEL
El
estudiante de Derecho había tomado el tren que hacía la ruta Oviedo-Ribadeo
para pasar la Navidad con su familia en Castropol.
Lorenzo
Conde se dispuso a estudiar a sus vecinos de viaje como si fueran los
personajes de una novela de Agatha Christie o Patricia Highsmith. Había visto, al
menos un par de veces, la película “Extraños en un tren”
que el gran Alfredo realizara adaptando la obra homónima de la escritora.
Enfrente
suyo se sentaba una monja de clausura ataviada con el hábito reglamentario. La
religiosa ocupaba su tiempo en la lectura de una pequeña Biblia. A Lorenzo le
provocó una aguda sensación de antipatía y rechazo. El rostro de rasgos
angulosos, ojos duros y boca cruel hablaba de un carácter despiadado, guiado
por inquebrantables principios. Por su edad ya avanzada, Lorenzo la catalogó
como Madre Superiora de algún convento, el cual gobernaría con mano férrea haciendo
que las novicias a su cargo cumplieran a rajatabla las espartanas normas de
convivencia. Supuso que su Orden sería la de Las Carmelitas Descalzas, así que,
ni corto ni perezoso, la bautizó como Sor Teresa.
El
asiento delantero estaba ocupado por una entrañable viejecita que tejía sin
cesar un diminuto jersey, sin duda para alguno de sus nietos más pequeños. Bajo
los blancos cabellos, su rostro arrugado y sonrosado mostraba una expresión
amable y apacible. Para Lorenzo se convirtió en la abuela Carmen. El contraste
con Sor Teresa no podía resultar más brutal.
El
estudiante de Leyes centró su atención en la pasajera del asiento contiguo. Se
trataba de una chica de larga melena rubia que consultaba el móvil mientras
seguía con la cabeza la música de los auriculares. Dirigió a Lorenzo una rápida
mirada acompañada por una sonrisa. Un gesto fugaz pero suficiente para que
el estudiante admirase sus bellos rasgos nórdicos: ojos verdes, muy claros, pómulos
salientes y labios carnosos. Era una lástima que no pareciera muy dispuesta a
entablar una conversación.
La
imaginó emergiendo de las aguas de un lago rodeado de abetos y montañas
nevadas. El nombre de Ondina surgió con naturalidad y Lorenzo estuvo a punto de
pronunciarlo en voz alta.
No
sin cierto pesar, el futuro juez o abogado abandonó a su diosa vikinga y se
concentró en los tres viajeros masculinos.
El
asiento situado detrás de Ondina estaba habitado por un tipo con marcados
rasgos orientales, vestido con traje y corbata, que tecleaba como un poseso el
portátil colocado sobre sus piernas. Tenía la cabeza rapada al cero y la piel
tan blanca que casi parecía una máscara de carnaval. Sus ojos oscuros estaban fijos en la pantalla de 17 pulgadas. Lorenzo lo
clasificó como ejecutivo de alguna empresa de informática que muy bien podría
llamarse Chan Lee, aunque le parecía raro que viajara en un vagón de segunda.
En la fila siguiente a la del chino viajaba un
hombretón alto y fornido, con una espesa cabellera gris y fieros mostachos, que
lucía un rostro muy bronceado con una aparatosa cicatriz surcando la curtida
frente. Lorenzo, decidió al punto que se trataba de un militar retirado con
toda la pinta de haber participado en más de una expedición por países exóticos
poniendo en riesgo su vida.
El
intrépido explorador se hallaba intensamente concentrado en el estudio de unos
mapas que mantenía desplegados ante sí, tal vez planificando nuevas y
peligrosas aventuras. Lorenzo estaba seguro de su apellido. Poco le faltó para
acercarse a él e interpelarle: ¿Livingstone, supongo?
Tampoco
le resultó difícil de clasificar el pasajero situado más al fondo como un
profesor universitario disfrutando una reciente jubilación. Aparentaba alrededor
de los 70 años, escaso pelo del color de la ceniza, frente amplia, pobladas
cejas, nariz aguileña y pronunciado mentón. Desde que comenzara el viaje no
había dejado de leer la última novela de Stephend King.
Lorenzo
lo rebautizó como Don Antonio por lo mucho que le recordaba a su profesor de
Mercantil.
En
ese momento, el joven estudiante fue asaltado por una creciente modorra que
enseguida dio paso a un profundo sueño.
Cuando
despertó, media hora más tarde, justo a la salida de un largo túnel, miró a su
alrededor y sufrió un violento sobresalto. Se restregó los ojos y se pellizcó
varias veces. No, no se trataba de una pesadilla.
Volvió
a observar a sus compañeros de viaje.
Aquello
no tenía sentido, parecía cosa de locos.
Los seis
pasajeros continuaban enfrascados en sus quehaceres, los cuales absorbían toda su
atención: la monja con su Biblia; la abuela, con la calceta; la rubia nórdica, con el móvil y los auriculares; el chino, con el portátil; el explorador con los
mapas, y el profesor con la novela.
Sí,
todos estaban como antes de que el sueño lo venciera, pero la terrible anomalía
se resistía a desaparecer. Lorenzo seguía contemplando algo absurdo e
imposible.
Se levantó
para ir al baño. Caminó por el pasillo medio sonámbulo. Algunos pasajeros
levantaron la vista. Lorenzo apresuró el paso, esquivando sus fugaces miradas.
Una
vez en el servicio, se acercó al lavabo para refrescarse la cara con agua fría.
Lorenzo Conde se quedó paralizado. El espejo con marco labrado reflejó la
imagen de un rostro contraído por una expresión de asombrado espanto; una cara extraña, una cara que, al igual que las de sus seis compañeros de viaje, jamás había visto en su vida.