CAP. I: JOSÉ VILLAMAÑE RECIBE UNA
CARTA.
Mientras
contemplaba el patio de la Escuela Hogar de Castropol a través de la ventana
enrejada, José Villamañe, profesor de Primaria por tierras de los Oscos,
recordó un singular episodio allí acontecido en sus tiempos de interno, a
mediados de los años 70…
…Una
moto de gran cilindrada atravesó la calle Acevedo sacando a Villamañe de su
estado de ensoñación y trayéndolo de vuelta al presente. Con una sonrisa de
complacencia, se admiró del curioso funcionamiento de nuestra memoria. Con los
recuerdos infantiles acostumbraba a comportarse como una vieja amiga:
magnificaba los buenos y ocultaba o disfrazaba los malos. Así, hoy, el antiguo
alumno de la Escuela Hogar disfruta rememorando el esperpéntico episodio,
aunque en su momento les supusiera, a él y a sus compañeros, un auténtico trago
indigesto.
Continuó
con la atenta inspección ocular del confinado recinto, valorando con profunda satisfacción
los cambios que se habían producido en el palacio de Valledor desde su última
visita el pasado verano. Habían sustituido la cubierta del tejado e instalado
unos nuevos canalones, cuadrados y robustos, de un bello color cobrizo. Además,
habían encalado las paredes y colocado en ellas macetas con geranios. El palacio de Valledor parecía ahora más
palacio, poseía un aire más señorial. Dicen que el dinero no da la felicidad,
discurrió un escéptico Villamañe, pero, a veces, supone una ayuda inestimable
para conquistarla.
Siempre
que iba a Castropol, nunca dejaba de visitar el que había sido su segundo hogar
durante 7 años.
En
esta ocasión había acudido respondiendo a una cita, la más inesperada e
insólita que nunca se hubiera imaginado.
José
Villamañe consultó su reloj. Aún faltaba casi una hora, había llegado con
suficiente antelación.
Mientras
observaba el viejo nogal a través del semiderruido muro que flanqueaba la
Huerta del Palacio de Valledor, José Villamañe, maestro rural, rememoró la
singular carta que había recibido dos días antes.
Castropol
a 15 de mayo de 2018
Estimado
amigo Pepe:
Soy
Juan Oliveras, más conocido como “El
Uruguayo”. Supongo que me recuerdas bien, ya que estuvimos juntos durante 7
Cursos (71-72 a 77-78) en la Escuela Hogar de Castropol.
Éramos
muy buenos camaradas. Compartíamos unas cuantas aficiones, especialmente en el
tema de la Literatura. Disfrutábamos con las mismas lecturas: “Los 7 secretos”, “Los 5” “Los 3 Investigadores” … ¿Te acuerdas? …Que
tiempos aquellos. Sí, la verdad es que a los dos nos encantaban las novelas de
misterio. Lo pasábamos de miedo resolviendo mil y un enigmas. Los dos éramos
muy buenos en eso, había pocos acertijos que se nos resistieran.
Solíamos
competir planteándonos retos mutuamente, poniendo a prueba nuestro ingenio, que
era mucho, y ejercitando nuestra imaginación, que no le iba a la zaga.
Estarás
de acuerdo conmigo, apreciado José, en que el resultado global de nuestros
múltiples enfrentamientos criptográficos podría considerarse un empate, o
tablas, si lo prefieres; el ajedrez también nos apasionaba a los dos.
Así
sería, en efecto, si no hubiera sido por aquél dichoso torneo-gimkana-rastreo,
que organizó el Colegio de La Paloma. Corrígeme, si me equivoco, pero creo que
el inolvidable evento tuvo lugar a mediados de abril del año 78, nuestro último
año, con vistas a sacar algo de dinero como ayuda para el Viaje de Estudios.
Los padres de los alumnos debían hacer una aportación monetaria, requisito
necesario para poder participar, aunque me consta que, al final, la rígida
norma se flexibilizó algo ante las malas economías de algunos.
Aún me
parece estar contemplando el enorme cartel pegado en la puerta del colegio,
sobre una portada de “La isla del
Tesoro” de Stevenson.
“LA BÚSQUEDA DEL TESORO”
“Resuelve
los 7 enigmas y encuentra el cofre enterrado”
“Los
3 primeros, recibirán una copa y una medalla”
“Pero,
cofre sólo hay uno, y su botín será para el primero que lo descubra después de
descifrar 7 enigmáticos acertijos”
“Para
poder participar, es condición indispensable acudir vestido de pirata”
“Recordad
que las mejores armas son el INGENIO y la IMAGINACIÓN”
“ÁNIMO,
MIS VALIENTES BUCANEROS, Y…
¡¡¡AL ABORDAJE!!!
Aunque
no lo creas, lo he escrito de memoria. Me quedó grabado a fuego.
Las
pistas estaban repartidas por todo el pueblo de Castropol, incluida la Escuela
Hogar. Por cada acertijo resuelto te daban una foto que tenías que ir a buscar
al Colegio. Creo recordar que había sobres de colores, aunque no estoy muy
seguro. No sé si a ti te suena.
Hubo
una ronda previa de eliminación en la que debíamos resolver 10 acertijos en un
periodo límite de tiempo. Los 7 primeros pasamos a la Gran Final.
Pronto
se vio que sólo había dos posibles ganadores. Tú y yo teníamos muchas más horas
de entrenamiento que cualquiera de nuestros contrincantes. Si se tratara de una
etapa de montaña, se podría decir que nos escapamos en los primeros kilómetros,
subimos y bajamos casi juntos los 6 primeros puertos, y tú venciste,
finalmente, por un centenar de metros, tras demarrar en la cuesta que conducía
a la línea de meta situada en la cumbre del séptimo puerto.
Al
final, tú encontraste el cofre sepultado entre los eucaliptos que coronaban el
islote de El Turullón. Desde luego, era el sitio indicado, deberíamos haberlo
supuesto; aunque, ahora que lo pienso, había que resolver los acertijos, de
todas formas.
Cuando
yo llegué al prado, confiando en ser el primero, te encontré descendiendo a
través de las escarpadas rocas, con el cofre entre las manos.
Nunca,
en los 54 años que tengo volví a sentir tan terrible decepción. Nunca jamás, ni
antes ni después, me supo tan mal una derrota, quizás porque estaba convencido
de conseguir la victoria. Desolado, me dejé caer entre la hierba alta. Allí
escondido, lloré de rabia mientras aporreaba el suelo con desesperación, hasta
despellejarme los puños.
Entonces,
caí en la cuenta de que, si me pillabas dando tan patético espectáculo, sería
doble la humillación recibida. Así que, haciendo de tripas corazón, y nunca
mejor dicho, me levanté, me sequé las lágrimas, me lavé la cara en una fuente
que crecía allí mismo y corrí a tu encuentro. Allí en la playa de Salías, dónde
solíamos acudir a menudo con las maestras, te di la mano y te felicité por tu
brillante actuación. Tú me lo agradeciste entre conmovido y sorprendido.
Te
pedí que abrieras el cofre y tú accediste, comentando que en cierta manera yo
también había ganado.
Estaba
repleto de monedas de oro. Esa fue nuestra primera impresión. Luego descubrimos
que eran monedas de chocolate envueltas en papel dorado que desprendían un olor
delicioso. Hoy, estas golosinas son muy populares y no engañarían a ningún
niño, pero en aquel entonces eran muy raras, de hecho, creo que eran las
primeras que veíamos.
Debajo
de las falsas monedas descubrimos algo más: un voluminoso libro encuadernado en
tapa dura. Se trataba, como no podía ser de otra manera, del clásico “La
isla del tesoro” en versión de comic y con edición de lujo. Creo que, a
pesar de haber tenido muchos libros en nuestras manos, nunca habíamos poseído
uno tan valioso como aquél; por su valor monetario en sí mismo y por el trabajo
que había costado conseguirlo.
Me lo
ofreciste amablemente para que lo hojeara, pero lo rechacé tratando de que no
se me notara demasiado la tremenda pena que me embargaba. Acepté, eso sí, el
puñado de monedas: al fin y al cabo, seguía siendo un niño, y el chocolate era
una de mis debilidades.
Luego,
en el Colegio, nos entregaron las copas y las medallas, y nos felicitaron
efusivamente a los dos, a ti un poco más, claro, porque, ciertamente, ambos
habíamos dado toda una exhibición de ingenio e imaginación.
Pero
eso ya era lo de menos. Yo continuaba rumiando mi derrota, añorando el cofre y
el libro.
Perdona
que me haya extendido tanto en este punto, pero enseguida lo comprenderás si
sigues leyendo.
El
disgusto fue de tal calibre que estuve una semana entera sin hablarte y cuando
lo hice fue para pedir la revancha. Pero el Curso terminó y esa revancha nunca
llegó a celebrarse.
Aunque
te pueda parecer increíble, tardé años en recuperarme del trauma. Durante mucho
tiempo sufrí pesadillas recurrentes en las que estoy a punto de coger el cofre,
llego a rozarlo con los dedos, cuando apareces tú y me lo arrebatas. Solía
despertarme gritando de rabia y algunas veces, casi me avergüenza confesarlo,
sentía las lágrimas calientes resbalando por mis mejillas. Los sueños peores,
no obstante, eran aquellos en que los que yo conseguía el cofre. En esas
ocasiones, cada vez que despertaba volvía a revivir por unos segundos toda la
frustración de aquel día frente al islote de El Turullón. En el fondo, creo que
nunca llegué a superarlo del todo. A día de hoy, aún me pongo mustio y
melancólico siempre que rememoro los detalles del infausto Rastreo.
Bueno,
amigo Villamañe, creo recordar que era así como te conocíamos, ¿no?, tras ese
largo preámbulo y una vez perfilado el escenario con las coordenadas espaciotemporales,
paso a detallarte el verdadero motivo de mi carta, la más larga que he escrito
nunca con mucha diferencia.
Creo
que después de 40 años ya va siendo hora. Las circunstancias vitales en que
ambos nos hallamos me dicen que es el momento más indicado para la propuesta
que me dispongo a hacerte, en unas condiciones que, o muy mal te conozco, o no
te quedará más remedio que aceptar.
Don
José Villamañe López, yo, Juan Oliveras Gallardo, en pleno uso de mis
facultades mentales, me dirijo a usted, formalmente, para rogarle
encarecidamente que, en honor a nuestra vieja amistad, por los años pasados
juntos en nuestra dichosa niñez, y, sobre todo, por las aventuras vividas, las
reales y las virtuales, que fueron algunas más…tenga usted a bien concederme…
¡¡¡¡¡¡¡
LA GRAN REVANCHA!!!!!!!
Fíjate
si confío en que aceptes que ya lo tengo todo preparado. Sólo será un día,
puede ser el mejor de tu vida, o no, eso depende de ti. En cualquier caso, no
creo que hayas perdido tu afición a resolver enigmas ni tu espíritu infantil
para seguir disfrutando del juego con tu instinto de ganador nato.
Como
te decía, ya está todo organizado. Me he tomado la libertad de prepararte una
Búsqueda del Tesoro para comprobar si siguen funcionando tus células grises,
que diría el bueno de Poirot.
Amigo
Villamañe: te propongo un reto, quizás el más grande al que te hayas enfrentado
nunca: por lo que significa y por lo que está en juego.
¿Te
gusta apostar? Supongo que sí. A mí me apasiona. Sé que nuestras posibilidades
económicas son muy dispares. Me consta que tú no vives mal, tu situación
económica supongo que será desahogada, en cualquier caso, todo lo desahogada
que puede ser con tu aceptable sueldo de maestro y los ahorros que, a buen
seguro, has atesorado. Yo, por mi parte, tengo el grato placer de comunicarte
que soy multimillonario. No lo veas como una confesión chulesca o prepotente,
se trata de una realidad objetiva. Siempre tuve buen ojo para los negocios y
realicé, en cada momento, las inversiones más ventajosas. Ya lo ves, ironías
del destino, al final he conseguido amasar una cuantiosa fortuna, se puede
decir que puedo llenar varios cofres con monedas de oro, auténticas, no de
chocolate; pero, aún así, sigo echando de menos el tesoro que perdí por tu
culpa.
Así
pues, está claro, que no podemos apostar en igualdad de condiciones.
Yo
apuesto 7 lingotes de oro con un precio aproximado de unos 250.000 euros y tú apuestas el cofre con el libro.
Porque
imagino que lo conservarás. Claro que sí; ya te dije, que te conozco demasiado.
No puedes haber cambiado tanto.
El
reto es el siguiente: tienes que resolver un total de 7 enigmas y encontrar 7 fotos
que yo he escondido en el perímetro urbano del pueblo de Castropol y los
alrededores cercanos.
Para
ello tienes 777 minutos de plazo.
Hoy es miércoles. Si aceptas, la prueba dará comienzo el próximo sábado a las 9
de la mañana y se dará por concluida ese mismo día a las 9.57. Esa es, pues, la
hora límite, ni un segundo más, para localizar el escondrijo de los 7 lingotes. En caso contrario, me
entregarás el cofre y el libro. En total, dispones de 13 horas, menos 3
minutos. Exactamente 111 minutos por cada acertijo. Creo que, para una mente
privilegiada como la tuya es un tiempo más que razonable.
A
medida que vayas resolviendo los acertijos, si es que lo consigues, claro, te
irás encontrando, alternativamente, con sobres rojos que contendrán nuevas
adivinanzas, y sobres verdes albergando una foto.
El
desafío, la Gran Búsqueda del Tesoro,
comenzará en el patio de la Escuela Hogar en el día y la hora indicadas.
Por
cierto, aprovecho para comentarte que ahora soy el dueño del palacio de
Valledor, bueno, de la mayor parte. Imagino que ya habrás oído hablar de su
compra por parte de la Asociación Paisajes de Asturias; pues bien, yo soy socio
fundador y, además, mayoritario. ¿Quién nos lo iba a decir, eh, amigo
Villamañe? Hay que ver la de vueltas que da la vida. Ya se han hecho
importantes reformas. El sábado podrás
verlo con tus propios ojos.
Seguramente
te estarás preguntando como te localicé. La verdad es que resultó bastante
fácil. A raíz de la compra del inmueble me asaltó un furibundo ataque de
nostalgia, o quizás decidí comprarlo precisamente por los buenos recuerdos que
me traía. Lo cierto es que investigando en Google me topé con un relato escrito
por un tal José Villamañe titulado “Regreso
al Pasado”. Lo devoré con creciente emoción. Yo también regresé al pasado.
Me gustó el toque de misterio y terror sutil, con los fantasmas de los niños y
todo lo demás. Hay que reconocer que no se te da nada mal eso de escribir: mis
felicitaciones, amigo José. Eso sí, nunca te perdonaré que no comentaras nada
del célebre Rastreo, me parecía increíble que lo hubieras olvidado. Creo que
esa fue la chispa que prendió la mecha de mi plan. Para tu próxima novela no te
quedará más remedio que comentarlo.
Y ya
voy terminando, camarada Villamañe, a riesgo de agotar tu paciencia. Te pido
disculpas por mi tendencia a enrollarme, a veces me voy un poco por las ramas,
pero que creo que la ocasión bien lo merece, ¿no crees?
De
momento, no vamos a encontrarnos. Ya llevo un mes por aquí y debo regresar
urgentemente por cuestión de negocios. De todas formas, pienso que es mejor
así: prefiero recordarte tal como eras entonces y que tú tengas la misma imagen
de mí, así el reto es más puro y auténtico. Ambos regresaremos de nuevo al pasado
y esta vez no podrás ignorarme, je,je…
Ahí te
estará esperando mi secretario y abogado con las instrucciones oportunas. Te
adjunto su número: si aceptas el desafío, mándale un mensaje hoy mismo.
Seguramente,
te estarás preguntando como puedes saber tú que no estoy engañando, que yo soy
realmente quién digo ser. No te preocupes, he pensado también en eso: junto con
la llave de la Escuela Hogar, Abel Torres, mi secretario, te entregará varios
objetos que, espero, te despejen cualquier duda sobre la identidad de tu
retador.
Asimismo,
te entregará un papel redactado ante notario dónde se recogen las condiciones
de la apuesta. Se trata, por decirlo así, de una especie de contrato en el que
ambos nos comprometemos a cumplir lo pactado y entregar nuestro tesoro
particular en caso de ser derrotados. No es que no me fie de ti, todo lo
contrario; mas bien lo hago para que tú no desconfíes de mí, lo cual sería
perfectamente razonable.
Y sí, aun
así, mantienes algún resquicio de duda, el abogado Torres te hará entrega de un
pequeño cofre conteniendo 7 pequeños lingotes de 100 gr. cada uno, con un valor
total de unos 25.200 euros, exactamente la décima parte del valor total del
tesoro.
Según
vayas encontrando los sobres rojos y verdes, no te olvides de hacerles una foto
y mandárselas al móvil de Torres para que me las haga llegar. Ya que no estoy
ahí, al menos quiero seguir paso a paso tus progresos.
Ah,
muy importante: no te olvides de traer el cofre y el libro, para que Torres les
haga una foto y me la envíe.
Resumiendo,
amigo Villamañe:
7 Enigmas, 7 Fotos, 7 Lingotes de oro, 777 minutos
para encontrarlos…
EL INGENIO Y LA IMAGINACIÓN AL PODER
MUCHO ÁNIMO, MUCHA SUERTE (la vas a necesitar,
me temo)
Y ¡¡¡¡¡¡¡AL ABORDAJE, BUCANERO ¡¡¡¡¡¡¡
José
Villamañe tardó poco en decidirse. Qué demonios, tampoco tenía tanto que perder
y sí mucho que ganar. Por supuesto que conservaba el cofre y el libro de
Stevenson, seguían siendo uno de sus bienes más preciados, en eso tampoco se
había equivocado Oliveras.
Así
que, el sábado muy temprano se subió al Peugeot 2008 dorado, un color que había
resultado una bonita premonición, pertrechado con su tesoro infantil, rumbo a
la aventura.
CAP. II: PRIMER ENIGMA
Puntual
como un reloj, a las 18.45, el abogado Torres apareció en el extremo de la
callejuela Amor, a la altura de la vieja zapatería, y se aproximó a grandes
zancadas. Se trataba de un tipo más o menos de su edad, ligeramente más alto, con
una buena mata de pelo rizado del color de la ceniza enmarcando un rostro
bronceado de acusados rasgos. Vestía con un estilo informal, vaqueros y
americana sin corbata, pero con ropa cara y de excelente corte. Saludó efusiva y jovialmente a Villamañe con
una sonrisa franca y radiante, felicitándolo calurosamente por haber aceptado
el reto. Eso fue suficiente, fue el broche que faltaba, para que el maestro
jubilado olvidara cualquier reticencia y tuviera la íntima y rotunda certeza de
que el asunto iba realmente en serio. Había tomado la decisión correcta,
posiblemente una de las más acertadas de su vida.
A
continuación, penetraron en el interior del palacio y accedieron al despacho
situado al lado de la capilla. Allí, según pudo comprobar un Villamañe, gratamente
sorprendido, también se apreciaban reformas que hacían la estancia mucho más
acogedora.
Habían
puesto nuevos sofás y una mesa de despacho con ordenador. Le encantó que
hubieran conservado el viejo armario estantería que ocupaba toda la pared izquierda.
El vetusto y entrañable mueble había sido restaurado con indudable acierto.
Además,
habían cambiado las dos puertas de acceso a la capilla adyacente, así como los
marcos y contras del balcón que permitía asomarse a la Huerta.
Eso
fue, precisamente, lo que hizo Villamañe después de mostrar su aprobación con
un par de comentarios apreciativos. El abogado Torres estuvo de acuerdo y
aprovechó para alabar el buen gusto de su jefe.
La
Huerta se veía, también, limpia y cuidada, nada que ver con la alborotada jungla
de silvas que el maestro encontrara varios años atrás. Incluso, el nogal
parecía rejuvenecido, ocultas sus ramas centenarias por un espeso follaje veraniego.
En el extremo opuesto, a la sombra del gran pino piñonero de la finca
colindante, se levantaba una caseta de obra, y a su vera se divisaban tejas
apiladas, así como ladrillos y varios sacos de cemento cubiertos con un
plástico.
Villamañe
preguntó sobre el particular y Torres le respondió que habían terminado las
obras del tejado la semana pasada, y que las reanudarían a mediados del próximo
mes de julio hasta completar la remodelación del palacio en un plazo aproximado
de medio año.
Villamañe
celebró con un gesto elocuente el halagüeño futuro del histórico caserón,
mientras Torres procedía a abrir el voluminoso maletín que había depositado
sobre la mesa para entregarle todo lo que Oliveras le prometiera en su extensa
carta.
El
multimillonario uruguayo había cumplido fielmente su palabra.
Villamañe
no pudo reprimir una sonrisa de enorme satisfacción, así como una exclamación
de divertido asombro al contemplar los 4 objetos que Oliveras le había enviado
como prueba inequívoca de su identidad. Se trataba de la medalla y la copa que
aquel había ganado en el famoso Rastreo, un libro de sexto curso de Sociales,
firmado por su jovencísimo propietario en la lejana fecha de 1975, y una
libreta de Lenguaje correspondiente a octavo de EGB.
Aparte,
en un maletín más pequeño, fabricado en piel de lujo, venían los 7 mini
lingotes, cada uno en su estuche carmesí forrado de terciopelo. Villamañe no
pudo resistir la tentación de tomar uno en sus manos, admirando el peso y la
belleza del noble metal. Nunca había visto ninguno de verdad, y ahora ya poseía
7 nada menos, aunque fueran pequeñitos. Cada vez se alegraba más de haber
aceptado el desafío de Oliveras.
A
las 8.55 el abogado Torres se marchó
no sin antes rogarle que lo llamara para cualquier cosa, sin importarle la hora
del día o la noche. Con un guiño de complicidad le aseguró que su jefe no
regateaba en gastos, y a él le gustaba ganarse el generoso sueldo percibido.
Previamente, ya le había trasmitido las últimas instrucciones de Oliveras
referentes a la obligación ineludible por parte de Villamañe de llevar a cabo
la Búsqueda del Tesoro con la mayor discreción posible, en ningún caso podía
comunicárselo a nadie, ni del pueblo de Castropol ni de otro lugar, y, ni que
decir tiene, que no podía recibir ayuda de nadie, porque eso implicaría la
finalización automática del juego. Ante el gesto levemente ofendido del
maestro, Torres se apresuró a añadir que su jefe en ningún caso dudaba de su
buena fe, ya le había hablado de sus aventuras infantiles, haciendo especial
hincapié en la grandes virtudes que los distinguían a ambos: ingenio,
imaginación, afán competitivo y, por encima de todo, una inquebrantable mentalidad
deportiva que juntamente con un orgullo y amor propio a prueba de bombas hacía
de los dos, Oliveras y Villamañe, dos abanderados del espíritu olímpico
absolutamente incapaces de hacer la
menor trampa.
Villamañe
no pudo menos de reírse ante el apabullante discurso de Torres, y lo
tranquilizó asegurándole que le había quedado perfectamente claro. La verdad es
que ya tenía ganas de terminar de una vez con los preámbulos y comenzar la
competición. Sentía una intensa emoción a flor de piel y el agradable
cosquilleo interior que no había vuelto a experimentar desde aquellos lejanos
días de finales de los 70.
Como
todo buen abogado que se precie, Torres remató el asunto exhibiendo los papeles
del contrato que Oliveras le mencionara. Villamañe los leyó a toda velocidad,
constatando que estaba redactado en los términos exactos que su ex colega
millonario le revelara, utilizando el estilo de redacción preciso pero un tanto
barroco que Oliveras esgrimiera en su carta. Se vio obligado a reconocer que El
Uruguayo parecía atesorar una amplia cultura junto con un nada desdeñable
talento literario.
Así
que, tomando la Parker que le ofreció Torres, estampó su firma al pie del
valioso documento, después de hacer constar a requerimiento del abogado su
nombre y apellidos, así como el número de su NIF. Torres hizo una fotocopia de
éste que grapó al documento, del cual le entregó una copia a Villamañe.
El
abogado fotografió el cofre y el libro de Villamañe, procediendo tal y como le
había explicado Oliveras en la carta.
J.V.
no pudo por menos que sentirse impresionado por la impecable capacidad
organizadora de Oliveras. El Uruguayo había cuidado hasta el más mínimo
detalle. Desde luego, no se llega a multimillonario, así como así, el hombre
sabía hacer bien las cosas.
Entonces,
Villamañe cayó en la cuenta de que el abogado no le había entregado el primer
sobre rojo que daba inicio al juego. Creía que eso era lo que le había dicho
Oliveras, pero, a lo mejor había entendido mal.
Interpelado
al respecto, el abogado se palmeó la frente esbozando una mueca de cómica
consternación. Después de proclamar elevando los brazos al cielo que ya sabía
que se le olvidaba algo, y menudo olvido, pardiez, informó cumplidamente sobre el
particular.
Oliveras
le había dicho que la prueba comenzaba en el patio. Esa será la Casilla de Salida,
fueron sus palabras literales, remarcó Torres, y que Villamañe ya sabría donde
buscar el sobre, y si no sabía, pues peor para él, pues mal comienzo sería.
Y
con las mismas se despidió con un fuerte apretón de manos tras desearle a
Villamañe toda la suerte del mundo.
El
maestro jubilado salió al patio y respiró hondo. El sol calentaba con fuerza.
Soplaba un ligero viento procedente del oeste. Los gorriones cantaban en el
alero del tejado. Las chicharras los secundaban desde la finca colindante al
lado de las escuelas viejas. Villamañe se sentó en los escalones de la entrada,
experimentando una acusada e inquietante sensación de “deja vu”. De repente,
pareció retroceder 7 años en el
tiempo para retornar al instante inolvidable en que contemplara en la ventana
del medio la fantasmal imagen de los huérfanos.
Unos
días más tarde, había revisado la grabación y no encontró ni rastro de la
perturbadora visión. En el centenar largo de fotos obtenidas con la cámara Sony
HD tampoco había descubierto ninguna presencia sobrenatural ni nada por el
estilo. Esto terminó por convencerlo de que se había tratado de una
alucinación, causada sin duda por el torrente de emociones que lo había
arrastrado aquella jornada.
Villamañe
consultó su Casio y respingó sobresaltado.
Las 9:05.
El
maestro masculló en voz baja. Tenía que olvidarse del pasado de una vez y
centrarse en el presente, si quería encontrar el tesoro a tiempo.
Bueno,
veamos, se dijo, debo encontrar un sobre rojo. Echó un rápido vistazo
alrededor. ¿Cuál es el lugar más lógico para depositar un sobre? El buzón del
correo, por supuesto. Se situó al pie de las escaleras y con gesto triunfante
señaló la puerta verde. Era la entrada reservada a las maestras y también a los
padres cuando venían de visita. En mitad de la hoja diestra se abría una
abertura con la leyenda Correos en
letras doradas.
J.V.
ascendió en dos zancadas los robustos escalones y se abalanzó sobre el
doméstico buzón. Allí estaba, en efecto: un sobre de tamaño mediano, color
sangre, con 6 signos ¿¿¿ dibujados
en la cara dónde debería figurar la dirección.
ROJO—1A—¿¿¿???
A
Villamañe le resultaron familiares los signos de interrogación, relacionándolos
casi al instante con los que aparecían en las tarjetas usadas por los 3
Investigadores, la famosa serie de misterio juvenil presentada por el mago del
suspense.
Abrió
el sobre con la emoción contenida. Hasta los gorriones parecieron callarse por
un momento, y aguardar expectantes.
“
Enhorabuena, amigo Villamañe. Si estás leyendo esto, es que has aceptado el
desafío. Seguro que te vas a divertir. Te aseguro que yo lo he pasado pipa
organizándolo. He rejuvenecido 40 años de golpe. Seguro que a ti te ocurre lo
mismo. No te descuides porque “el
tiempo es oro”. Ahí va el primer acertijo. Suerte, bucanero.
“7 lingotes de oro, ese es el tesoro.
252.000 euros es su valor, a día de hoy, en el mercado. ¿Dónde guardarías tanto
dinero? Yo, desde luego, en un Banco cercano. “
Un
banco cercano, un banco cercano. Veamos, se dijo J.V., si fuera un lego en la
materia pensaría en la oficina de Cajastur, la única entidad bancaria de
Castropol en la actualidad, o quizás en el antiguo Banco Herrero que se ubicaba
en la plaza al comienzo de La Mirandilla. Sí, todo eso pensaría, si nunca se
hubiera enfrentado con un acertijo; pero, como experto que es, piensa en otro
tipo de banco. Ah, Oliveras, viejo zorro, esa B induce al engaño, pero a otro
perro con ese hueso.
Con
una sonrisa irónica, Villamañe miró, alternativamente, los dos bancos de hierro
forjado y pintados de verde situados a ambos lados del patio, y que también
habían sido restaurados.
Bien,
¿Cuál de ellos?
Un
banco cercano. Podría ser éste. Señaló a su izquierda el situado bajo la
ventana que daba al antiguo despacho de Matilde y, a través de la cual, hace 40
años, les llegada el sonido espaciado de las teclas que aquella iba pulsando.
Pero, en ese caso, hubiera sido más lógico decir el banco más cercano, para
distinguirlo de su compañero;
Sin
duda, ha de ser aquél, entonces.
Villamañe
se acercó al segundo banco y lo estudió desde todos los ángulos, lo separó de
la pared, se echó al suelo y miró debajo. Nada. Golpeó el respaldo. Sonaba a
macizo. Golpeó un pie. Bingo. El sonido a hueco reverberó en sus oídos como la
más dulce melodía celestial.
Sin
pérdida de tiempo, tumbó el banco. El ruido que hizo al caer espantó unos
cuantos gorriones que se habían aventurado hasta la puerta de entrada, al lado
de las calas, con gran disgusto del gato negro que se había acercado
sigilosamente dispuesto a tomarse un saludable desayuno. Menudo aguafiestas,
debió pensar el minino.
Localizó
el sobre, enrollado como un canuto, embutido dentro del hueco de la pata. Lo
extrajo con diestro cuidado usando un trozo de alambre que, ¿casualmente?,
localizó junto a la base de la pilastra más próxima, reposando en el escalón en
dirección a la huerta.
Otro
sobre rojo.
ROJO — 1B — ¿¿¿???
En
ese momento recordó algo. Raudo fotografió los dos sobres y envió las imágenes
al móvil de Torres. Esbozó una sonrisa maliciosa pensando en que Oliveras, al
no haber recibido aún nada, se estaría frotando las manos, imaginando que
todavía no había sido capaz de encontrar el primer sobre.
Abrió
el sobre.
Enigma número 1
“En este banco se sentaron las hijas del
Rey”
Pues
que bien, estarían muy cómodas, fue lo primero que pensó J.V.
¿Leonor
y Sofía aquí…? Imposible, eso es trampa, Oliveras, no tiene sentido. En los
acertijos está permitido que aparezcan frases con doble o triple sentido, pero
no mentiras evidentes. A menos que…
Villamañe
se palmeó la frente y masculló entre dientes una sonora palabrota. Claro…eso
era…le habían fallado los reflejos y había perdido unos segundos preciosos…la
edad no perdona…
¡El
acertijo se refería al rey Juan Carlos, no a Felipe! Debería haberlo visto
enseguida.
En
efecto, las infantas Elena y Cristina, entonces unas quinceañeras, estuvieron
de visita por la zona occidental de Asturias en el año 1985 y pernoctaron en el
palacio junto con sus compañeros de un colegio de Madrid.
El
rey Juan Carlos…Qué tenemos por aquí de su majestad…Ah, ya sé…la foto oficial,
junto con la reina… ¿Dónde demonios estaba? En la sala de la TV…Volvió a salir
disparado, ascendió la escalera en tres zancadas y cruzó el vestíbulo y el
pasillo para acceder a la reducida estancia. Se encontró con unas cuantas mesas
y, sobre ellas, partituras y un par de instrumentos musicales. Le alegró saber
que la banda de gaitas seguía ensayando allí. Bien por Oliveras.
El
cuadro de Juan Carlos y Sofía se encontraba dónde había supuesto: colgado en la
pared encima del aparato de TV que, otro detalle que le gustó, había retornado
al sitio que ocupara durante unos cuantos años. Oliveras tenía buena memoria.
No
creía que el primer sobre verde estuviera allí, eso sería demasiado fácil,
propio de un acertijo de Tercera División. El Uruguayo jugaba en Primera; no
sólo eso: acostumbraba, además, como él, a disputar la Copa de Europa. Pero, bien
pudiera suceder que el retrato de los monarcas guardara alguna pista sobre el
verdadero escondrijo.
Acercó
una mesa a la pared y descolgó el cuadro. Lo revisó cuidadosamente. Ninguna
leyenda, ningún papel, nada de nada.
Volvió
a colocarlo en su lugar. ¿Alguna imagen más del Rey por algún sitio…? Hizo
memoria, concentrándose intensamente, mientras contemplaba el antiguo lavadero
y la torre con el palomar adyacente a través del ventanal. Pues, claro… ¿Cómo
no lo pensó antes?
Amagó
con echar a correr, pero luego lo pensó mejor. Debía tomárselo con más calma. “Vísteme despacio que tengo prisa”. No
fuera que por apresurarse se fastidiara un pie o algo peor. Y además que ya
tenía una edad, ya no estaba para cometer excesos físicos. Así que, después de
respirar hondo, Villamañe cruzó a buen paso el recibidor y recorrió el largo
pasillo que rodeaba el patio, penetrando, finalmente, en la sala de estudios.
La
última vez que había estado allí, se había topado con un revoltijo de mesas y
un montón de trastos sobre ellas y en el suelo. Ahora, en cambio, habían
despejado la parte central agrupando las mesas en ambos laterales, tal y como
estaban dispuestas cuando los internos las usaron hasta 3 décadas atrás. Además,
también había sido reparada la baranda del balcón y sustituidas las
desvencijadas contraventanas.
Esto
lo captó Villamañe al primer vistazo, aunque su atención se dirigió a la pared
de la izquierda. Allí estaban, justo dónde él siempre los recordaba, aunque
hubiera jurado que en sus últimas visitas los había echado en falta.
Dos
históricos discursos enmarcados: el de Franco, de despedida; el del rey Juan
Carlos, de bienvenida. Este era bastante más extenso que aquél, con la letra
más pequeña y los renglones más apretados. Memorizarlo, todo o parte, era uno
de los castigos predilectos que solían imponerles las maestras hacia finales
del 75.
Villamañe
trepó sobre las mesas y, apoyándose en la repisa de la pizarra, en precario
equilibrio, consiguió descolgar el cuadro.
Nueva
inspección atenta y resultados igual de desalentadores.
Mientras
contemplaba la huerta, apoyando en la rejuvenecida barandilla de hierro,
Villamañe reflexionaba intensamente.
“En este banco se sentaron las hijas del
Rey”
Pronto
llegó a la convicción de que había seguido una estrategia completamente errada,
más propia de un novato en estas lides que del curtido veterano que se supone
era.
Le
había seguido el juego a Oliveras y éste lo había engañado como un chino. Claro
que no estaban allí los cuadros, ahora estaba seguro. El taimado Uruguayo los
había colocado a posta.
A
partir de ahora, se dijo Villamañe, tengo que ponerme en su cabeza para ir un
paso por delante, si no lo llevo claro.
Salió
del estudio, volvió al patio y se sentó en el banco. Allí, siguiendo los
consejos de su admirado Poirot, puso a funcionar sus pequeñas células grises.
En
este banco…en este banco…recordó la adivinanza…están sentados el padre y el
hijo. El padre se llama Juan y el hijo…
Esteban…eso
era, sin duda…Esteban Rey…un nombre muy literario, y, si lo ponemos en inglés,
más literario es:
Stephend King…
…uno
de sus autores favoritos, sino el que más junto con la gran Aghata; y también
el de Oliveras, por lo visto. Parecía que el tiempo no había pasado: seguían
teniendo los mismos gustos literarios.
Una
vez hallada la palabra clave, lo demás fue coser y cantar. Cómo todo el mundo
sabe, el personaje más famoso del rey del terror es el payaso Penywisse,
protagonista de It, muy de moda,
últimamente, por la película que, a su juicio, no le hacía justicia al libro.
En
el palacio hay unos cuantos cuadros de payasos, parece que doña Matilde sentía
predilección por ellos, pero todos tienen aspecto de payasos buenos, todos
parecen auténticos payasos incapaces de matar una mosca.
Justo
cuando se disponía a descolgar el primer payaso sonriente situado entre las
puertas del estudio y el despacho, Villamañe vio la luz, o eso creyó al menos.
Había
un payaso distinto a los demás. Y ese payaso sí que tenía algo en común con el
asesino de niños.
Olvidando
las precauciones de hace un momento, recorrió a la carrera el pasillo, cruzó el
primer comedor, sala de ensayo de la banda de gaitas, y llegó al segundo. Allí
también habían colocado algunas mesas con sus respectivas sillas, imitando la
distribución original: mesas de seis comensales con vajilla Duralex y robustas
jarras para el agua y el chocolate.
En
el centro de la pared del fondo veíase el cuadro, confeccionado a base de
retales de vivos colores, de un alegre payaso sosteniendo un manojo de globos.
Algo que también solían hacer los payasos. Penywisse los usaba como cebo para
atraer a sus pequeñas presas.
Allí,
en la parte de atrás, dentro de una funda de plástico sujeta a la madera con
cinta aislante, encontró Villamañe el primer sobre verde con 6 signos de
admiración, 3 en cada cara.
VERDE—1—¡¡¡!!!
Dentro
encontró una foto de gran calidad con un tamaño de medio folio. Representaba la
imagen de una vieja y sinuosa carretera que discurría por encima de un
riachuelo entre un puñado de corpulentos eucaliptos.
Villamañe
reconoció el lugar al instante. El puente de El Esquilo.
Metió
los dos sobres rojos en una carpeta y guardó ésta en un cajón de la mesa del
despacho, su Centro de Operaciones. El verde, conteniendo la foto, se lo guardó
en el bolsillo. Al final debería entregarlos todos, rojos y verdes, juntamente
con las fotos. Oliveras, más conocido como el “El Gran Previsor” también había
sido muy claro en este punto.
Consultó
su cronómetro.
Eran
las 10.35. Noventa y cinco minutos.
Eso era lo que había tardado en resolver el primer Enigma. Tenía un saldo
positivo de 21 minutos. La cosa no empezaba mal, pero no podía confiarse: la
ley no escrita sobre los Rastreos decía que lo mejor era comenzar con pistas
fáciles y luego ir aumentando la dificultad.
A
continuación, se subió al Peugeot 2008 aparcado a la puerta del Palacio y
arrancó, rumbo a su primer destino, no sin antes cerrar con llave el remozado
portalón verde.
Villamañe
condujo a la máxima velocidad permitida, tampoco era cuestión de empezar a
descontar del premio antes de ganarlo. Hacía una mañana de sol radiante. La
pantalla del GPS indicaba 20 grados a la sombra. Seguía soplando un cálido
viento del oeste, que mecía con suavidad las pesadas ramas floridas de los
eucaliptos. Una banda de nubes grises comenzaba a asomar hacia la Sierra de la
Bobia. La ría se encontraba en calma apenas rota por pequeñas crestas de espuma
aquí y allá. Hacía un día ideal para llevar a cabo una Búsqueda del Tesoro en
las mejores condiciones. Villamañe se dijo que había tenido suerte en ese
aspecto. Luego, mientras comenzaba a ascender la última cuesta a la altura del
islote de El Turullón, se le ocurrió que, a lo mejor, la bonancible jornada no
tenía nada que ver con la fortuna venturosa y sí con la cuidadosa planificación
ideada por la mente privilegiada de Oliveras. Seguro que el millonario de
juvenil espíritu había consultado la previsión del tiempo a fin de garantizar
el éxito de su ambiciosa empresa.
En
pocos minutos se encontró en el paraje que aparecía en la foto. Volvió a mirar
esta, constatando que se había hecho en fecha reciente. No había sitio en los
márgenes para estacionar, así que dejó en Peugeot en medio de la calzada justo
antes de comenzar a cruzar el pequeño puente-viaducto. Se trataba de una vía
casi muerta, por dónde circulaba el escaso tráfico 4 décadas atrás. Aparte el
natural deterioro del firme, y lo mucho que habían crecido algunos árboles,
todo estaba prácticamente igual que entonces. Villamañe tuvo la acusada
sensación de retroceder en el tiempo. Oliveras tenía buen ojo para elegir los
escenarios más adecuados. Allí seguían las señales que indicaban la distancia a
los pueblos más cercanos: Tol y Las Campas, justo al inicio de una pronunciada
curva; y también la que anunciaba el lugar en que se hallaba, El Esquilo,
plantada al pie de un fornido castaño. Las placas oxidadas, los números pálidos
y las letras desvaídas trasmitían una extraña sensación de desdoble temporal.
Por
allí también venían a pasear de vez en cuando los colegiales de la Escuela
Hogar, llegando, en ocasiones, hasta el cercano pueblo de Barres. El río que
corría bajo el puente desembocaba en la ría un centenar de metros más abajo. En
la pequeña cala que allí se abría tenían su taller los Pachos, carpinteros de
ribera, que construían barcas de madera.
Al
contemplar la vieja carretera entre los robustos eucaliptos, se vio a sí mismo,
42 años más joven, o por ahí, junto con dos o tres compañeros, no recordaba
exactamente quienes, atravesando aquellos boscosos parajes cuando la noche ya
había caído, guiados por el noble afán de recaudar dinero para el Domund…
…Villamañe
estudió el pintoresco enclave, preguntándose dónde habría escondido Oliveras el
tercer sobre rojo. Tras sopesar y descartar otras posibles ubicaciones, le
pareció que el lugar más lógico serían las señales indicadoras. Si allí había
algo que oliera a pasado, algún vestigio tangible de aquella época, sin duda,
eran éstas.
Pero,
cuál de ellas…Por fuerza, tendría que ser aquella cuya leyenda tuviera alguna
relación con la dinámica o la estructura del Rastreo. LAS CAMPAS…el nombre
tenía 6 letras…TOL…3 letras. Será EL ESQUILO, entonces: tiene la longitud adecuada,
7 letras, un dato que parece
definitivo si consideramos las veces que ha aparecido ya en esta aventura.
Encontró
el sobre rojo enterrado al pie de la señal, dentro de una bolsa de plástico
grueso, bajo una losa disimulada con hojas.
ROJO—2—¿¿¿???
Miró
el reloj.
HORA: 10:47…Transcurrido: 107…Restante:
670…SALDO: +4
No
era un mal comienzo, pero tampoco para tirar cohetes. Necesitaba ir ganado
tiempo, engrosando el saldo positivo, para cuando llegara el tiempo de las
vacas flacas.
CAPÍTULO III : EL SEGUNDO ENIGMA
Fotografió
el sobre verde, con la foto asomando, y el sobre rojo, y se los envió a
Oliveras. Otra vez le repetía la jugada, haciéndole creer que había avanzado
menos, pero le debía una por haberle mareado con los cuadros reales. A partir
de ahora, procuraría enviar sus hallazgos en tiempo real, no fuera a
fastidiarlo todo por una tontería así.
Abrió el sobre.
Enigma
número 2
“La memoria tiende puentes sobre los
abismos del tiempo”
“A veces, el pasado, disfrazado de Ave
Fénix, sobrevive entre las cenizas”
Jolín,
menudas frasecitas. Oliveras se nos ha puesto poético. J.V. admitió que era una
buena expresión: profunda y certera. Decía mucho con pocas palabras. Y, además,
enlazaba muy bien con todo lo que sugería y significaba aquel viejo tramo de
carretera fuera de servicio, y encajaba como un traje hecho a medida con el
suceso del pasado que había desencadenado aquella aventura y con todas las
referencias al ayer que iban apareciendo a lo largo de la misma.
Comprendía,
en líneas generales, el significado de la primera; la segunda, le parecía más
enigmática, valga la redundancia.
Regresó
a Castropol y decidió ir al bar Antón
a tomar un café para despejarse y, ya de paso, aprovechar para hacer algunas
pesquisas.
Paco,
el barman, lo saludó efusivamente con su acostumbrado chorro de voz, el mismo
que le permitía lucirse en el grupo coral “Aires
de Castropol”, celebrando volver a verlo por allí después de su larga ausencia.
Después
de responderle en parecidos términos, asegurándole que él también había echado
de menos todo aquello, y tras una agradable charla sobre lugares comunes en la
cual la penosa campaña del Real Madrid ocupó un lugar prominente, Villamañe fue
preparando el terreno para formular la pregunta que tenía en mente.
Necesitaba
averiguar quiénes eran los vecinos más viejos del pueblo, aquellos que, aún
sanos de mente, atesoraban un mayor volumen de recuerdos. Almacenes de memoria,
era la expresión que se le había ocurrido justo cuando, unos minutos antes,
ascendía la calle Vior; necesitaba encontrar el mayor almacén de memoria del
pueblo de Castropol.
Diez
minutos después, no había tiempo que perder, se encontraba delante de una
pintoresca casita con pinta de antigua, con las ventanas y la puerta pintadas
de un llamativo color verde. A Villamañe le recordó la Escuela Hogar, lo cual
le pareció un buen presagio. Incluso la escalera de la entrada, con su robusta
baranda labrada, le resultó familiar. Allí vivía Manuel Barrios, más conocido
como “Polizón”. El marinero apodo le venía de una aventura que protagonizó en su
juventud. Con 15 años recién cumplidos se embarcó de incógnito en un barco
pesquero. Fue descubierto en altamar, y, tras la bronca inicial, incorporado a
la plantilla del barco. Hoy en día, a sus 97 años, no perdona el habitual paseo
diario que incluye ascender la calle del Campo hasta la entrada al parque,
descender por Vijande, recorrer el túnel bajo las acacias, y regresar,
finalmente, a través de la calle Acevedo. Paco le garantizó, además, que sus
facultades mentales no le iban a la zaga a las físicas. Pedro, el lotero,
estuvo de acuerdo, refiriéndose a él como un libro abierto. El barman abundó en
el tema hablando de una auténtica enciclopedia andante.
Villamañe
había encontrado su almacén de memoria, el hombre con la capacidad suficiente para
construir sobre los abismos del olvido puentes del tamaño del de Los Santos o,
incluso, el Golden Gate.
Descartó
entrevistarse con él. No creía que Oliveras lo hubiera hecho tampoco. Sería
demasiado riesgo para el secretismo que pretendía mantener.
Tampoco
creía que el Uruguayo hubiera escondido allí el sobre verde. Sería demasiado
sencillo para una mente tan retorcida como la suya. Pero sí pensaba que podría
encontrar alguna pista, alguna señal que lo guiara en la dirección correcta.
La
casita se levantaba a la vera de la gran explanada que se extendía por detrás
del Casino. Era curioso, pero nunca había estado allí en sus múltiples visitas
a Castropol. El descampado era mucho más vasto de lo que parecía visto desde el
parque. Aguardaba paciente la próxima construcción de apartamentos, tal como
rezaba el cartel sujeto a una estaca, desde hacía una década más o menos.
Tras
una atenta inspección ocular, Villamañe desistió. Allí no había nada o, en todo
caso, él no era capaz de verlo. Había perdido un tiempo precioso, pero, bueno,
había que intentarlo; eso era el juego: ensayo y error.
De
todas formas, nunca había visto demasiado claro el asunto. La bien nutrida memoria
de “Polizón” parecía cuadrar bien con
la primera parte del enigma, pero costaba encajarla en el posible significado
de la segunda frase. Esas cenizas lo tenían bastante mosca. Si la casita
hubiera ardido con su inquilino dentro y éste se hubiera salvado, el enigma
estaría resuelto. Por un momento, contempló la vetusta construcción
imaginándola consumida por voraces llamas. Después meneó la cabeza, sintiéndose
vagamente culpable, y miró hacia el parque.
En
el cielo habían aparecido unas cuantas nubes que se perseguían, juguetonas, en
dirección a Ribadeo. El viento arreciaba por momentos retorciendo las pobladas
ramas de las acacias. Sobre ellas, como perenne guardián o centinela,
descollaba el ángel con su barca de juguete coronando el monumento a Villamil.
Otro símbolo del pasado, testigo de un tiempo difícil y violento, cuando la
historia se escribía a golpe de fuego y sangre.
En
Castropol había un buen puñado de edificios y monumentos, el palacio de
Valledor como flamante abanderado, que oficiaban como eficaces trasmisores de
una época, más o menos lejana, evitando que el abismo del olvido se la tragara
para siempre.
Estos
también eran almacenes de memoria. Lástima que no pudieran hablar.
Un
poco más allá del Monumento a Villamil, oculta por las frondosas acacias se
levantaba la capilla del parque. Villamañe reparó en un detalle curioso: desde
la posición en la que él se encontraba en el extremo opuesto de la explanada,
la mano extendida del ángel parecía señalar hacia la vieja edificación, como
invitándole a reparar en su disimulada presencia.
Se
trataba, como él muy bien sabía, del edificio más antiguo del pueblo, construido
por un tal Diego Moldes en 1464, el único superviviente al gran incendio de
1547 que arrasó con el resto de las casas de Castropol construidas en madera.
Algo,
una pálida luz, destelló en el cerebro del maestro jubilado.
“El pasado, disfrazado de Ave Fénix,
sobrevive entre las cenizas”
El
débil destello se convirtió en una cegadora Supernova.
Villamañe,
con el rostro radiante por el inesperado resplandor, cruzó la explanada a la
carrera, sorteó la baranda con un ágil brinco y recorrió el parque en un
santiamén hasta llegar a la puerta de la capilla. Se detuvo un momento para
recuperar el aliento, mientras miraba, emocionado, las tres máscaras grabadas
sobre el dintel, las cuales, a su vez, parecían contemplarlo a él con sus
grandes ojos de piedra.
Máscaras…disfraz
de ave Fénix…el único edificio superviviente.
Villamañe
hizo además de quitarse un imaginario sombrero: Oliveras se lo había currado.
Había estado inspirado. Y al final, pensó dirigiendo la vista hacia donde se encontraba
hace un momento, “Polizón” y su
casita de cuento le habían sido de inestimable ayuda.
Sin
más demora, se aplicó en la búsqueda del sobre verde. Lo localizó en apenas
unos minutos, encajado entre las tupidas ramas del ciprés que crecía a la
izquierda de la capilla y que, a juzgar por su grueso tronco, tenía pinta de
ser casi tan viejo como ésta. Ya parecía tener unos cuantos lustros a sus
espaldas cuando los colegiales de la Escuela Hogar se divertían en el parque
jugando al escondite y columpiándose de dos en dos, o de cuatro en cuatro, en
las dos barcazas ancladas en el imaginario puerto situado justo enfrente del
histórico edificio.
Esta
vez, Villamañe hizo la foto a tiempo y se la envió a Torres. Imaginó que
Oliveras esbozaría un gesto de contrariedad al ver como caía otro de sus
bastiones defensores del fortín dorado, incluso, puede que fuera uno de sus
favoritos. A él, al menos, lo había fascinado.
VERDE—2—¡¡¡!!!
La
foto que contenía mostraba unos cuantos edificios bajos y alargados, pintados
con alegres colores y rodeados de una pradera en la que crecían varios árboles
frutales. En la puerta de uno de ellos veíase un carro de labranza con grandes
ruedas radiales y cubiertas de goma.
En
la finca de exuberante verdor pastaban dos caballos, y varias cabras y ovejas.
Había, además, numerosas aves de corral, picoteando y correteando por todo el
recinto, el cual se hallaba cercado por una valla metálica verde oscuro de unos
dos metros.
Gracias
a estos domésticos inquilinos, Villamañe reconoció el lugar, no muy lejos del
cual había andado esa misma mañana mientras rastreaba, cual sabueso entusiasta,
por la zona de El Esquilo.
Estaba
contemplando, sin ninguna duda, la Granja-Escuela de Piñera.
Montó
en el Peugeot que aguardaba paciente, apostado en el aparcamiento junto a la
gran escalinata de acceso al parque, y enfiló la calle Vior. Al salir del cruce
del Peñamar, tomó la pista que arrancaba a la izquierda del nuevo bloque de
apartamentos, otra ruta habitual en las caminatas de la Escuela Hogar. La
estrecha vía rural, hoy negra de asfalto, ayer roja de fértil tierra, ascendía
retorciéndose hasta la cima de la planicie y, una vez allí, se estiraba
surcando en línea recta sembrados de maíz y patatas, y también campos de trébol
y ballico.
La
impresión de retroceso en el tiempo que experimentaba Villamañe en cualquier
rincón de Castropol, era aquí más fuerte que nunca. Era una sensación singular
y única; tan intensa, a veces, que al maestro jubilado le parecía oír, como una
música fantasmal, las risas y las voces infantiles, llegando casi a creer que
en cualquier momento se toparía con la bulliciosa comitiva colegial de camino a
la estación de El Valín.
Aferrada
a la tierra, disuelta en el aire, encaramada a los árboles, la memoria del ayer
persistía, omnipresente, como una presencia viva que latía y respiraba.
A
ambos márgenes se abrían perpendiculares rutas alternativas. Villamañe tomó la
primera a la izquierda. Continuó circulando en llano un centenar de metros,
para descender bruscamente al atravesar una pequeña aldea con media docena de
casas apiñadas. Allí la pista se estrechaba un poco más y volvía a retorcerse
en una doble curva. Una vez superado el antiguo lavadero, con el año 1957
grabado en grandes letras sobre el oscuro cemento, el camino volvía a ascender
antes de embocar la última recta, flanqueada por gigantescos olmos, que
conducía a la Granja-Escuela.
Tras
estacionar en el amplio prado adyacente, se aproximó al portalón de hierro
forjado, de gruesos barrotes rematados en punta, con un artístico rótulo
taladrado en la parte superior.
A
ambos lados crecía una muralla de cipreses enanos, pulcramente recortados. El
panorama contemplado desde la entrada le resultó bastante familiar. Al
compararlo con la foto, llegó a la conclusión de que Oliveras, o tal vez
Torres, chico para todo, había tomado la instantánea desde aquella perspectiva
exacta.
Hace
unos años, realizando una visita con sus alumnos, la primera y última hasta
hoy, el maestro había averiguado que la
Granja había comenzado a funcionar en 1987, curiosamente, el mismo año en que
había echado el cierre la Escuela Hogar. Villamañe, dejándose llevar por su, en
ocasiones, surrealista imaginación, fantaseó con la idea de una singular y
atípica reencarnación.
Entonces,
cayó en la cuenta de que encontrar un sobre en aquel enorme recinto sería una
tarea de chinos. De muchos chinos, vaya, tantos como los que jugaban al fútbol
en la cabina del famoso chiste. Menos mal que el sobre era rojo, discurrió un melancólico
y ceñudo Villamañe, si llega ser el verde, apaga y vámonos. En ese caso tendría
que recurrir al daltónico de guardia.
Para
su sorpresa, en ese momento, una chica morena, de armoniosos rasgos, acudió a
su encuentro con una carpeta en la mano. Lo saludó muy sonriente informándole
de que habían dejado algo para un tal José Villamañe Lastra y que él tenía
todas las pintas de ser esa persona. Aun así, nuestro buscador de tesoros tuvo
que identificarse formalmente mostrándole a la chica su DNI. La simpática
morena, sin dejar de sonreír, se apresuró a declarar que no dudaba de su
palabra, sencillamente se limitaba a cumplir instrucciones.
Mientras
se despedía muy cordialmente de la joven monitora, Villamañe se preguntó cuanto
habría pagado Olivera por el servicio granjero de mensajería, seguramente, una
cantidad nada despreciable; y qué historia les habría contado para justificar
tan inusual proceder. Es muy probable que eso no le supusiera mayor problema:
si algo le sobraba al Uruguayo, además de talento, era creatividad.
Ingenio
e imaginación… ¡al abordaje, mis valientes bucaneros.!
Una
fuerte ráfaga de viento zarandeó el muro de cipreses y rugió en las copas de
los olmos.
ROJO—3—¿¿¿???
Una
vez dentro del Peugeot, Villamañe hizo la foto de rigor y abrió el sobre. Miró
la hora en la pantalla del GPS.
HORA: 12:15…Transcurrido: 195 min…
Restante: 582 min.
SALDO: +27
José
Villamañe sonrió satisfecho. Había ganado 23 minutos. La hormiguita hacendosa
había comenzado a almacenar grano a grano para que el duro invierno no la
cogiera desprevenida.
CAP. IV : EL TERCER
ENIGMA
Enigma
número 3
Los
animales de la Granja están felices
Los
animales del Zoo están tristes
El
humo de las chimeneas perfuma el patio
El
humo del tabaco perfuma la estancia
Bueno,
unas frases aparentemente sencillas, lo cual no sé si es bueno o malo,
reflexionaba Villamañe mientras retornaba a la carretera general en dirección
al pueblo de Piñera. Atravesando éste, recordó el museo de maquetas de barcos
que visitara el verano pasado. Su artífice, Pacho, el carpintero de ribera,
había fabricado no menos de 80 maquetas, auténticas maravillas de fidelidad al
modelo real, de las cuales parecía sentirse más orgulloso que un padre de sus
hijos; o incluso más, aventuró Villamañe, sonriendo con ironía: los barquitos
de madera no daban disgustos. Lo que habían dado, eso sí, era trabajo, mucho
trabajo. Pacho le confesó haber empleado unas 45.000 horas en su confección. A
10 euros, más que un Gordo de Navidad. Tendría que presentárselo a Oliveras,
seguramente harán buenas migas.
En
el Peñamar giró a la derecha tomando el paseo marítimo. Circulando a la altura
de la Casa Rectoral, asomada al abismo de La Mirandilla unos 30 m. más arriba,
recordó cuando se había desprendido parte del barranco sepultando la carretera
y llegando hasta la ría. El gigantesco mordisco a punto estuvo de tragarse la
casa, de tal forma que al señor cura le faltó muy poco para amanecer entre las
salobres aguas del Cantábrico.
En
el espigón de la cerrada curva, allá por el año 75, vivió su primera, y última,
experiencia como pescador. Ocurrió durante la semana de vacaciones que
disfrutaron por la muerte del Caudillo.
Paró
en El Risón, se sentó en la terraza y
pidió un café bien caliente para que le
despejara la cabeza y estimulara la imaginación.
En
el cielo, continuaba el tráfico fluido de nubes bien dirigido por el cálido
viento del suroeste. Mientras saboreaba a pequeños sorbos el reconfortante
brebaje, miraba complacido el mar erizado y las barcas amarradas meciéndose cual
colosales cunas de vivos colores.
Allá
a lo lejos, apenas una mancha blanca entre el verde de los pinos, veíase la
ermita de Santa Cruz, a donde habían ido de excursión al menos en un par de
ocasiones.
Villamañe
colocó tarjeta ante él y puso a trabajar sus células grises.
Los
animales de la Granja están felices
Los
animales del Zoo están tristes
El
humo de las chimeneas perfuma el patio
El
humo del tabaco perfuma la estancia
Así,
a primera vista, había dos detalles que llamaban la atención: la repetición de
la estructura gramatical creando un paralelismo elemental, y la aparente
simpleza de las frases en contraste con las crípticas expresiones de los
enigmas precedentes.
Además,
el hecho de que estuvieran en cursiva no podía ser fruto del error o la
casualidad, no tratándose de Oliveras. El Uruguayo no daba puntada sin hilo,
eso ya le iba quedando claro a estas alturas.
Villamañe
tenía la impresión de que, al menos en las dos primeras frases, era más
importante la forma que el fondo; de las dos últimas, ya no estaba tan seguro,
es posible que tuvieran algún tipo de conexión con la realidad.
Frases
sencillas…palabras repetidas…en cursiva…frases dirigidas a una persona con
pocas entendederas…o… a un niño.
Una
veloz asociación de ideas le hizo dar con la clave. Supo, o creyó saber, a que
se refería Oliveras con las chimeneas, el patio y el aroma del humo de tabaco.
Por el humo se sabe dónde está el fuego, proclamó un eufórico Villamañe.
Un
par de minutos después, el tiempo seguía siendo oro, al volante del Peugeot, reducía
para tomar el camino del cementerio, y aceleraba, de nuevo, rumbo a la esquina
del parque. Tras un doble giro a la derecha, enfilaba la calle Vijande, para
detenerse, finalmente, en el pequeño descampado que se extiende delante de las
Escuelas Viejas.
Villamañe
descendió del vehículo y estudió atentamente el singular edificio de ladrillo,
bajo y alargado, con grandes cristaleras en su parte frontal, custodiadas por
un pelotón de viejas macetas conteniendo floridos y raquíticos geranios. Las resistentes plantas, todo un ejemplo de
supervivencia en condiciones adversas, ya crecían allí cuando se cerró la
escuela en el Curso 74-75. El antiguo alumno las recordaba perfectamente,
incluso recordaba su peculiar aroma.
Se
acercó hasta los ventanales. Estaban sucios y había algunos cristales rotos.
Dentro se amontonaban las viejas mesas escolares. Supuso que una de aquellas
habría sido la suya hasta cuarto de EGB. Allí seguía también la histórica
pizarra, verde pálido, agrietada y llena de telarañas, de la cual había copiado
en su cuaderno el texto “Los animales
vertebrados” en su primer día de clase. Es curioso como algunos episodios
nunca se olvidan.
En
el aula de la izquierda impartía clase doña Visitación con sus peculiares
métodos de educación. El autor de la famosa sentencia “la letra con sangre entra”,
debía estar pensando en ella. En la derecha estaba Don Antonio, sempiterno
fumador en pipa que a veces usaba como arma arrojadiza para castigar al díscolo
de turno. Como muy bien apunta Oliveras, “el fuerte aroma del tabaco perfumaba
la estancia”.
Las
chimeneas de que habla, sin duda, se corresponderían con las de las dos casitas
situadas a la izquierda, cada una con su jardincillo delimitado por un tupido
seto. De la casona que se levantaba a la vera del Palacio, rodeada por una
extensa finca cercada por un alto muro de piedra, sólo quedaba hoy en día la
pared de la fachada emergiendo entre una maraña de silvas, con una puerta
cegada y una pequeña ventana en la parte superior. Por encima de ésta aún se
yergue, orgullosa e inhiesta, desafiante al paso del tiempo, una espigada
chimenea de hierro. Esta sería la tercera en discordia, eficaz y aromática
ambientadora del patio colegial.
Y,
por cierto, pensó Villamañe mientras contemplaba con cierto pesar las ruinas de
la casona, ya podían haber abierto antes el camino desde la calle Acevedo. Les
hubiera ahorrado un fatigoso rodeo a los internos de la EH, especialmente en
las inhóspitas mañanas de invierno…
…En un rincón del campo que hacía las
veces de patio, unos obreros algo descuidados habían abandonado a su suerte un
voluminoso montón de piedras, provistas de agudos y peligrosos cantos,
rebozadas en tierra. Un infausto día, fruto de una alocada carrera, Villamañe
había aterrizado sobre ellas abriéndose una bonita brecha en toda la frente. La
pequeña cicatriz constituía un imborrable recuerdo más de aquellos gloriosos
días…
…Estudiando
atentamente los históricos geranios, el avezado ojo del maestro rural no tardó
en descubrir que la maceta de uno de ellos era mayor y mucho más nueva que las
demás. Aquí Oliveras no había estado muy afortunado, no podía suponerlo tan
miope como para no reparar en ese detalle. Había introducido la maceta vieja
dentro de la otra.
Encontró
el sobre verde encajado en el espacio que quedaba entre las dos macetas.
VERDE—3—¡¡¡!!!
En
este caso, el rincón fotografiado quedaba a tiro de piedra. Mostraba una
ventana enrejada de la Escuela Hogar vista desde dentro. Se trataba de la
ventana de la derecha, la que se encuentra al lado de la puerta de la capilla,
fotografiada desde la escalera de acceso al interior del Palacio.
Un
par de minutos más tarde, ya se hallaba rebuscando entre las robustas calas,
compañeras supervivientes de los geranios de marras, que crecían al pie de la
misma.
Lo
localizó enterrado a no excesiva profundidad dentro de la habitual carpetilla
de plástico grueso.
ROJO—4—¿¿¿???
Hizo
las fotos de rigor y se las envió a Torres. Después, abrió el sobre.
Previamente,
había consultado la hora en el reloj de sol, situado sobre la puerta de la
capilla, aprovechando que el astro real reapareció entre las nubes calentando
con fuerza.
Parecía
señalar cerca de las dos. No podía ser tarde. Su Casio se lo confirmó.
HORA: 13:30…Transcurrido: 270 min…Restante:
507 min.
SALDO: +63
Villamañe
levantó los brazos en un gesto de triunfo, seguía recuperando tiempo. Disponía
de un saldo favorable de 63 min. Lo cual estaba muy bien, pero no debía echar a
volar las campanas. A partir de ahora, seguramente, vendrían más curvas y más
cuestas, cada vez más cerradas aquellas y más empinadas estas.
CAP. V : EL CUARTO ENIGMA
Enigma número 4
C A
S T R
O P O L
Mirando por mi ventana
Vi que tú me mirabas
Nunca supe si yo venía
O eras tú quién te acercabas
Mirando tras mi ventana
Vi que tú me mirabas
Nunca supe si yo me iba
O eras tú quién te alejabas
Día tras día, siempre así
Así siempre, jornada tras jornada.
Sentado
en el banco del patio, aquél donde encontrara el segundo sobre rojo, Villamañe
leyó de nuevo el poético rompecabezas.
Mirando
tras mi ventana…Instintivamente Villamañe miró el ventanal dónde hacía 7 años, otro 7 más, había visto, o creído ver, la fantasmal imagen. Desde el
punto de vista de los huérfanos imaginarios que miraban desde el ventanal,
algunas frases encajaban perfectamente, tenían todo el sentido. Oliveras había
leído el relato de su aventura, tal y como le revelara en la carta. Otras
frases en cambio eran más dudosas, y las dos últimas no coincidían en absoluto
ya que su traumática experiencia sólo ocurrió una vez. Afortunadamente. Además,
según la dinámica del juego vista hasta ahora, los sobres rojos y verdes de un
mismo enigma nunca se hallan en el mismo lugar.
No,
definitivamente, la solución al enigma debía buscarla fuera del Palacio. Viendo
la hora que era, y teniendo en cuenta que no había comido nada desde las 7,
otro más, de la mañana, decidió hacer un pequeño alto para reponer fuerzas.
Cinco
minutos más tarde, se encontraba en el bar
Antón dando buena cuenta de un apetitoso bocadillo de jamón serrano
acompañado de un descafeinado. Con la misma excusa que había utilizado en sus
pesquisas sobre “Polizón”, a saber,
que estaba recabando documentación para un nuevo relato, interrogó al bueno de
Paco sobre la posible existencia de algún balcón o ventana relacionada con
alguna historia famosa en el pueblo. Este, al cabo de unos instantes de
profunda reflexión, denegó con la cabeza, afirmando que lo único que se le
ocurría era el balcón del Ayuntamiento desde el cual, en tiempos de la Guerra
Civil, algún que otro encendido orador había lanzado entusiastas y patriotas
proclamas. Dijo esto en tono de chanza y así se lo tomó Villamañe, celebrando
la festiva ocurrencia. Algunos parroquianos presentes terciaron en la
conversación esforzándose por complacer el interés del maestro, también con
nulos resultados.
Un
momento después, asomado al balcón de La Mirandilla, contemplaba el islote de
El Turullón, allí a lo lejos, antojándosele un singular velero varado a la
orilla del mar verde, mientras el viento, inmisericorde, inflaba sus velas de
eucalipto.
Allí
se le ocurrió que la ventana en cuestión debía estar fuera del pueblo a fin de
tener una visión completa del mismo. Podría estar en Figueras o bien en
Ribadeo, o en cualquier caserío situado en los montes de alrededor…
Pero…un
momento…el poema-enigma dice que se acerca y se aleja…por lo tanto, si
Castropol está quieto, el espectador que lo mira a través de la ventana tiene
que hacerlo desde algo que se mueva. Un coche, un autobús…o…una barca…
La
barca que cruzaba la ría hasta hace unos años…no sabía si aún sigue
funcionando…creía que no…
Recordó
cuando, en más de una ocasión, mirando el movimiento del mar desde el muelle,
uno tenía la sensación de que era la carretera la que se movía, y él con ella,
mientras la masa marina permanecía inmóvil. Era una sensación inquietante, casi
daba vértigo…Sí, por ahí debían ir los tiros…
Mientras
seguía el descenso en picado de una juguetona gaviota, Villamañe tuvo la íntima
convicción de encontrarse en la buena senda.
No
le llevó mucho tiempo averiguar que la barca había dejado de prestar servicio regular
hacía cosa de unos tres años, coincidiendo con la jubilación del barquero, pero
aún se podía alquilar para dar un garbeo por la ría hasta más allá del Puente
de los Santos. Según le informó Julio, el hermano de Paco, solía estar amarrada
enfrente del Risón. Terminó por
desechar la idea: Oliveras no podía haber escondido nada en la barca, y los
alrededores eran demasiados amplios y con límites confusos.
Entonces
cayó en la cuenta de que había un sitio, mucho más pequeño, acotado y definido,
dónde la famosa barca se ubicaba de forma permanente, aunque, eso sí, a una
escala 1:5, aproximadamente.
El
museo de Pacho, el carpintero de ribera, en su casa de Piñera.
Por
un momento, sentado en el bordillo que rodeaba la Huerta, Villamañe creyó haber
encontrado la solución, y ya se disponía a dirigirse hacia allí, pero luego,
pensándolo mejor, también descartó esta opción. Quedaba al lado de El Esquilo y
la Granja Escuela: demasiada concentración en tan poco espacio. En general las
excesivas repeticiones tanto en el tiempo como en el espacio, sea este
literario o real, atentan contra la originalidad, la lógica y la estética
distributiva, cualidades que ha de poseer todo organizador de Rastreos que se
precie. Y Oliveras era de los que preciaban, anda que no.
Así que,
descartada la barca, había que buscar otro medio de transporte regular cuyo
recorrido diario incluyera el pueblo de Castropol.
Sólo
había un candidato posible: el ALSA que hacía la ruta Oviedo-Vegadeo. Consultó
en internet el horario. Había 3 en total, a lo largo de la mañana, con
intervalos de hora y media, aproximadamente.
Demasiado
complicado. El poema debía referirse a algo más concreto, perfectamente
identificable, y que él, Villamañe, antiguo alumno de la Escuela Hogar, estuviera
obligado a conocer. Otra norma de los Rastreos, dictada por el sentido común
amén del juego limpio, imponía no recurrir a hechos u objetos que se hallaran
fuera del alcance mental y/o físico del rastreador, de tal forma que este se
encontrara con una absoluta imposibilidad de acceso a los mismos.
No,
definitivamente, debía ser algo mucho más sencillo, algo que le resultara
familiar.
El
maestro rural volvió a estudiar el poema.
C
A S
T R O
P O L
Mirando por mi ventana
Vi que tú me mirabas
Nunca supe si yo venía
O eras tú quién te acercabas
Mirando tras mi ventana
Vi que tú me mirabas
Nunca supe si yo me iba
O eras tú quién te alejabas
Día tras día, siempre así
Así siempre, jornada tras jornada.
Descartado
el ALSA como transporte regular y diario, sólo quedaba el tren, pero la vía
discurría bastante apartada de la villa, de hecho, el punto más cercano…era la
estación de El Valín, pero desde allí era materialmente imposible contemplar
Castropol, ni total, ni parcialmente…a menos que…
…El
detalle, aparentemente baladí, de la inusual separación entre las letras del
título hizo que Villamañe variara el enfoque de su razonamiento deductivo.
…A
lo mejor, lo que miraba el viajero no era la fotogénica estampa del pueblo de
Castropol, uno de los perfiles más reconocibles entre todos los pueblos de
Asturias, con la piña de casas blancas encaramadas sobre el promontorio y la
torre de la iglesia descollando sobre ellas cual eterno guardián o centinela;
Es más probable que lo que aquél contemplara tras el cristal de la ventana
fuera…el nombre del pueblo…
…un
nombre rotulado con grandes letras negras sobre nueve azulejos blancos…
Qué
imbécil había sido…debería haberlo visto mucho antes…se lamentaba un contrito
Villamañe mientras volaba por la recta ascendente de El Valín, a la altura de “Congelados Egea”.
Un
minuto más tarde ya había estacionado el Peugeot al borde de las vías y contemplaba
con aire de triunfo el histórico rótulo que nominaba el modesto apeadero
ferroviario.
En
ese momento le llegó un mensaje al móvil. Era Torres. El abogado le preguntaba
si necesitaba algo o había tenido algún problema, aprovechando, de paso, para trasmitirle
la enhorabuena de Oliveras por lo logrado hasta el presente, así como ánimos y
suerte para el futuro, que seguro los iba a necesitar.
Villamañe
tranquilizó al abogado respecto al primer punto: hasta ahora todo había ido
sobre ruedas; y, últimamente sobre raíles, esto lo pensó, sólo, regocijándose
por dentro. A continuación, dio las gracias al Uruguayo, se felicitó por sus
buenos deseos, alabó sus indudables cualidades como organizador de Rastreos de
alta categoría, y remató asegurándole que tras la, hasta el momento, venturosa
travesía, se veía muy capaz de arribar a buen puerto dentro del tiempo marcado…
…La estación era, junto con la playa de
Salinas, el lugar preferido como destino final en aquellos habituales paseos
por los alrededores de Castropol.
A un lado crecía un tupido bosque de
eucaliptos y al otro medraban los helechos y los pinos piñoneros. Entre los
aromáticos árboles y los pulidos raíles montados sobre robustas traviesas, se
extendía un descampado de terreno irregular, dónde los niños emulaban a sus
ídolos del balompié mientras las niñas subían y bajaban por los sucesivos
niveles en el juego de la goma, aventurando su futuro estado civil o religioso,
e invocando el chicle americano y las elásticas tripas del sufrido Jorge.
Un poco más allá existía un pequeño
chigre al que se llegaba a través de un tortuoso y empinado sendero. Amarrado a
un fornido castaño, un perro blanco ladraba furioso en su cautiverio, cuando
los colegiales se acercaban a comprar Phoskitos y Tigretones, y también
Mirindas de las de chapa con cromo, y polos de sabores por un duro de los de
entonces.
La merienda más habitual consistía en
negras onzas de chocolate La Cibeles rellenando un trozo de crujiente barra,
normalmente acompañadas de naranjas…
…Encontró
el sobre verde al pie del inspirador rótulo, embutido dentro del canalón de
desagüe. Sí, estaba claro que Oliveras había consultado la predicción del
tiempo antes de organizar el rastreo: no podía ser casualidad que ya llevase 5
días sin llover y se anunciase al menos una semana más de días secos y
soleados. Que duda cabe de que un potente anticiclón situado sobre la vertical
del país garantiza una Búsqueda del Tesoro en óptimas condiciones.
VERDE—4—¡¡¡!!!
Villamañe
realizó el protocolo de rigor. La fotografía número 4 mostraba el escaparate de
la Librería-Estanco Ardura, situada al final de la calle Vior. En el mismo se
exhibían una media docena de libros, entre ellos, el último de Stephend King,
una reedición de las mejores historias de Agatha Christie y una selección de
relatos de Roald Dahl; “Castropol en el
recuerdo”, una obra de gran formato, se hallaba al lado del “Relatario” de Paco Castelao.
Todos
ellos flanqueaban a un llamativo volumen situado en el centro. Se trataba de
una obra con la portada en rojo ribeteada de oro que mostraba al héroe Teseo
luchando con el Minotauro en el interior
del Laberinto, mientras Ariadna, hilando su tela, aguarda en la salida. El título, en caracteres azules rezaba “La leyenda del Minotauro”.
Regresó
a Castropol atravesando el pueblo de San Juan de Moldes. Aprovechando que iba
bastante bien de tiempo, se detuvo unos minutos al lado del bar San Roque…
…En
apenas cinco minutos se plantó delante del inmortalizado escaparate. La
librería Ardura estaba regentada por Juan Manuel, un buen amigo suyo, miembro
de la banda de gaitas “El Penedón”, más conocido como “Quirolo” en honor a sus
antepasados, célebres animadores en las veladas del Casino castropolense.
Se
ubica a la vera de la empinada escalinata dónde nace la callejuela Amor. Al
otro lado de aquella existía hasta unos años un SPAR dónde los escolares
hogareños solían adquirir botellas de sidra “El
Gaitero” y pastas Reglero para celebrar los cumpleaños con
animados guateques…
…En
efecto, el libro del Minotauro destacaba sobre el resto por su colocación y
también por el colorido diseño de su cubierta. Villamañe entró en la pequeña
tienda donde las novelas de bolsillo convivían con el material escolar y los
cartones de tabaco en amigable camaradería. Tras saludar calurosamente a Juan y
charlar sobre algunos lugares comunes, entre ellos la próxima actuación de la
banda y la compra del palacio de Valledor, el maestro le preguntó, así como de
pasada, si no habrían dejado allí un sobre para él. Juan hizo memoria durante
unos momentos, rebuscó debajo del mostrador, y terminó negando con la cabeza.
Entonces,
Villamañe, obedeciendo la estrategia fijada de antemano adquirió el libro del Minotauro
por el módico precio de 25 euros.
Juan
le explicó que había llegado hacia dos semanas. Sí, aquello coincidía, pensó el
maestro, el libro debía jugar un papel importante en aquel asunto.
Él
conocía, a grandes rasgos, la fantástica historia de Ariadna y el Minotauro.
Teseo, luchó contra el Minotauro y le dio muerte en el interior del Laberinto.
El joven logró encontrar la salida gracias al hilo del ovillo de lana que le
había dado su amada Ariadna, quién, como era habitual, se hallaba tejiendo. Vaya, nada nuevo bajo el sol, discurrió
Villamañe acordándose del cuento de Pulgarcito. Al final, un Rastreo no dejaba
de ser un laberinto, en el que debías ir reconociendo las pistas o caminos
falsos, hasta encontrar aquel que te conducía a la salida y al descubrimiento
del tesoro escondido.
Cada
vez estaba más convencido de haber hecho una buena compra, los 25 euros podría
amortizarlos con creces.
Tardó
escasos minutos en descubrir que no había ningún sobre dentro del libro. Bueno,
en todo caso, aquél no podía andar muy lejos.
Echó
un vistazo alrededor. El lugar más factible parecía ser la cabina telefónica.
Nadie usaba hoy las cabinas, ya era raro que no la hubieran retirado. Sin duda,
tenía toda la pinta de ser el lugar más idóneo.
No
se equivocó. Lo localizó, sin mayor dificultad, debajo del prehistórico
artilugio.
ROJO—5—¿¿¿???
Envió
la foto y miró el reloj.
HORA: 15.30…Transcurrido: 390
min…Restante: 387 min.
Saldo: +54 min.
Esta
vez había sobrepasado en 9 minutos el tiempo asignado por enigma, pero el saldo
continuaba siendo netamente favorable
CAP VI: EL QUINTO ENIGMA
Enigma número 5—A
Sangre
de la Alianza, nueva y eterna
Derramada
por todos vosotros
¡¡¡TOMAD y BEBED!!!
Un
enigma dividido en dos partes. Oliveras había variado ligeramente su táctica.
Villamañe
lo leyó mientras atravesaba el callejón Amor,
un nombre de lo más sugestivo, rumbo al Peugeot aparcado a la puerta de
palacio. Se paró a la altura de la abertura en el muro de la huerta, que también
era raro no hubieran reparado aún.
Momentos
antes, pasaba por delante de la casa dónde en aquel tiempo vivía y trabajaba el
zapatero…
…El sol había ganado su batalla contra las
nubes, las cuales, reducidas a unos escasos y escuálidos efectivos, se batían
en franca retirada hacia el puente de los Santos, rumbo a alta mar. El
triunfante monarca astral, casi en el cénit, reverberada en la ría, cuyas aguas
tras haber alcanzado al mediodía su máximo nivel, ocultando la playa de Salías
y abrazando los escarpados flancos de El Turullón, habían comenzado su
periódico repliegue, cual tropas invasoras regresando a posiciones defensivas,
revelando poco a poco el fondo esmeralda de la Ría.
Este es el Cáliz de mi Sangre
Sangre de la Alianza, nueva y eterna
Por el perdón de vuestros pecados
¡¡¡TOMAD y BEBED!!!
Vaya,
a Oliveras le había atacado la vena religiosa; al menos, aparentemente, que
luego podía ser cualquier otra cosa.
Así,
al pronto, parecía clara la invitación a visitar la iglesia, y eso fue lo que
hizo. Como en ocasiones precedentes, el camino más obvio no resultaría el
definitivo, pero, discurrió Villamañe, recordando a “Polizón” y su casita verde
de cuento, seguramente encontraría algún ángel amable dispuesto a señalarle la
senda correcta…
...Pronto se dio cuenta que encontrar algo allí, en
aquel espacio tan enorme y con tamaña diversidad de objetos móviles y fijos, entre
aquella auténtica vorágine de formas y estructuras, sería una tarea titánica.
Así que, después de inspeccionar el altar dónde tenía lugar la consagración del
Cáliz y no encontrar ningún indicio claro, o tal vez por encontrar demasiados,
decidió salir de allí y buscar en otra parte.
Necesitaba
un recinto más pequeño, una versión a escala de aquél, que contara con los
mismos o similares elementos. No tardó en hallar la respuesta. Hace menos de 20
minutos se encontraba, precisamente, a su vera.
Pocos
minutos después franqueaba la pesada puerta, rematada por un dintel
artísticamente labrado, de la capilla de la Escuela Hogar y penetraba en su
interior. Hace 7 años, cuando había regresado allí por primera vez desde sus
tiempos de interno, le había causado una triste impresión el desolador aspecto
que presentaba la histórica capilla construida en el siglo XVIII. Es por ello,
que sonrió satisfecho aprobando el mejorado aspecto del recinto. La capilla se
veía limpia, el suelo de polvo y las paredes de telarañas. Habían reparado los
desvencijados bancos, recompuesto los cuadros supervivientes de la Pasión y
restaurado las imágenes que ocupaban los pedestales a ambos lados del retablo.
En cuanto a este, una auténtica maravilla rococó, notable por su valor
artístico e histórico, también había sido sometido a una concienzuda limpieza
realzando los vivos colores sobre la noble madera.
Reposando
sobre un mantel con puntillas de un blanco impoluto, el dorado Sagrario
refulgía, como una casita de juguete tocada por los prodigiosos dedos del rey
Midas. A su vera, la Inmaculada de Murillo continuaba aplastando la cabeza del
endemoniado ofidio con el cuerno de Luna yaciendo a sus pies.
El áureo
fulgor del objeto sacro provocó en Villamañe una natural asociación de ideas:
dejando aparte los 7 pequeños lingotes que Oliveras le entregara como señal, la
arquita, junto con su homónima hermana mayor de la iglesia de Castropol, era lo
más parecido a un tesoro que había contemplado a lo largo del día.
El
Sagrario estaba cerrado con llave. Imposible acceder a la copa dorada que
albergaba en su interior. “El Cáliz de mi Sangre…Tomad y Bebed”. Tras una
exhaustiva labor de búsqueda por todos los rincones de la capilla durante 20
minutos largos, el tiempo es oro, se vio obligado a admitir que allí tampoco se
hallaba el sobre.
Esbozó
una mueca de franca desilusión mientras enderezaba un par de estaciones del Vía
Crucis, también objeto del minucioso registro.
Salió a
la sala de despacho-centro de operaciones y decidió subir al piso superior para
disponer de una mejor perspectiva. La escalera de madera lo saludó con su familiar
crujido. A pesar del implacable discurrir del tiempo, había algunas cosas que
nunca cambiaban. Apoyado en la fatigada baranda de madera, recordó cuando en
una de las múltiples ocasiones que allí se había encontrado aferrado a los
duros barrotes, el niño Villamañe, aburrido por el acto religioso de marras, se
entretuvo calculando cuantos días restaban exactamente para irse de vacaciones.
Cuando descubrió que la cuenta ascendía a 60, su moral se resintió y el alma se
le cayó, no a los pies, sino al piso inferior…
…Y, a todo
esto, el tiempo seguía corriendo. Se sentó en el banco y reflexionó
intensamente…El Cáliz de mi Sangre…la Última Cena…
Se
levantó cual resorte, salvó la escalera en un salto, cruzó el pasillo a toda
velocidad y se plantó en el comedor delante del cuadro de Leonardo da Vinci.
El bajorrelieve plateado brillaba como si
alguien lo hubiera frotado recientemente. ¿Otro cebo de Oliveras?, pensó
Villamañe, recordando los cuadros reales del primer enigma. Le pareció bastante
probable.
Pero,
esta vez se equivocó. El cuadro tenía premio, no había que seguir buscando:
otro sobre rojo, pegado en la parte posterior.
Regresó
al Centro de Operaciones, extendió el papel sobre la mesa y se concentró en la
segunda parte del enigma.
Enigma número 5—B
Sangre derramada sobre el mar
Peleando por alguna bandera
La
sangre continuaba siendo el punto de referencia, el nexo de unión entre A y B.
Continuaba hablando de sangre derramada, pero ahora se observaba un
significativo cambio: el asunto había pasado de simbólico a real, de divino a
humano.
Las
dos escuetas líneas parecían una inequívoca referencia a alguna batalla marina,
en la que hubieran combatido antiguos habitantes del pueblo de Castropol o
alrededores.
Villamañe,
buen conocedor de la historia local, resolvió fácilmente el enigma.
Cinco
minutos después, segundo arriba o abajo, se encontraba en el parque
contemplando el monumento a Villamil, el héroe de la guerra de Cuba. Vino y
sangre derramada: la tortuosa mente de Oliveras seguía conduciéndolo por sendas
sorprendentes.
Villamañe saludó al ángel, descollante sobre
el techo vegetal de las acacias, con la espontánea alegría del que se encuentra
a un viejo amigo a quién debe un importante favor…
…Fernando Villaamil (1845-1898), capitán
de navío, murió en la célebre batalla naval de Santiago de Cuba, en la cual la Armada
española fue destruida por los americanos. El valiente marino, nacido en
Serantes, fue abatido al mando del destructor Furor, cuando se disponía a tomar
el control del cañón de proa. El monumento en piedra y bronce fue inaugurado en el año 1911, juntamente
con el Casino.
El heroico
marino aparece entregando su vida a la Patria, simbolizada por una figura
femenina con una bandera. Bajo él se ve el destructor que capitaneaba, y sobre
su cabeza el ángel, eximio representante de la iconografía castropolense.
El
sobre apareció encajado en el seto recortado, al pie de la estatua, enfrente de
una de las coronas mortuorias que circundan el mismo.
VERDE—5—¡¡¡!!!
Villamañe,
sentado en un banco, a la vera del monumento, dentro de la benéfica cobertura
del ángel, abrió el sobre.
En
unos segundos avanzó más de un siglo, regresando al presente, contemplando la
reconocible figura del hotel Peñamar.
A
las 5 en punto encontró el quinto sobre rojo, en un macetero situado a la
entrada del turístico establecimiento. Fue el más rápido con diferencia.
Tiembla Oliveras, esto pinta cada vez mejor.
ROJO—6—¿¿¿???
HORA: 17: 05…Transcurrido: 485 min.
…Restante: 292 min.
SALDO: + 70
El
margen temporal era cada vez más amplio. Viento en popa a toda vela, el
bergantín pirata avanzaba triunfante rumbo a la Isla del Tesoro. Oliveras
estaría encantado de saberlo, pensó Villamañe sonriendo maliciosamente. Sin más
demora, envió la foto. Dejándose llevar por la euforia añadió una carita
sonriente acompañada del signo de la victoria.
Casi
al momento, mucho le sorprendió tamaña rapidez, recibió la contestación:
aplauso+carita de pasmo+manita dando el alto; es decir, hasta el momento lo has
hecho bien, pero no cantes victoria que lo bueno está por llegar.
Bueno,
Olivares podía pensar lo que quisiera, pero, una hora y 10 minutos ganados eran
un colchón de lo más reconfortante y esperanzador.
Sin
más dilación abrió el sobre.
CAP.
VII: EL SEXTO ENIGMA.
Enigma número 6
Había
una vez 5 hermanas
Una
vez a la semana todas se juntaban
¿A
qué hora se juntaban?
Exactamente,
a las dos y pico.
La
primera usa peluca porque no tiene pelo
La
segunda usa corona, pero no tiene reino
La
tercera es el terror de las lenguas viperinas
La cuarta,
muy valiente, con su espada luchaba
La
quinta, vestida de luto, por sus hermanas brindaba.
Vaya,
pensó un admirado Villamañe, hay que reconocer que el taimado Olivares se
reservó sus ases para el final.
Cinco
hermanas…familia numerosa…veamos. El maestro rural comenzó a analizar las
variopintas posibilidades del acertijo.
Entre
las dinastías más numerosas en la Escuela Hogar, recordó que había alguna de 5
hermanos, y otras de más, incluso, sumando ambos sexos, pero de 5 hermanas
solas estaba seguro de que no había habido ninguna. Lástima, podría ser una
buena pista.
Se
preguntó si habría algún caso en la historia presente o reciente de Castropol.
Decidió ir a preguntarle a Ovidio, artífice de un famoso blog donde aparecen
documentados gráficamente los más señalados acontecimientos en Castropol
durante este siglo y buena parte del anterior.
Cruzando
la calle Acevedo, se fijó en los geométricos dibujos hechos a tiza sobre el
firme, recuerdo del Corpus recientemente celebrado. Villamañe se paró un momento
a la altura del antiguo cuartel. Los pantanos de la memoria, llenos a rebosar,
abrieron de nuevo sus compuertas…
…Ovidio
se alegró de verlo, saludándolo con un cordial apretón de manos, pero la visita
resultó infructuosa. Había unas cuantas familias con tres hermanas, incluso
alguna con cuatro, pero ninguna con cinco.
Mientras
tomaba un café en Casa Vicente, el
barman Avelino, le habló de la panadería 7
hermanos, que hasta hace un par de décadas funcionaba en San Juan de
Moldes. Villamañe ya la conocía y tampoco le servía por razones obvias. De
todas formas, le extrañó que Oliveras no hubiera contado con ella teniendo en
cuenta sus evidentes simpatías con el número 7, sin duda el de mayor carga simbólica y literaria con mucha
diferencia. Supuso que no sabía de su existencia, lo cual tampoco era tan raro.
Decidió
que las 5 hermanas no eran personas, así que se trataría de animales o cosas,
lo cual cuadraba mejor con una cualidad básica de todo acertijo que se precie:
su sentido figurado, dónde nada es lo que parece.
Pensó
en los 5 días laborables, los dedos de las manos, una estrella de 5 puntas…y
hasta en los 5 lobitos de la loba detrás de la alcoba. La verdad es que el
número 5 no daba mucho juego. Dejando aparte el rey 7, si se hubiera tratado del 3, el 4, o incluso el 6, número de la
bestia, habría muchas más posibilidades.
No eran
lobitos, eso estaba claro. Villamañe pensó en otras especies animales. Alguna
especie con 5 géneros distintos. Esa era la opción más probable. No debía haber
muchas.
Se
hallaba cómodamente instalado en la salita anexa a la capilla, más conocida
como CORAE (Centro de Operaciones para la Resolución de Acertijos
Endemoniados). A través del ventanal abierto hacia la Huerta le llegaba el
ruido del tráfico y los alborotados trinos de los gorriones, apostados entre
las frondosas ramas del nogal para protegerse de los ardientes rayos solares.
Aulló un perro en la lejanía hacia la zona del muelle. La sirena de una
ambulancia con prisa sonó como un eco extraño, formando un peculiar y
cacofónico coro con el alborotador cánido.
El
maestro rural se centró en la primera parte del rompecabezas.
Había una vez 5 hermanas
Una vez a la semana todas se juntaban
¿A qué hora se juntaban?
Exactamente, a las dos y pico
La última
frase era rara, vagamente desconcertante, así parecía a primera vista;
precisamente por eso, conjeturó un animado Villamañe, tenía que ser la frase
clave.
Por qué
decir las dos y pico y no las dos y
cinco, o las dos y cuarto. Desde luego, es una forma habitual de hablar en la
jerga popular, pero como hora para una cita suena bastante imprecisa. Lo mismo
puede pasar un minuto de las dos, que 59. Pico,
por tanto, era una palabra a tener muy en cuenta. Su variada polisemia hacía
que fuera muy adecuada para fabricar pistas falsas jugando con la ambigüedad de
su significado fuera de contexto.
Podía
sugerir un pico de minero, pero Castropol era más bien tierra de marineros;
también la cima de una montaña, aunque por aquí se estilaban más bien las
colinas. El pico más cercano que aparecía señalado en los mapas con el
correspondiente triangulito negro era el modesto Pousadoiro al otro lado de la ría en tierras gallegas.
¿Qué
quedaba entonces? Pues, el más común y evidente: el pico de un ave. De repente,
reparó en un detalle y se echó a reír. Pero, bueno, si estaba muy claro, era
increíble que no lo hubiera visto antes.
a las
dos y pico
O sea,
dicho de otro modo: dos alas y pico. Tan sencillo como retorcido. Bien por ti,
Oliveras: aquí también te has lucido.
Las 5
hermanas eran 5 aves. La misma especie y 5 géneros distintos.
A
partir de ahí, ya fue coser y cantar.
La primera usa peluca porque no tiene
pelo
La segunda usa corona, pero no tiene
reino
La tercera es el terror de las lenguas
viperinas
La cuarta, muy valiente, con su espada
luchaba
La quinta, vestida de luto, por sus
hermanas brindaba.
Sólo
necesitó resolver la primera, para que el resto fueran saliendo de forma
natural por lógica deducción.
La
primera hermana era calva. Que el supiera esta cualidad únicamente se podía
corresponder con un tipo de ave.
El
águila calva. No podía ser otra.
Evidentemente
la segunda era el águila real, o el águila imperial, cualquiera podría valer.
La
tercera le costó algo más. Al principio, le desconcertó lo de lengua viperina,
hasta que dedujo, acertadamente, que, en este caso, para variar, estaba dicho
en sentido literal. La lengua bífida se refería no a una persona deslenguada
sino a una auténtica víbora reptil.
La
tercera se trataba, pues, del águila culebrera.
Con
la cuarta se atascó un buen rato, hasta llegó a consultar internet. No había
ningún águila que coincidiera o pudiera relacionarse, ni siquiera remotamente,
con esas características. Entonces, cayó en la cuenta de que no estaba
preparando un trabajo de Ciencias Naturales, sino resolviendo un acertijo.
Villamañe resopló, esbozando una mueca de cómica desesperación. Se estaba
haciendo viejo, se dijo con melancólico pesar, en sus buenos tiempos lo hubiera
resuelto a la primera sin vacilar.
Es
valiente y usa la espada. Si el nombre es águila, el adjetivo sólo puede ser
roja. El Águila Roja. Una serie de enorme éxito que, a él, sin embargo, no había
logrado engancharlo. Recordaba haber visto algún que otro episodio suelto. Muy
buena la ambientación histórica y notables las recreaciones de algunos
personajes.
Una
vez cambiado el registro, de real a figurado, la quinta águila-hermana se cayó
por su propio peso.
Vestida
de luto y brindando, por fuerza debía ser El Águila Negra, la célebre marca de
cerveza protagonista de los entrañables rótulos luminosos colocados en las
puertas de tabernas y bares a lo largo y ancho del solar patrio.
Y
tampoco le resultó en absoluto problemático saber dónde debía buscar el sexto
sobre verde.
Cinco
minutos después, José Villamañe, reputado enigmatólogo, se encontraba delante
del célebre panel amarillo con las familiares imágenes del gordito y su
espumeante jarra de cerveza, al lado del águila enlutada, colocado en la
esquina del bar Antón.
Bajo
él se halla un panel de corcho donde en la jornada de hoy, 20 de junio,
encontramos tras la cristalera un par de carteles de fiestas, la próxima
actuación de la banda “El Penedón” y
un total de 6 esquelas. Contemplando estas últimas, Villamañe pensó que lo de vestida
de luto quedaba plenamente
justificado.
Inspeccionó
ambos atentamente con nulos resultados. El sobre no se encontraba allí, lo cual
le sorprendió bastante, por considerarlo el lugar más lógico e idóneo. No creía
que Olivares lo hubiera escondido dentro del bar, a menos que…
Después
de preguntar a su hermano, y tras echar un vistazo debajo del mostrador, en el
rincón de la lotería, al lado de la cafetera, y en los cajones situados a la
izquierda de éste, Paco le confirmó que nadie había dejado ningún sobre para
él, lo cual, por otra parte, había sido su primera y certera declaración.
Villamañe
pidió una tónica del tiempo, mientras echaba un vistazo alrededor tratando de
localizar algo que le llamara la atención, algo que no debería estar allí, que
desentonara con el conjunto del mobiliario y la decoración.
En
la pared del fondo colgaban varias fotografías enmarcadas representando
diversas estampas del pueblo de Castropol a lo largo del pasado siglo: el paseo
del muelle, la lancha, la torre de la iglesia…hitos de referencia para buscar
en el almacén de la memoria. Al lado de la máquina del tabaco y la tele de
plasma de 50 pulgadas, encontramos un póster gigante del Real Madrid, un balón
autografiado sobre una repisa, así como un par de bufandas y una foto del
barman, pletórico, al lado de Cristiano Ronaldo. Paco solía comentar que el
astro portugués acostumbraba a presumir de ella delante de sus amigos.
Finalmente, a la izquierda de la entrada aparecía un cuadro del grupo coral “Ecos de Castropol” del que Paco y su
hermano Julio formaban parte, al lado de otro de menor tamaño en el que podía
verse la banda de gaitas posando delante de la puerta verde del Palacio de
Valledor. Villamañe reconoció, entre otros, a Juan Manuel, el involuntario
guardián del Laberinto del Minotauro. El hecho de que allí figurara la única
imagen de la Escuela Hogar en todo el recinto hizo que Villamañe concibiera
alguna esperanza, que se esfumó rápidamente al comprobar que el cuadro no
escondía nada. Tampoco encontró rastro del
sobre en ninguno de los otros cuadros, lo cual no le supuso una excesiva
sorpresa. Villamañe había hecho una rápida comprobación aprovechando que no
había nadie en el local y Paco entró un momento en el servicio.
Observando
la nutrida representación de símbolos merengues, Villamañe pensó, esbozando una
mueca de irónica melancolía, que si se hubiera topado con un escudo del F.C.
Barcelona o similar no tendría ninguna duda de hallarse ante una pista
definitiva: ése sí que sería un objeto altamente sospechoso, absolutamente
fuera de lugar.
Tenía
la sensación de que había algo que se le escapaba, algo que él sabía, un dato
crucial enterrado en el subconsciente que el maestro rural, frustrado, no
conseguía hacer aflorar.
En
ese momento, Paco comentó que anunciaban un fuerte temporal de viento para el
próximo sábado. Aseguró que el de la semana pasada a punto había estado de
arrancar el panel del Águila Negra.
Villamañe
le agradó que lo mencionara. Así podría preguntar sin levantar sospechas.
Así,
comentó que aquello le parecía ciertamente extraordinario, teniendo en cuenta
la cantidad de temporales que el histórico artilugio habría soportado a lo
largo de su dilatada existencia.
El
recuerdo que yacía en el subconsciente de Villamañe se removió inquieto, luego se
dio media vuelta y continuó durmiendo, pero menos profundamente que antes.
Paco
asintió, asegurando que fueron muchos, en efecto, en los 40 años que llevaba en
este local, inaugurado en el 75, a los que había que sumar otros 30 en el
primitivo bar Antón ubicado en la plaza
del estanco.
El
recuerdo dormido despertó sobresaltado y se arrojó fuera del imaginario lecho.
El
bar antiguo…claro…eso era…
Villamañe
se encontró en serios aprietos para explicarle a su sorprendido interlocutor su
repentina cara de pasmo, entre exclamaciones ahogadas y grandes aspavientos. Se
escabulló a toda prisa, recordando, de pronto, que se había dejado la cartera
olvidada encima del coche.
El
lugar que antaño ocupara el bar Antón
hasta el año 75, que él recordaba vagamente como un mostrador alargado en un
local en penumbra, era hoy un solar invadido por la maleza. Del primitivo
edificio apenas quedaba parte de la fachada en estado ruinoso. Una señal colocada por el Ayuntamiento
advertía del peligro de inminente derrumbe.
Encontró
el sobre verde encajado entre las tablas rotas que un día impedían el acceso al
recinto.
VERDE—6—¡¡¡!!!
Regresó
al bar Antón blandiendo su cartera
como un trofeo de caza, portando en el bolso interior de su cazadora la
verdadera pieza cobrada. Antes de irse hizo ademán de pagar la tónica, pero
Paco le dijo que invitaba la casa, aunque sólo fuera para compensarlo por el
susto que se había pegado. Villamañe se marchó, finalmente, dándole las gracias
y sintiéndose vagamente culpable. Se dijo que, si al final la cosa llegaba a
buen puerto, le haría un pormenorizado relato de los hechos.
Mientras
enviaba la foto para Oliveras, sonreía con la cara de satisfacción del gato que
tiene al ratón a su alcance, imaginando además que El Uruguayo ya no las
tendría todas consigo a estas alturas.
Apoyado,
cual director en su atril, en el panel turístico de la Mirandilla, Villamañe se
recreó unos momentos contemplando el panorama desde su privilegiada atalaya. Las aguas de las Ría habían completado su
repliegue y reponían fuerzas para retomar su periódica ofensiva.
A
sus espaldas se levantaba el bar El Peñón,
cuyo nombre hacía honor al promontorio rocoso sobre el que se asentaba. El
local era otro clásico de los viejos tiempos. También aquí, José Villamañe
había pasado muchos y buenos ratos…
El
maestro rural esbozó un gesto de vaga melancolía y, a continuación, abrió el
sobre.
…La
foto era una de las más artísticas de la serie hasta el presente. Mostraba una
impresionante imagen nocturna del Casino refulgiendo cual colosal lingote bajo
la luz dorada de las farolas como si Midas también se hubiera pasado por aquí.
A su vera, las negras siluetas de las acacias se cernían sobre el centenario
edificio cual extraños moradores de las tinieblas.
Villamañe
pensó que Oliveras mostraba cierta querencia por el parque, lo cual bien mirado
era natural por la notable presencia de edificios y monumentos, almacenes de la
memoria, que habitaban en el arbolado recinto.
El
séptimo, Viva y Bravo, sobre rojo hizo su aparición en escena hábilmente
camuflado en el doble fondo de una papelera, la más cercana a la entrada de la
Biblioteca.
Hablando
de Almacenes de Memoria, pensó en ese momento Villamañe, la Biblioteca Popular Circulante de Castropol, inaugurada
en el mes de marzo de 1922, ocupaba un
lugar de honor en la inestimable labor de construir puentes sobre los abismos.
ROJO—7—¿¿¿???
HORA: 18.40…Transcurrido: 580 min…Restante:
197 min.
SALDO: +86
Villamañe
se frotó las manos y se animó a lo Sánchez Vicario con el célebre “vamos”. El
maestro rebosaba optimismo por los cuatro costados. De todas formas, seguía con
la mosca tras la oreja.
Disponía
de casi hora y media de tiempo extra y eso era mucho tiempo. No creía que
Olivares hubiera errado tanto sus cálculos, ni tampoco que lo hubiera
subestimado hasta ese extremo. No, más bien pensaba que El Uruguayo aún le
reservaba más de una desagradable sorpresa; seguro que guardaba, al menos, un
par de ases en la manga. El final iba a ser de órdago. Estaba en el buen
camino, pero en absoluto debía cantar victoria, vender la piel del oso y todo
eso.
CAP. VIII: EL SÉPTIMO ENIGMA
Villamañe
abrió el sobre allí mismo, sentado en la baranda de piedra labrada, robusta
frontera entre el parque y la explanada colindante.
Enigma
número 7
Pinchar en la última cuesta cerca de la
meta.
Es lo peor que le puede pasar a un
ciclista.
Entre todos los muebles: caros y
baratos,
¿Cuál gasta más en zapatos?
Entre
todos los animales del mundo
¿Cuál
es el peor estudiante?
José
Villamañe, sentado en un banco del parque a la vera del héroe Villamil, se
afanó en descifrar el último enigma. Un poco más allá, un par de jubilados
mataban el tiempo leyendo dos gruesas novelas en tapa dura recién sacadas de la
Biblioteca. Una joven madre paseaba su cochecito entre los setos, mientras
otros dos niños de corta edad armaban un gran bullicio en la zona de juegos
infantiles.
El
maestro rural trató de concentrarse aislándose del exterior, hasta que
consiguió quedarse a solas en el mundo con las crípticas frases.
Así,
a primera vista, más que un solo acertijo, se le antojaron tres adivinanzas
distintas pero relacionadas entre sí por un nexo común.
Pensó
que, si conseguía resolver una de ellas, las otras dos vendrían rodadas.
Pinchar en la última cuesta cerca de la
meta.
Es lo peor que le puede pasar a un
ciclista.
Lo
primero que se le pasó por la cabeza fue un viejo conocido: el puente de El
Esquilo. Creía recordar que en sus tiempos de escolar existía allí un puesto de
alquiler de bicis. No creía, sin embargo, que Oliveras repitiera el mismo
sitio, eso iba contra la lógica y también contra la estética, quebrantando las
más elementales normas de una Búsqueda del Tesoro como mandan todos los cánones.
Por
otra parte, la geografía de Castropol era bastante plana, no existían grandes
cuestas; es posible que las más pronunciadas fueran los ascensos desde el
muelle hasta la plaza de la iglesia, y desde Peñamar hasta el parque, pero no
parecían tener la suficiente entidad como puerto puntuable por muy modesta que
fuera la prueba ciclista en cuestión.
Desconocía
si algún ciclista de renombre había nacido en Castropol, pero si tuviera que
apostar juraría que no era el caso.
Viendo
que no sacaba nada en claro, lo intentó con el segundo acertijo.
Entre todos los muebles: caros y
baratos,
¿Cuál gasta más en zapatos?
En
Castropol al día de hoy no había ninguna tienda de muebles y tampoco ninguna
carpintería, al menos que él supiera.
En
las grandes casonas de la villa, algunas, auténticas mansiones, sin duda habría
más de un mueble más o menos antiguo, artísticamente labrado, y, por todo ello,
muy valioso; pero, Villamañe sospechaba que no iban por ahí los tiros. Olivares
no podía esperar que él se dedicara a andar de casa en casa presentándose como
anticuario, historiador o similar.
Entonces,
así, de repente, creyó encontrar la solución. Le pareció tan tonta que temió
haberse equivocado, no podía ser tan sencillo.
La
mayoría de los muebles tienen patas. Por tanto, gastará más en zapatos el que
tenga más patas. Lo cual era una tontería que no llevaba a ninguna parte: todas
las mesas, sillas y armarios tienen 4 patas.
En
sentido figurado, llevarían zapatos aquellos que se calzan cuando cojean de una
pata. Se calzarían más a menudo aquellos que no se encontraban fijos, los que
se movían a diario. En estas condiciones, el candidato más idóneo sería una
mesa ubicada en un local público, como un bar, por ejemplo; o, mejor aún, una
escuela rural, con el piso de madera mal nivelado, dónde los jóvenes usuarios
de los pupitres se suelen mover bastante. Villamañe podía dar fe de ello.
¿Una
mesa de escuela, pues? Muy poco probable, discurrió Villamañe, acordándose del
sobre escondido entre los geranios de las Escuelas Viejas. Volvía a tropezar
con el mismo escollo del primer acertijo: ese lugar ya estaba pillado.
Con
una sensación de creciente desánimo, la emprendió con el tercero en discordia.
Entre todos los animales del mundo
¿Cuál es el peor estudiante?
A
ver si con éste estaba más inspirado, porque si no el despejado cielo azul que
lo acompañara hasta el presente empezaría a cubrirse de espesos nubarrones.
Olivares
había escogido un día ideal con unas condiciones climatológicas inmejorables
para desarrollar un Rastreo; solo faltaba que ahora se desencadenara una
tormenta.
Así,
al pronto, este no parecía más asequible de los demás. Si en vez de preguntar
por el peor, preguntara por el mejor, al menos habría unos cuantos candidatos
posibles. Ahí estaba el elefante y su famosa memoria; el mono, capaz de fabricar
herramientas y de reconocerse a sí mismo frente a un espejo; el loro, que puede
aprenderse un extenso repertorio de palabras; y, por supuesto, el perro y el
delfín, por su capacidad para el aprendizaje y su estrecha relación con los
humanos.
Si
le preguntan a un niño respondería, lógicamente, que los peores estudiantes
serían el burro, por razones obvias, y la oveja, que sólo se sabe la letra b.
Pero, claro, en un desafío de categoría como este, no caben este tipo de
soluciones tontorronas.
Villamañe
repasó mentalmente la lista de animales más listos y descubrió, con gran
sorpresa, que uno de ellos podía ser perfectamente el peor estudiante. Cómo
Einstein, pensó, realizando una rápida asociación de ideas, que era un genio y
suspendía Matemáticas.
Señoras
y señores, niños y niñas, en el Primer Campeonato de Animales Malos
Estudiantes, por unanimidad del jurado popular el ganador es…¡¡¡El
loro!!!...Porque lo repite todo.
Y,
tal y como había sospechado, una vez resuelto un acertijo, los otros dos caían
por su propio peso. En determinado contexto, y, especialmente en las
circunstancias que aquí concurrían, el loro se asocia naturalmente con los
piratas. Todo buen filibustero que se precie debe llevar el simpático animalito
sobre su hombro, limpiándose el pico con la pata de cuando en cuando y
profiriendo alguna gracia que otra, más o menos subida de tono.
Pinchar en la última cuesta cerca de la
meta.
Es lo peor que le puede pasar a un
ciclista.
Entre todos los muebles: caros y
baratos,
¿Cuál gasta más en zapatos?
Entre todos los animales del mundo
¿Cuál es el peor estudiante?
Además
del lorito, se necesitan, al menos, un par de cosas más para completar el
atuendo o disfraz de pirata. La solución al acertijo del ciclista por fuerza
tendría que ser el parche, y la de los zapatos solo podía ser la pata
de madera.
Añadimos
el garfio de rigor, y ya tenemos el pirata completo en perfecto estado de
revista.
¡¡¡Ingenio e Imaginación al
poder!!!...¡¡¡Al abordaje, mis valientes bucaneros!!!
Villamañe
pensó que, definitivamente, Olivares había llegado al final justo de fuerzas. El
último acertijo le había parecido el de menor dificultad. Aquello hizo que
aumentaran sus temores sobre la posibilidad de que El Uruguayo le tuviera
reservada una sorpresa final.
Una
vez resuelto el séptimo enigma, el menos laborioso de la serie, el maestro
rural tardó escasos segundos en saber, sin margen para la duda, dónde debía
buscar el último sobre verde. La meteórica revelación aumentó, más si cabe, su
desconfianza hacia una rápida e inmediata resolución del caso. Estaba cerca de
la meta, pero, o mucho se equivocaba, o aún le quedaba un último puerto que
ascender: corto, sí, pero muy duro.
Estacionó
el Peugeot, su singular bergantín, en el área recreativa cerca de los viveros,
y comenzó a descender a través de la empinada escalera de madera surcando el
túnel de eucaliptos rumbo al islote de El
Turullón, su particular Isla del Tesoro. Mientras transitaba la tortuosa y
resbaladiza senda artificial, Villamañe iba rememorando el mismo descenso, unas
decenas de metros y unas cuantas décadas antes, realizado en compañía de sus
compañeros de la Escuela Hogar en las múltiples visitas realizadas a la Playa
de Salías…
…Al
llegar al prado comprobó que la marea ya había comenzado su imparable retorno,
pero después de consultar su Casio, calculó que aún faltaban unas 5 horas para
la pleamar. No existía, pues, peligro de quedarse incomunicado.
El
templado viento del suroeste volvía a soplar en suaves pero continuas rachas
haciendo crujir la olorosa hojarasca de los eucaliptos que coronaban el
escarpado islote.
Tras
una breve, aunque fatigosa ascensión, Villamañe se abrió paso entre los
floridos espinos recorriendo el islote de una punta a otra.
Exactamente
a las 19.55, encontró el último sobre verde dentro de una pequeña caja fuerte
enterrada entre dos eucaliptos.
VERDE—7—¡¡¡!!!
HORA: 20.00…Transcurrido: 660 min…Restante:
117 min.
SALDO: +117
Temblando
de emoción, lo abrió allí mismo, sin mayor demora.
La
séptima foto mostraba una panorámica del cementerio de Castropol y sus
alrededores tomada desde el cruce con la carretera del muelle.
Si
Villamañe hubiera tenido que apostar antes de ver la foto, sobre cuál sería la
última instantánea escogida por Olivares, hubiera pensado en dos o tres decenas
de rincones de Castropol antes que en éste.
Por un
momento, se le ocurrió la peregrina y loca idea de que Olivares había escondido
los lingotes dentro de una tumba. Luego, razonando con más calma, decidió que
la temeridad de El Uruguayo no llegaría hasta ese límite, pero que, sin duda,
allí en el Camposanto hallaría la pista definitiva.
Diez
minutos después, se hallaba delante de la puerta enrejada contemplando las
blancas sepulturas adornadas con ramos de flores, mustias la mayoría, entre los
setos pulcramente recortados.
Un
ocaso tranquilo teñía el horizonte hacia la ermita de Santa Cruz y hacía arder
la ría con llamas doradas y silenciosas. Entre los eucaliptos, impasibles
guardianes de los muertos, que crecían a la vera del cementerio, discutían con
calor una pareja de palomas torcaces. Un cuervo de fiero y respetable aspecto
graznó tres veces desde su atalaya en lo alto del castaño sin hojas, habitante
de un perpetuo invierno, en la finca de la antigua casa de los Cancio.
La voz
cascada y gruñona del pájaro enlutado espantó a las palomas que levantaron
vuelo con un estruendoso aplauso alado y tomaron rumbo hacia la playa de Fontelas.
Villamañe,
estremeciéndose involuntariamente, miró al ave de mal agüero, preguntándose si
se trataría de un sicario a sueldo de Oliveras enviado por su jefe para
entorpecer su desembarco en la isla dónde un cofre con 7 lingotes de oro
aguardaba paciente su desentierro.
Bueno,
y ¿ahora qué?, se dijo Villamañe, ¿qué se supone que debía buscar, si ya no
había más sobres rojos? O, ¿a lo mejor, sí los hay?
No
tardó en salir de dudas. Obedeciendo a una intuitiva y repentina corazonada, se
aproximó hacia dónde se hallaba el cuervo, el cual volvió a graznar y levantó
pesado vuelo en dirección a la ría.
Halló
lo que buscaba en las entrañas del árbol muerto, en el oscuro interior de la
fea herida que rasgaba su tronco pétreo.
Al
final, resultó que sí que había otro sobre rojo. El noveno de la serie.
Lo cual
quería decir, pensó Villamañe, que aún no se habían terminado los enigmas.
Abrió
el sobre con el ceño arrugado, esbozando un gesto de franca contrariedad.
Dentro,
halló otro sobre azul, con la pegatina de un sol desplegando sus rayos sinuosos
sobre la totalidad del celeste polígono. El astro rey lucía una enorme sonrisa.
Bueno, al menos, un nuevo color entra en escena, algo es algo. El maestro
sonrió complacido sintiendo renacer su optimismo.
En su
interior albergaba una tarjeta azul marino con unas cuantas frases en artísticas
letras doradas.
EL
NÚMERO 7
7 son los enanitos de un cuento muy
conocido
7 son los cabritillos por el lobo
apetecidos
7 son los colores de un arco muy
colorido
7 son las moscas que mató el
sastrecillo
7 son las leguas recorridas del camino
7 son los Sacramentos en la vida
recibidos.
7 días de la semana, desde el lunes al
domingo
7 enigmas ha tenido el presente desafío
7 lingotes valen si lo rematas con tino
Pues si
esta es la pista definitiva, la que señala el lugar dónde se encuentra el
tesoro, apañados estamos, discurrió un perplejo Villamañe.
Y otro
orden de cosas, hay que ver con el número 7.
A simbólico y cabalístico no le gana nadie.
Buscando
nuevos e inspiradores escenarios, montó en el Peugeot y condujo hasta el campo
de La Paloma, otro rincón de
Castropol que también le traía muchos y gratos recuerdos…
…El
maestro rural dejó vagar su mirada, llena de melancólico pesar ante el
irreconocible aspecto que presentaba el solar desnudo y abierto allí dónde
antaño se ubicara el viejo y entrañable recinto deportivo.
Luego,
se dijo que mejor olvidaba el pasado y se concentraba en el presente, si quería
terminar la tarea que se traía entre manos.
Villamañe
consultó la hora. Las 20.30.
¡Media hora
menos!...Ahora el tiempo parecía volar. Le quedaba una 1 hora y 27 minutos. Si
fuera un partido de fútbol ya habría consumido 3 minutos de la primera parte. Y
en esta ocasión el árbitro, juez implacable, no descontaría ni un miserable
segundo.
Después
de 7 enrevesados enigmas y 11 horas
y media de enorme esfuerzo mental y físico, ¿el éxito o fracaso de la titánica
empresa dependía de La singular letanía del número 7? ¿Acaso, no tenía nada más…?
¡¡¡Las 7 fotografías…por supuesto…ahí estaba
la clave!!! No eran un fin en sí mismo, sino las piezas de un rompecabezas cuya
resolución supone conseguir la llave del cofre o al menos una indicación clara
y definitiva sobre su paradero.
José
Villamañe regresó al Centro de Mando, cogió las 7 fotos y las extendió en la sala de estudio sobre la mesa del
profesor, disponiéndolas de izquierda a derecha en el mismo orden en que había
ido encontrándolas.
Es posible
que Oliveras las hubiera repartido al azar, pero, conociéndolo, no lo creía.
Sin duda, su aparición temporal obedecía a un itinerario con un principio y un
final, algo así, como una especie de festivo Vía Crucis con 7 estaciones. Descubrir la verdadera
naturaleza de ese singular camino de Pasión, le permitiría alcanzar su anhelado
Gólgota, el último puerto, corto, pero duro, en cuya cima se encuentra la ansiada
línea de meta.
A continuación,
quitó unas cuantas mesas para abrirse paso hacia el encerado, donde esbozó un
croquis que iría completando con todo lo que se le ocurriera.
Foto número 1: El puente de El Esquilo.
Foto número 2: La Granja-Escuela de
Piñera.
Foto número 3: La ventana enrejada del
patio del Palacio.
Foto número 4: El libro del Minotauro
en la Librería Ardura.
Foto número 5: El hotel del Peñamar.
Foto número 6: El Casino.
Foto número 7: El cementerio de
Castropol.
Lo
primero que se le ocurrió es que algunas mostraban una realidad objetiva y
otras, en cambio, podrían ser símbolo de algo, del mismo modo que una S cruzada
por dos barras significa riqueza y un corazón atravesado por una flecha se
interpreta como amor.
En este
sentido, le llamaba especialmente la atención esa ventana con rejas de la foto
3. Así como las otras mostraban un todo completo, en esta aparecía una parte de
ese todo. Esa ventana podía simbolizar varias cosas. Vista desde fuera nos
señalaría un lugar al que está prohibido entrar, por ejemplo, un área militar,
una central nuclear o, sencillamente, cualquier propiedad particular, dónde si
te pillan te pueden detener por allanamiento de morada. Y aún se podrían poner
más ejemplos. Demasiadas posibilidades. Ahora bien, la foto está hecha desde
dentro. Eso no puede ser simple casualidad, no tratándose de Olivera.
Desde
esa perspectiva interior se reducen notablemente el número de posibles
candidatos simbolizados.
Obviando
algunos tan exóticos como un barco en cuarentena o similares, se reducen
básicamente a dos: un convento de clausura y una cárcel. Ni las monjas ni los
presos pueden abandonar su encierro: las primeras por sus votos; los segundos,
por sus delitos.
Ahora
bien, hay una diferencia importante entre ambos: las primeras han entrado
voluntariamente y los segundos de manera forzosa. Por lo tanto, en sentido
estricto, sólo estos últimos están retenidos contra su voluntad.
Terminado
su complejo y laborioso proceso mental, Villamañe anotó la palabra cárcel al lado de la foto número 3. En
todo caso, no se podía descartar que simbolizara un convento, sobre todo, si tenemos en cuenta que en la Escuela Hogar
hubo unas cuantas monjas y, que se sepa, ningún preso.
Esto le
dio una idea: identificar cada foto con un par de palabras, si fuera posible;
en todo caso, no más de tres. Eso
simplificaría las cosas: se trataba de hacer el resumen de un resumen,
sintetizar al máximo buscando la esencia, podar lo accesorio para poner de
relieve lo primordial, talar los árboles para poder ver el bosque.
Villamañe
rehízo su valioso esquema.
FOTO 1:
Puente—Río.
FOTO 2:
Granja—Escuela.
FOTO 3:
Cárcel—Convento.
FOTO 4:
Minotauro—Ariadna—Laberinto.
FOTO 5:
Hotel—Turista—Viajero.
FOTO 6:
Casino—Juego—Ruleta—Dinero—Dados—Bingo.
FOTO 7:
Cementerio—Muerte—Flores—Tumba.
El
maestro rural, entre aquel mobiliario escolar dónde se movía como pez en el
agua, contempló su trabajo y sonrió satisfecho. Se sentía lúcido y despierto,
cuerpo y mente pletóricos de energía. Tiembla Olivares, ya veía la meta a lo
lejos; un par de revueltas más abriéndose paso entre el gentío que lo vitorea
entregado, y apoteósica entrada en meta con los brazos en alto, después de
abrochar el maillot.
De
todas formas, aún había demasiadas palabras, en las dos últimas fotos había
sobrepasado el límite marcado; de hecho, en la sexta lo había doblado. Por otra
parte, aquello no le preocupaba demasiado: intuía que lo importante era el tema
o, mejor dicho, el campo semántico, y éste quedaba bien delimitado en ambos
casos.
Consultó
su cronómetro.
20:55
Le
quedaban 1 hora y 2 minutos. Tiempo suficiente, pero no debía descuidarse. Se
concentró en el esquema de la pizarra.
Algo se
agitó en algún oscuro rincón de la mente de Villamañe, algo pequeño, esquivo y
resbaladizo como un pececito de colores. Aparecía fugazmente y se ocultaba tras
las rocas y los corales, o se sumergía en la arena, antes de que pudiera
asirlo. Todo lo más que consiguió fue rozarlo con la punta de los dedos en un
par de ocasiones.
La
cabeza empezaba a dolerle impidiéndole razonar con claridad.
Salió
al balcón abierto hacia la Huerta. La fresca brisa que soplaba desde la ría
despejó su mente y serenó su espíritu.
Contempló
el lúdico recinto con aire soñador…
...El
esquivo pececito reapareció de nuevo, ahora durante mayor tiempo. Villamañe
intentó atraparlo, llegó a asirlo brevemente por la cola, pero terminó por
escapársele otra vez.
Invadido
por una sensación de creciente frustración, el maestro dio un puñetazo sobre la
mesa, perturbando el reposo de las 7 fotos que se agitaron temblorosas.
Villamañe
respiró hondo para serenarse. Tenía que mantenerse tranquilo y dueño de sí
mismo porque si no lo echaría todo a perder.
Salió
al pasillo con intención de acceder al patio, pero luego cambió de idea y se
dirigió hacia las habitaciones del ala izquierda.
Obedeciendo
a un repentino impulso penetró en la estancia ubicada al final del pequeño
pasillo. Antiguamente había sido la habitación de los mayores, recordaba haber dormido
allí los últimos cursos, y posteriormente se usó como biblioteca y sala de
costura. La pálida luz vespertina que penetraba a través de las dos ventanas,
una daba a la Huerta y otra al Peñamar, revelaba un variopinto mobiliario.
Toda la
pared de la derecha estaba ocupada por una estantería atestada de libros,
algunos bastante deteriorados. Villamañe no les prestó demasiada atención
porque ya los conocía de anteriores visitas y además no disponía de tiempo. El
oro se le estaba agotando.
Al lado
de la estantería y enfrente a la ventana se apostaba una mesa alargada provista
de robustas patas torneadas. Sobre la misma, veíanse un globo terráqueo y tres
tableros, ajedrez, parchís y damas, bien colocados, uno al lado del otro, con
sus fichas y piezas correspondientes.
Para
sorpresa y admiración de Villamañe, resultaron ser el cebo perfecto. Esta vez
el pececito de colores, la huidiza intuición que germinara en el cerebro del
maestro, aumentó de tamaño y se dejó atrapar con facilidad.
Nuestro
hombre regresó a la carrera a la sala de estudio, contempló las 7 fotos asintiendo con una sonrisa de
profunda satisfacción, y se dispuso a corregir el esquema realizando la poda
definitiva.
FOTO 1:
Puente.
FOTO 2:
Oca.
FOTO 3:
Cárcel.
FOTO 4:
Laberinto.
FOTO 5:
Posada.
FOTO 6:
Dados
FOTO 7:
Muerte.
El juego de la Oca.
Hace un
par de minutos en la sala de juegos José Villamañe se había sentido como San
Pablo cuando se cayó del caballo. El tablero de parchís había sido su particular
luz divina cegadora.
Había
estado jugando a la Oca. Eso sí, había tenido el gran honor de participar, sin
ninguna duda, en la mayor y más original partida nunca antes vista. Su
admiración por el ingenio, el genio, de Oliveras subió varios enteros.
Pero
aún no había terminado. Miró el reloj de pared.
21:
15
Le
quedaban 42 minutos.
Muy
bien. El juego de la Oca. ¿y ahora, qué? Al final, en la séptima jugada había caído en la casilla de la Calavera, lo cual no
era de extrañar con la mala racha de juego que había llevado: cárcel,
laberinto, posada y, finalmente, la Muerte.
Lo cual
quería decir, reflexionó un lúcido Villamañe, que había terminado la partida.
¿Qué se suponía que debía hacer, entonces…?
Estaba
muy claro: Volver a la Casilla de Salida.
Así
pues, si el razonamiento era correcto, y creía que sí, los 7 lingotes estaban
escondidos en el lugar dónde empezó La Búsqueda del Tesoro.
El
lugar en el que se hallaba ahora mismo.
El palacio
de Valledor.
21: 20…Le quedaban 37 minutos.
Regresó
a la sala de juegos y revisó los tableros de la mesa. Nada. Descubrió un par de
tableros más, camuflados entre los libros.
Pegado
en uno de ellos, halló lo que buscaba.
Se
trataba de un sobre dorado, buen toque alegórico, en cuyo interior descubrió una
pequeña llave y otra tarjeta con el enigma final.
EL
TIEMPO ES ORO. EL BUEN TIEMPO ES UN TESORO
Desde el umbral de David, 5 pasos al
frente, 5 a la izquierda, 10 a la derecha, 2 a la derecha, 3 a la derecha, 2 al
frente.
Parecía
que los enigmas no se iban a terminar nunca. Imaginó que la llave abriría el
escondrijo del cofre. Ahora, sólo le faltaba encontrarlo.
Por una
parte, su significado estaba meridianamente claro, especialmente la primera
parte. Nadie duda de que el tiempo es muy valioso, sobre todo si se trata de un
Rastreo, un factor a tener muy en cuenta tanto en el aspecto cronométrico como
meteorológico. Hasta el presente, discurrió Villamañe, el segundo había
acompañado y en el primero iba sobrado. Al menos, hasta ahora, claro, porque el
último as de Olivares, que tenía en sus manos, igual resultaba un hueso duro de
roer.
Se
supone que la enigmática frase hacía referencia a algún objeto que se
encontraba dentro del palacio.
Tenía
media hora escasa para buscarlo.
EL TIEMPO ES ORO. EL BUEN TIEMPO ES UN TESORO.
Desde el umbral de David, 5 pasos al
frente, 5 a la izquierda, 10 a la derecha, 2 a la derecha, 3 a la derecha, 2 al
frente.
Tardó
10 minutos escasos en descubrir, comprender, que en toda la inmensidad del
palacio de Valledor sólo había una cosa, un artilugio, fruto del ingenio
humano, que encajaba a la perfección con la frase, fusionando totalmente los
dos conceptos de la palabra tiempo: el cronométrico y el meteorológico.
Unos
segundos más tarde, contemplaba, con una sonrisa de triunfo, el Reloj de Sol
situado bajo el alero del tejado sobre la puerta de la capilla.
A esta
hora, 21:33, lógicamente, ya no
marcaba nada. El astro rey, fiel acompañante a lo largo de la jornada, se había
ido hacía un buen rato.
Estaba
claro que el umbral de David se refería al de la puerta de la capilla. Primero,
creyó que Oliveras hablaba del David bíblico, lo que parecía bastante lógico,
dada su ubicación a la entrada del sacro recinto. Luego, dedujo que más bien
tenía que referirse al Reloj de Sol.
La
pieza metálica del mismo se conoce como gnomon. La célebre canción resonó en
los oídos de Villamañe:
…” Soy 7 veces más fuerte que tú…”
Formidable,
Oliveras, realmente formidable. Y el número 7 que vuelve a aparecer. El Uruguayo no dejaba de sorprenderlo.
Había ideado un Rastreo fuera de serie. Cada pieza encajaba con inesperada
suavidad y asombrosa precisión para que todo funcionara como un reloj.
21: 40…Faltaban 17
minutos.
José
Villamañe se colocó bajo el dintel de David, el Gnomon, y comenzó a caminar
contando los pasos.
Los 5
primeros lo llevaron hasta los tres escalones que conducen al piso inferior del
patio; los 5 siguientes lo situaron en el centro del mismo; otros 10 más a la
derecha, y Villamañe se encontró delante de la puerta del despacho de doña
Matilde; los 2 siguientes lo adentraron en la pequeña estancia; 3 más y se halló frente a la ventana que daba
al patio; finalmente, los 2 últimos lo apostaron delante del enorme aparador de
castaño, bellamente labrado y con patas torneadas, que ocupaba todo el espacio
entre las dos ventanas.
Con la
llave de mayor tamaño abrió una de las puertas inferiores, la única que estaba
cerrada; Dentro, halló un cofre de tamaño mediano tallado en una sola pieza de
oscura madera.
Villamañe
prorrumpió en aullidos de triunfo liberando la tensión largamente contenida.
Luego asió el cofre por las dos agarraderas doradas, sorprendiéndose de su
notable peso, y lo depositó sobre la mesa, también antigua, a juego con el
aparador, que ocupaba el centro de la habitación.
Se
dispuso a abrirlo, usando la llave pequeña, sintiéndose como los personajes de
Stevenson cuando, después de innumerables peripecias, localizan el tesoro
enterrado por el cruel capitán Flint.
Ante
sus ojos entusiasmados, tanto o más que cuando era un niño, se reveló el botín
prometido.
Los 7 lingotes se le antojaron
incomparablemente bellos. Villamañe apostaría 1000 a 1 a que nunca había
contemplado nada tan hermoso.
Las 7 piezas brillaban con un resplandor
dorado de tal intensidad que tal pareciera que albergaran en su interior un sol
de juguete, más o menos del tamaño del que aparecía en el sobre azul que
hallara en el cementerio.
Villamañe
miró el reloj.
Las 21:50. Le habrían sobrado 7 minutos exactos.
No
podía ser de otra forma, teniendo en cuenta los antecedentes.
El
maestro rural nunca había creído que el destino estuviera escrito. Después de
lo vivido hoy, ya no estaba tan seguro.
Se
dispuso a fotografiar el cofre. Sería la última de la serie. Oliveras estaría a
punto de cantar triunfo. Tuvo que hacer varios intentos porque su mano
temblaba, y la de quién no, y le salían desenfocadas.
A las
21.51 se la envió a Torres.
GAME
OVER.
Tomó un
lingote en sus manos. El peso del noble metal le generó una sensación única, intensa
y reconfortante. Aquello era real, no era un sueño, y era todo suyo. Los ojos
se le empañaron, en el fondo era un sentimental. Se hizo un selfie sosteniendo
el lingote. Era el primero que se hacía, pero la ocasión lo merecía. Luego,
cerró los ojos, y viajó lejos, en el espacio y en el tiempo, hasta una isla en
el Caribe de arenas finas y blancas, transparentes aguas turquesa y selvática
vegetación.
Acompañado
por Jim Hawkins y el capitán Bill con el loro sobre su hombro y la fea cicatriz
cruzándole la mejilla izquierda, el pirata José Villamañe contemplaba, agotado y
sudoroso, pero radiante de dicha, el cofre abierto al lado del enorme boquete
excavado en la arena. Un sol en el cénit arrancaba destellos deslumbrantes de
las piedras preciosas y monedas de oro obligándolos a mirarlos con los ojos
entrecerrados.
Un momento después, el suave ronroneo de un
potente motor que le llegó desde la puerta del Palacio arrancó a Villamañe de
su placentera ensoñación.
Supuso
que sería Torres. Vaya, pues sí que se
había dado prisa. Villamañe miró su reloj y parpadeó asombrado. Consultó la
hora en el móvil.
Las 22:45.
Le parecía realmente increíble que hubiera transcurrido tanto tiempo. Si le
hubieran preguntado hubiera jurado que no habían pasado más de 7 u 8 minutos,
10 a lo sumo. Mucho había oído hablar el maestro rural del poder de fascinación
del dorado metal. Ahora había podido experimentarlo en carne propia, o, mejor dicho,
en espíritu propio: a él lo había hechizado hasta hacerle perder la noción del
tiempo…e, incluso, del espacio.
Se
asomó a la ventana que daba al patio y comprobó que no se había equivocado. El
fiel y eficiente abogado con su rizosa cabellera gris, su juvenil vestuario y
su sempiterna y franca sonrisa, lo saludó alegremente desde la puerta de
entrada.
Villamañe
lo invitó a entrar, pero el abogado le dijo que mejor saliera él con el cofre
para hacerse unas fotos allí en aquel marco incomparable, y que se diera prisa
porque la noche se les echaba encima. El maestro se apresuró a atender sus
indicaciones.
Depositó
el cofre con cuidado sobre el banco donde había comenzado todo hacía casi 14
horas. Torres le dio un fuerte apretón de manos, manifestándole su más
entusiasta enhorabuena y le palmeó ruidosamente la espalda. A Villamañe le
sorprendió su repentina efusividad, creía recordar que antes se mostraba mucho
más comedido.
Le
preguntó sobre Oliveras, extrañándose por no verlo, pues creyó recordar que El Uruguayo
le había asegurado que regresaría cuando finalizara el Rastreo.
Torres,
exhibiendo una enigmática sonrisa, le garantizó que su jefe era un hombre que
siempre cumplía su palabra, y esta vez tampoco había sido una excepción, pero
que en realidad no tenía que volver porque nunca se había marchado.
Villamañe
lo comprendió todo un instante antes de que el supuesto abogado se presentara como
Juan Oliveras Gallardo, al tiempo que le tendía su carnet de identidad y un
ejemplar de La Nueva España en la que el millonario aparecía en una foto a toda
página, con motivo de la reciente inauguración de un Centro Cultural con su
nombre.
Los dos
viejos camaradas se fundieron en un estrecho abrazo felicitándose mutuamente
por lo bien que se encontraban a pesar de haber sobrepasado con creces el medio
siglo de existencia.
Villamañe
hubo de reconocer que Oliveras presentaba un aspecto de lo más saludable.
Luego,
después de recordar brevemente los viejos tiempos, cada uno mostró su sincera
admiración hacia el otro por la extraordinaria capacidad demostrada para crear
enigmas, en el caso de Oliveras, y descifrarlos, en el caso de Villamañe;
teniendo la certeza, además, de que, si cambiaran los papeles, el resultado
sería el mismo, saliendo ambos airosos de la prueba.
Y ya,
sin más dilación, Oliveras, Míster Previsor, montó la cámara en el trípode y se
hicieron la foto enfrente de la puerta del palacio por el lado de dentro con el
cofre en medio y los lingotes asomando del mismo.
Cuando
Oliveras se disponía a retirar el trípode, Villamañe le rogó que aguardara un
minuto. Cogió del coche el pequeño cofre y la novela de Stevenson y se hicieron
otra foto. Previamente, a petición de Villamañe, un emocionado Oliveras,
cuarenta años después, sostuvo por primera vez el libro en sus manos, su
codiciado objeto de deseo, que, una vez más se le había vuelto a escapar.
Media
hora más tarde, rematarían la jornada a lo grande cenando en Casa Vicente.
Villamañe volvería a apostar 1000 a 1 a que su colega sudamericano ya se la
había encargado al bueno de Avelino al menos con un mes de antelación. En el
transcurso de esta se contarían, qué duda cabe, mil historias del pasado, comentarían
mil aventuras del presente, la inolvidable jornada de hoy, y forjarían mil
planes para el futuro.
Y es
muy posible, 1000 a 1, que diría el maestro, que después de los postres y el
café, mientras paladean con satisfacción unos chupitos del licor del fraile,
Oliveras le proponga a Villamañe la revancha de la revancha, en la cual el
maestro inventa los enigmas y el millonario los resuelve, propuesta que éste
acepta al instante.
Y, aún,
apurando al máximo mis dotes de privilegiado clarividente, puede ver con
absoluta nitidez en mi bola virtual como a eso de las tres de la madrugada, con
la Luna llena y las luces del puente de los Santos incendiando la ría en calma,
los dos viejos amigos, retrocediendo cuatro décadas en el tiempo, se arrancarán
con su grito de guerra favorito:
“¡¡¡Ingenio e Imaginación al poder!!!
¡¡¡Bucaneros, al abordaje!!!”
Pero
todo esto, ya digo, será después. Ahora, en este preciso momento a las 23:05 del día 20 de junio del año 2018, Oliveras y Villamañe, el maestro y el millonario,
abandonan la Escuela Hogar, montan en el Peugeot y se pierden en la noche de
Castropol.
El
palacio de Valledor se queda otra vez sólo. Tampoco es que le importe
demasiado, desde unos cuantos años a esta parte ya se ha acostumbrado a la
soledad. Lo cual no quiere decir que le moleste la compañía humana, en
absoluto. Hoy, por ejemplo, ha sido una jornada memorable, la mejor que
recuerda en mucho tiempo, escrita con letras doradas, nunca mejor dicho, y
guardada en un lugar preferente en su nutrido Almacén de la Memoria.
Esta
noche, la histórica casona, con casi 4 siglos de existencia, se siente tranquila.
El presente es razonablemente bueno, y el futuro promete ser aún mejor.
Pero no
siempre fue así. Hubo un tiempo, no muchos años atrás, en que el histórico
Palacio, abandonado por todos y dejado de la mano de Dios, se encontraba en un
lamentable estado físico y moral.
En esa
aciaga época, llegó a temer seriamente por su vida. Su agotado corazón de
piedra amenazaba con rendirse en cualquier momento.
Y
entonces, ocurrió…llegó el día de la Resurrección…
…Un buen día llegaron los hombres y las
mujeres. Todos vecinos de Castropol, todos con ganas de trabajar.
Desinteresadamente.
Vinieron cargados de herramientas y
buenas intenciones.
Cortaron las zarzas y las hiedras,
limpiaron el patio y despejaron la huerta.
Libre de la maleza opresora y
asfixiante, el palacio de Valledor respiró aliviado ensanchando sus pulmones de
piedra.
El color de la vida retornó a sus
paredes grises y a sus ventanas verdes, tras largos lustros sepultadas y a
merced del invasor.
Un hondo sentimiento de bienestar y
gratitud infinita se adueñó del alma de la vieja casona.
El vigor juvenil de antaño pareció
animar de nuevo sus músculos y huesos, varias veces centenarios.
La sangre de la memoria fluyó con
renovados bríos a través de las ancianas arterias e irrigó las agostadas
neuronas haciendo reverdecer los recuerdos.
El palacio de Valledor volvía a nacer.
Como un ave Fénix colosal resurgía de
entre las cenizas del olvido, desplegaba sus alas ciclópeas y muy pronto,
pletórico, surcaba de nuevo los cielos.
Al fin se marcharon los obreros y
aparecieron los músicos.
La banda de gaitas “El Penedón”
estableció allí su cuartel general.
Los acordes festivos retumbaron entre
las paredes aletargadas y estremecieron los cimientos enmohecidos.
Las familiares melodías espantaron la
tristeza y barrieron la melancolía que, como pátina desolada, rocío funesto,
sudario invisible, habían recubierto por entero la maltratada piel del palacio.
La arrolladora cascada de notas
verbeneras se derramó, impetuosa y exploradora, reverberando hasta el último y
adormecido rincón, reventando la burbuja del silencio, enclaustrado y
polvoriento.
Y con la música llegaron los niños.
Armados con tizas de colores, tomaron
el patio y lo llenaron de nombres y risas.
El familiar bullicio infantil,
largamente añorado, rompió las barreras del tiempo y tendió puentes a través de
los abismos de la memoria fusionando pasado y presente.
Desde
entonces, el enfermo ha continuado mejorando hasta recuperar la salud perdida. Así, hoy por hoy,
encara el porvenir con ilusión y optimismo, presto para continuar acrecentando
su historia de siglos.
Pensando
en todo esto, el palacio de Valledor se durmió tranquilo.
Y podríamos
apostar, 1000 a 1, a que esta noche soñó con tesoros y piratas, con lingotes y
acertijos.
FIN