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miércoles, 15 de junio de 2022

REGRESO AL PASADO


 

José Villamañe descendió de su auto y entró en el Palacio de Valledor, la vieja Escuela Hogar en la que había estado interno en la década de los setenta.

En el patio porticado medraba una pequeña selva de zarzas, brotando entre las heridas del cemento. La hiedra también asomaba por doquier y, tras husmear por el suelo cuarteado, trepaba por el blanco leproso de los muros.

El maestro rural ascendió lentamente los desgastados peldaños y penetró en el interior del solitario caserón. Ante él se abría el largo pasillo que corría tras las fachadas que abrazaban el patio.

Recordó el Orfanato del Santo Ángel, allí existente desde principios de los años 20 hasta finales de la década de los 50, y que llegó a albergar hasta sesenta huérfanos.

José Villamañe imaginó la dramática situación de aquellas criaturas, a merced del hambre, el frío y las enfermedades, y privados del más elemental afecto paterno.

Casi podía palpar la huella indeleble del sufrimiento, soledad, dolor y miedo, infantil, prisionera y latente, para siempre, entre los cansados muros del Palacio del Valledor. 

En ese momento resonó un fuerte golpe a su espalda. J.V. se giró sobresaltado, y se asomó a la ventana. 

Un gorrión se había estrellado contra el cristal y yacía sobre uno de los dos bancos de hierro situados a ambos lados del patio, con la cabeza torcida y las convulsas patitas arañando el aire.
Fotografió el pájaro agonizante y lo grabó en un primerísimo plano hasta que las patas del gorrión dejaron de agitarse y sus ojos vidriosos se velaron.

Descendió por la escalera hasta el amplio dormitorio y se tendió en una litera. Los pantanos de la memoria abrieron sus pesadas compuertas. Los recuerdos manaron a borbotones.

Unos minutos más tarde, se disponía a abandonar el cuarto de aseo cuando captó un leve movimiento dentro de uno de los espejos. Algo pequeño y oscuro se aproximó por su espalda a una velocidad prodigiosa. Resonó un golpe seco y breve, como un puñetazo de karate.
José Villamañe  descubrió el mirlo agonizante sobre el alféizar de la ventana.
 El animal moribundo lo miraba con ojos suplicantes. Abrió la ventana y percibió un fuerte olor a cadáver.
Un enorme gato negro pendía, ahorcado, en una de las ramas del robusto cerezo silvestre.

Desde el tramo superior de la escalera descendió hasta él un sonido de risitas sofocadas y pasos apresurados. Risas agudas y pasos cortos. Ruidos infantiles.
Su corazón se aceleró. Alarmado y expectante, ascendió un par de escalones y aguzó el oído, escuchando.
 

Las chicharras seguían cantando, parloteaban los gorriones y el viento gemía en los aleros y a través de los cristales rotos. Aparte de eso, no oyó nada más. Ningún ruido raro ni fuera de lo corriente.
El ulular de una sirena cercana silenció momentáneamente el concierto de los gorriones y las chicharras. El reloj del campanario de la iglesia dio dos campanadas. Una madre llamaba a su hijo a la mesa. Más lejos, hacia las colinas del Este, ladró un perro. Su aullido, prolongado y lastimero, resultó inquietante y descorazonador.

Al retornar al pasillo, se asomó a uno de los ventanales, aquél donde se estrellara el gorrión. En el patio, justo debajo de la ventana, un robusto gato negro devoraba con avidez el cuerpo del pájaro. De repente, el animal dejó de comer, alzó la peluda cabeza y se quedó mirándolo fijamente, con escrutadora y malévola intensidad. De su boca sobresalían varias plumas ensangrentadas y restos de vísceras.
 

El orondo felino lucía un hermoso pelaje leonado, enteramente del color del carbón excepto por una señal, pálida e indefinible, que recorría su garganta y que recordaba…
 

José Villamañe, dudando si soñaba o estaba despierto, recorrió el pasillo cual potro desbocado, raudo atravesó el comedor y se asomó a la ventana.
 

El pobre gato ajusticiado permanecía en el improvisado cadalso, cual horrendo y descomunal fruto en una delirante pesadilla. Entre el enjambre de moscas y avispas, su cuerpo se balanceaba suavemente acunado por el cálido viento del Sur.
Se echó a reír al tiempo que gesticulaba violentamente. Un observador imparcial pensaría que había enloquecido de repente. Pues claro que el animal seguía allí. ¿Dónde demonios iba a ir en tal lamentable estado? Eso le pasaba por leer a Poe. 

De nuevo en el patio, y antes de salir a la calle, tiró las últimas fotos y grabó los postreros minutos de vídeo. Unos extraños reflejos procedentes de la ventana del medio le llamaron la atención.

Activó el zoom de la cámara.

El visor se desvió bruscamente enfocando el tejado.
Cuando al fin consiguió recuperar el encuadre del ventanal, ya había desaparecido la perturbadora imagen.
 

Sólo habían sido unos segundos, pero, aunque alcance la longevidad de Matusalén, el maestro rural jamás podrá olvidar las dos caritas infantiles pegadas contra los cristales.
Se trataba de un niño y una niña, seguramente hermanos, la similitud de sus rasgos macilentos era muy grande. No tendrían más de 5 años.
Pálido y tembloroso, se sentó y cerró los ojos. La fugaz visión se había grabado a fuego en su retina.

Con aterradora nitidez, seguía contemplando las naricillas chatas y los pequeños labios remedando un beso imposible, aplastados contra el vidrio frío; y en sus ojos, muy abiertos, toda la pena y el desamparo del mundo, como un prolongado grito, mudo y atronador.

 

 


 

 

 


 


 

miércoles, 15 de diciembre de 2021

HUELLAS EN LA NIEVE


 

                            HUELLAS EN LA NIEVE

El viejo Lucas caminaba por el bosque nevado, bajo la amenaza de un cielo plomizo.

          Hacia la mitad de la cuesta, se detuvo y miró la franja sobre el camino, que dibujaban las copas de los árboles. Silencio absoluto, quietud total. Se avecinaba una enorme nevada. Lucas cerró los ojos y aspiró profundamente.

                            (El camino que lleva a Belén...)

El familiar villancico descendía desde el espigado campanario del pueblo, se derramaba por las callejas y se colaba por las ventanas, culebreaba juguetón entre las guirnaldas de luces y, después de pavonearse admirando su faz ancestral multiplicada en las bolas del gran pino de la plaza, llegaba por fin hasta el bosque, tras cruzar los campos nevados a lomos del viento del Norte.

          Lucas se deleitó, admirando aquel instante de magia suprema. El anciano sintió la plenitud del momento irrepetible en que todos y cada uno de los átomos y células de su cuerpo se fundían en armonía infinita con los diminutos cristales estrellados y danzaban juntos sobre el bosque, al son de las entrañables notas navideñas.

                           (...baja hasta el valle que la nieve cubrió...)

          Un perro ladró en la lejanía, hacia el pueblo. Aquel sonido inesperado rompió el hechizo. Lucas respiró hondo otra vez y se dispuso a ascender los últimos metros del camino, antes de comenzar el descenso final hacia la aldea.

Hacia la mitad del corto pero difícil trayecto, un rayo de dolor intenso estalló en el pecho del viejo caminante.

Lucas se dejó caer al pie de un enorme roble, recostándose contra su tronco nudoso.

                         (...Los pastorcitos quieren ver a su Rey...)

Los villancicos seguían llegando como viejos amigos que vienen a despedirse y, de paso, a recordar tiempos pasados.

                        (...Le traen regalos en su viejo zurrón...)

          Lucas se acomodó mejor contra el hospitalario roble y cerrando los ojos vio a su abuela y oyó su voz.

            “Cuando tú naciste cayó la nevada más grande que se viera en mucho tiempo. Estuvo nevando varios días seguidos. En la habitación de al lado unos niños cantaban villancicos…”

                           (...Yo quisiera poner a tus pies...)

El hombre, la nieve y la Navidad unidos para siempre desde su primer segundo de existencia.    Millones de cristales que bullían suspendidos en la atmósfera aquella lejana Nochebuena y que, atraídos por las mágicas melodías navideñas, habían sido atrapados y moldeados por éstas, generando la forma de un niño, compuesto de música y nieve.

                       (...algún presente que os agrade, Señor...)

El moribundo anciano abrió los ojos y se incorporó a medias contra el tronco del árbol. Lentamente, recorrió con la mirada el rastro de huellas que había dejado sobre la nieve, visible hasta la primera curva del sendero, unos 100 metros más allá.

          Huellas sobre la nieve. Al final, la vida del hombre se reduce a eso. Al nacer, nos depositan sobre un campo nevado, cubierto de nieve recién caída y tú comienzas a caminar, y las huellas que vas marcando son la historia de tu vida.

          La nieve…siempre la nieve…suspendida sobre su cabeza en el aire quieto. Lucas volvió a cerrar los ojos y percibió con abrumadora intensidad la tensa espera de la tierra, aprestándose a recibir la túnica que la envuelve, acunándola en su seno, mientras le susurra al oído secretos más viejos que el mundo.

El viejo abrió los ojos y miró al cielo. Un copo de nieve cayó sobre su frente.

                                           (El camino que lleva a Belén...)

Unos minutos más tarde, nevaba con fuerza sobre el bosque.

                                     (...yo voy marcando con mi viejo tambor...)

Arropado por el esponjoso manto y mecido por la más dulce de las nanas, el viejo Lucas comenzó a adentrarse en el sueño eterno. Al igual que aquella lejana Nochebuena, 83 años atrás, la música y la nieve se fundieron entrelazándose y un mágico torbellino surgió, extendiéndose entre el hombre y el cielo. Absorbido por el fantástico remolino de helados acordes, Lucas se dejó llevar, deslizándose apacible, sintiéndose girar, ascendiendo lenta e inexorablemente, impulsado por la blanca y cristalina melodía.

                                  (…Su ronco acento es un canto de amor...)

El fantástico tornado sobrevoló el camino que el anciano había recorrido. Lágrimas de hielo negro cayeron sobre todas y cada una de sus huellas. A continuación, el vórtice se elevó sobre el bosque, flotó un momento sobre los árboles y desapareció entre la cascada de los copos de nieve.

 Encontraron el cuerpo del viejo yaciendo al pie del roble, cubierto de nieve y con una expresión de dicha congelada en su rostro yerto.

          Mientras la tormenta seguía arreciando, Laura, la nieta menor del anciano, permanecía inmóvil, contemplando el cadáver de su querido abuelo.

 La chica miró hacia abajo desde lo alto de la cuesta, a través de la espesa y oscilante cortina blanca. La nieve voraz, que caía sin cesar, había borrado las huellas de Lucas y el camino aparecía cubierto por una capa uniforme e inmaculada.

Laura se secó las lágrimas, elevó los ojos al cielo y sonrió, lanzando un sonoro beso a través de los billones de estrellitas heladas que caían acariciando su rostro.

          Después, comenzó a descender por el sendero, lentamente, silbando feliz, y la nieve, gozosa, cantaba bajo sus botas.

 

                            (...Resuenen con alegría los cánticos de mi tierra…)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


domingo, 11 de abril de 2021

EL PASAJERO


 


Tras la estela del auto se arremolinaban las últimas hojas del otoño, que flotaban un momento en el aire, para yacer de nuevo, quietas y muertas.
Noche  de Luna Nueva y el cielo velado por oscuros nubarrones, barruntando tormenta. Furiosas ráfagas de viento soplaban por momentos, sacudiendo las copas de los robles, abedules y pinos que, cual guardianes formidables, flanqueaban la marcha del vehículo.
Paloma aceleró para alejarse de la zona boscosa y alcanzó una zona de campo abierto.

La joven frenó con brusquedad al divisar la forma humana.

Un hombre, tocado con gorra y luciendo un impermeable de color claro, estaba plantado en mitad de la carretera. Tenía los brazos extendidos hacia delante, abiertas las palmas de las manos.

Las ráfagas de viento hacían ondear los faldones de su impermeable, una especie de guardapolvo, y la lluvia, que había comenzado a caer, azotaba su cara. Paloma observó fascinada como las gruesas gotas rebotaban en la visera de la gorra negra. En el centro de la misma, la joven maestra acertó a distinguir un pequeño bumerang de color rojo que le resultó familiar y, por un momento, aquel dibujo absorbió toda su atención.

Antes de que Paloma pudiera reaccionar, el hombre abrió la puerta y se introdujo dentro del vehículo.

La chica intentó mantener la calma.
—¿Qué quiere?—
El individuo contestó sin girarse:
—Lléveme a San Martín, por favor—su voz sonaba ronca y apenada.

Paloma abrió la boca para replicar, pero en vez de eso, asintió, puso la primera y aceleró suavemente. Al fin y al cabo, San Martín quedaba cerca, unos tres kilómetros, más o menos, y el tipo no parecía peligroso.
Apenas cinco minutos después, el pasajero habló de nuevo:

—Me bajo aquí— susurró, moviendo apenas los labios.
La chica detuvo el coche y se encaró con su pasajero.

—¡¿Aquí?! —Paloma señaló incrédula el desolado paraje, azotado por el viento y la lluvia—pero... ¿no quería ir a San Martín?
El hombre volvió a mirar al frente y señaló la pronunciada curva que, unos metros más adelante, partía un bosquecillo de pinos y abedules.

— Iba a San Martín, pero me maté aquí y no pude llegar.
—Perdón ¿Qué ha dicho? Me parece que no he entendido bien.
—Me maté...Hace un año que estoy muerto...Y ahora...debo regresar.

Paloma observó cómo los ojos de su pasajero giraban dentro de las órbitas y quedaban en blanco. La piel de su rostro se tensó y reventó en los pómulos y mejillas, descubriendo la carne y el hueso; los labios tumefactos se abrieron con un chasquido seco, y la lengua, negra e hinchada, asomó entre ellos, como la cabeza de una culebra saliendo de su agujero. Bruscamente, extendió su brazo izquierdo y una mano esquelética aferró la muñeca de la joven. Paloma gritó. El fantasma acercó su rostro al suyo:
—Tengo que regresar —repitió —Y tú vendrás conmigo.
Paloma percibió el fuerte olor a cadáver y se desmayó.

El aire frío, que entraba a través de la ventanilla entreabierta, despertó a la joven maestra, liberándola de su pesadilla. Unos pinchazos sordos en las sienes la situaron de nuevo en la realidad. Recordó el calmante que se había tomado para aliviar la jaqueca, justo al salir de aquella interminable reunión.

Con la cabeza más despejada, arrancó el coche y se incorporó a la carretera. La noche era muy oscura. El viento soplaba con fuerza.

Comenzó a recordar el sueño. El impermeable gris ondeando al viento, la gorra negra con el dibujo rojo, los ojos blancos, la lengua hinchada, el contacto duro y frío del hueso en su muñeca. Instintivamente, se la frotó, mientras un escalofrío la sacudía.

Paloma respiró hondo, sacudió la cabeza y luego se echó a reír, al percatarse de lo ridículo que resultaba todo aquello. 

Había comenzado a llover de nuevo y una espesa cortina de agua, impulsada por un fuerte viento, azotaba el vehículo.

Al final de la larga recta, justo al iniciar la pronunciada curva hacia la izquierda, había un hombre de pie en mitad de la carretera. Vestía un impermeable de color claro que ondeaba sacudido por el viento y se cubría con una gorra negra con anagrama rojo. Tenía los brazos extendidos al frente, como pidiendo auxilio.

Paloma lanzó un grito, aferró fuertemente el volante y apretó el acelerador. El tiempo pareció congelarse y la chica tuvo la sensación de que el coche se detenía, mientras la fantasmal aparición se aproximaba rápidamente a través de la espesa lluvia. El ruido del brutal impacto se mezcló con el histérico chillido de la chica.

La noticia apareció al día siguiente.

        EXTRAÑO DOBLE ACCIDENTE EN LOS OSCOS

Un singular suceso tuvo lugar ayer en la  comarcal Vegadeo - Pesoz, a la altura de San Martín de Oscos. 

P.M.R., joven maestra de la zona, se precipitó por un barranco y pereció carbonizada. Al parecer, la excesiva velocidad del vehículo sobre el piso mojado provocó el fatal desenlace.
Unos metros más atrás, un joven viajante de comercio que conducía una furgoneta de reparto, se había estrellado contra un árbol.
El cadáver del hombre apareció en la cuneta, recostado contra la valla.

Su impermeable largo de color claro, se hallaba desgarrado y cubierto de sangre.
En medio de la carretera, justo sobre la línea continua blanca, yacía, como mudo testigo de la tragedia, una gorra negra con un anagrama rojo en forma de pequeño bumerang.

                                                       

 

 

 




martes, 8 de diciembre de 2020

LOS ANILLOS DE LA MEMORIA


 

              LOS ANILLOS DE LA MEMORIA

El veterano inspector de policía contemplaba el singular escenario del crimen.

—Y bien, sargento—interpeló a su joven ayudante— ¿Cómo piensa que pudo ocurrir todo?

—Ah, pues, visto lo visto…sólo se me ocurre una explicación. El asesino entró por la chimenea como Papá Noel, sorprendió al anciano campesino, lo mató y lo metió en el arcón. A continuación, cerró la tapa, arrimó el armario aparador, colocó encima la pesada cómoda y dispuso a su alrededor, en el suelo, media docena de robustas sillas. Antes de marcharse, se tomó la molestia de mover una mesa, de al menos dos quintales, hasta colocarla bloqueando la única puerta de acceso a la estancia, que se encontraba atrancada por dentro al igual que los dos ventanales. Una vez finalizada su fatigosa empresa, huyó por donde había llegado y se largó surcando los cielos.

—Muy ingenioso, sargento, muy ingenioso—el inspector remedó un burlón aplauso admirativo—debería dedicarse a escribir guiones para el cine.

—¿Acaso tiene usted una explicación mejor? —replicó el aludido, abarcando con un gesto la totalidad de la amplia estancia.

 Ambos se hallaban en el salón principal de una casona rural, que hacía las veces de comedor y sala de estar.

Las voluminosas piezas del mobiliario, fabricadas en castaño, habían recuperado su disposición habitual. La mesa de robustas patas torneadas, flanqueada por media docena de sillas a juego, ocupaba el centro de la habitación bajo la pesada araña de bronce. El oscuro armario aparador hallábase apostado entre los dos ventanales. La cómoda, provista de cajones con tiradores dorados, reposaba al lado de la chimenea. A su diestra, el arcón, artísticamente labrado, libre al fin de su macabro huésped, había recuperado su digna y sólida compostura.

—La verdad es que no—contestó al fin el veterano poli—Es una lástima que los únicos testigos no puedan hablar porque tienen pinta de saber muchas cosas.

—¿A qué testigos se refiere, jefe? —inquirió su sorprendido compañero.

—A los muebles, por supuesto—proyectó un arco rotatorio con su diestra, como un torero dibujando una “media verónica”—Fíjese. Son diez ejemplares magníficos. El hijo de la víctima me contó que su difunto padre los había encargado hacía cosa de medio año.

—¿Sólo medio año? Parecen mucho más viejos.

—Puro artificio, amigo, nada como la química para acelerar el paso del tiempo.

—Ya veo ya…y parecen fabricados en buena madera… ¿nogal?  ¿roble, quizás? —aventuró el sargento.

—No, castaño—replicó el inspector. —Al parecer, el viejo taló para tal fin el árbol que él mismo había plantado noventa años atrás.

— ¿Cuántos años tenía entonces nuestro hombre?

—Según su hijo, cumplió los noventa y siete el mes pasado.

—Ese cascarrabias nació en buena Luna—se asombró el sargento.

—Por lo visto, el día de su sexto cumpleaños—continuó el inspector—enterró una castaña en el huerto que hay detrás de la casona.  El fértil y abonado terreno hizo posible que el árbol creciera con extraordinaria rapidez, adquiriendo tales dimensiones en altura y grosor que más que nueve décadas parecía contar con varios siglos de existencia.

“Según me contó la hija mayor del finado, el viejo parecía sentir una curiosa y acusada animadversión hacia el castaño. Siempre se estaba quejando de que le quitaba el sol a la casa. Solía comentar que tenerlo ahí al lado era como vivir a las puertas del cementerio, porque el día menos pensado un golpe de viento acabaría por abatirlo sobre la vetusta edificación.

“Así que, el hombre, guiado por su delirante obsesión arboricida, acostumbraba a someter al paciente castaño a periódicas y salvajes podas. 

“Pero el árbol, cual singular Ave Fénix, resurgía una y otra vez con arrolladora pujanza y se regeneraba con asombrosa rapidez. Por cada rama seccionada, del anillado muñón brotaba una docena que, tras desarrollarse en un tiempo récord, acrecentaban de forma notable la frondosidad del árbol y así, para desesperación de su enemigo confeso, los veranos seguían siendo sombríos, como su humor, y en los vendavales de otoño continuaba escuchando el susurro de los muertos.

“Tal día como hoy, hace exactamente un año, el anciano contrató una partida de expertos maderistas a los cuales dio indicaciones precisas para que talasen el castaño casi a ras del terreno. No contento con eso, temiendo que incluso así consiguiera brotar de nuevo, hizo arrancar el tocón con una pala excavadora. Sólo entonces, contemplando el descomunal árbol abatido y la colosal maraña de raíces desenterrada y expuesta al escarnio público, el hombre descansó satisfecho, convencido de haber terminado, al fin, con su vital enemigo.

A continuación, llamó al carpintero del pueblo y le hizo el encargo que mantuvo el taller ocupado a tiempo completo durante varios meses. 

—Eh, voilá, —concluyó, al fin, el inspector su larga disertación— aquí tenemos los resultados.

—Caramba—exclamó el sargento, cautivado por la sorprendente historia, —pues, al final, el castaño no cayó sobre la casona, pero consiguió entrar en ella, aunque fuera por partes, como diría el bueno de Jack.

—Una observación muy original, sargento, sin duda tiene usted madera de escritor.  Bueno, entonces…—el inspector alzó la voz y les habló a los vegetales inquilinos de la estancia —¿Ninguno de vosotros va a contarme nada…?

Como obedeciendo un antiguo pacto de familia, los diez muebles de castaño macizo permanecieron impasibles y silenciosos.

 

miércoles, 15 de julio de 2020

SIETE LINGOTES DE ORO




              CAP.  I: JOSÉ VILLAMAÑE RECIBE UNA CARTA.

Mientras contemplaba el patio de la Escuela Hogar de Castropol a través de la ventana enrejada, José Villamañe, profesor de Primaria por tierras de los Oscos, recordó un singular episodio allí acontecido en sus tiempos de interno, a mediados de los años 70…

…Una moto de gran cilindrada atravesó la calle Acevedo sacando a Villamañe de su estado de ensoñación y trayéndolo de vuelta al presente. Con una sonrisa de complacencia, se admiró del curioso funcionamiento de nuestra memoria. Con los recuerdos infantiles acostumbraba a comportarse como una vieja amiga: magnificaba los buenos y ocultaba o disfrazaba los malos. Así, hoy, el antiguo alumno de la Escuela Hogar disfruta rememorando el esperpéntico episodio, aunque en su momento les supusiera, a él y a sus compañeros, un auténtico trago indigesto.
Continuó con la atenta inspección ocular del confinado recinto, valorando con profunda satisfacción los cambios que se habían producido en el palacio de Valledor desde su última visita el pasado verano. Habían sustituido la cubierta del tejado e instalado unos nuevos canalones, cuadrados y robustos, de un bello color cobrizo. Además, habían encalado las paredes y colocado en ellas macetas con geranios.  El palacio de Valledor parecía ahora más palacio, poseía un aire más señorial. Dicen que el dinero no da la felicidad, discurrió un escéptico Villamañe, pero, a veces, supone una ayuda inestimable para conquistarla.
Siempre que iba a Castropol, nunca dejaba de visitar el que había sido su segundo hogar durante 7 años.
En esta ocasión había acudido respondiendo a una cita, la más inesperada e insólita que nunca se hubiera imaginado.
José Villamañe consultó su reloj. Aún faltaba casi una hora, había llegado con suficiente antelación.
Mientras observaba el viejo nogal a través del semiderruido muro que flanqueaba la Huerta del Palacio de Valledor, José Villamañe, maestro rural, rememoró la singular carta que había recibido dos días antes.
Castropol a 15 de mayo de 2018
Estimado amigo Pepe:
Soy Juan Oliveras, más conocido como “El Uruguayo”. Supongo que me recuerdas bien, ya que estuvimos juntos durante 7 Cursos (71-72 a 77-78) en la Escuela Hogar de Castropol.
Éramos muy buenos camaradas. Compartíamos unas cuantas aficiones, especialmente en el tema de la Literatura. Disfrutábamos con las mismas lecturas: “Los 7 secretos”, “Los 5” “Los 3 Investigadores” … ¿Te acuerdas? …Que tiempos aquellos. Sí, la verdad es que a los dos nos encantaban las novelas de misterio. Lo pasábamos de miedo resolviendo mil y un enigmas. Los dos éramos muy buenos en eso, había pocos acertijos que se nos resistieran.
Solíamos competir planteándonos retos mutuamente, poniendo a prueba nuestro ingenio, que era mucho, y ejercitando nuestra imaginación, que no le iba a la zaga.
Estarás de acuerdo conmigo, apreciado José, en que el resultado global de nuestros múltiples enfrentamientos criptográficos podría considerarse un empate, o tablas, si lo prefieres; el ajedrez también nos apasionaba a los dos. 
Así sería, en efecto, si no hubiera sido por aquél dichoso torneo-gimkana-rastreo, que organizó el Colegio de La Paloma. Corrígeme, si me equivoco, pero creo que el inolvidable evento tuvo lugar a mediados de abril del año 78, nuestro último año, con vistas a sacar algo de dinero como ayuda para el Viaje de Estudios. Los padres de los alumnos debían hacer una aportación monetaria, requisito necesario para poder participar, aunque me consta que, al final, la rígida norma se flexibilizó algo ante las malas economías de algunos.
Aún me parece estar contemplando el enorme cartel pegado en la puerta del colegio, sobre una portada de “La isla del Tesoro” de Stevenson.

                   
   “LA BÚSQUEDA DEL TESORO”
“Resuelve los 7 enigmas y encuentra el cofre enterrado”
“Los 3 primeros, recibirán una copa y una medalla”
“Pero, cofre sólo hay uno, y su botín será para el primero que lo descubra después de descifrar 7 enigmáticos acertijos”
“Para poder participar, es condición indispensable acudir vestido de pirata”
“Recordad que las mejores armas son el INGENIO y la IMAGINACIÓN”
“ÁNIMO, MIS VALIENTES BUCANEROS, Y…
                    ¡¡¡AL ABORDAJE!!!

Aunque no lo creas, lo he escrito de memoria. Me quedó grabado a fuego.
Las pistas estaban repartidas por todo el pueblo de Castropol, incluida la Escuela Hogar. Por cada acertijo resuelto te daban una foto que tenías que ir a buscar al Colegio. Creo recordar que había sobres de colores, aunque no estoy muy seguro. No sé si a ti te suena.
Hubo una ronda previa de eliminación en la que debíamos resolver 10 acertijos en un periodo límite de tiempo. Los 7 primeros pasamos a la Gran Final.
Pronto se vio que sólo había dos posibles ganadores. Tú y yo teníamos muchas más horas de entrenamiento que cualquiera de nuestros contrincantes. Si se tratara de una etapa de montaña, se podría decir que nos escapamos en los primeros kilómetros, subimos y bajamos casi juntos los 6 primeros puertos, y tú venciste, finalmente, por un centenar de metros, tras demarrar en la cuesta que conducía a la línea de meta situada en la cumbre del séptimo puerto.
Al final, tú encontraste el cofre sepultado entre los eucaliptos que coronaban el islote de El Turullón. Desde luego, era el sitio indicado, deberíamos haberlo supuesto; aunque, ahora que lo pienso, había que resolver los acertijos, de todas formas.
Cuando yo llegué al prado, confiando en ser el primero, te encontré descendiendo a través de las escarpadas rocas, con el cofre entre las manos.
Nunca, en los 54 años que tengo volví a sentir tan terrible decepción. Nunca jamás, ni antes ni después, me supo tan mal una derrota, quizás porque estaba convencido de conseguir la victoria. Desolado, me dejé caer entre la hierba alta. Allí escondido, lloré de rabia mientras aporreaba el suelo con desesperación, hasta despellejarme los puños.
Entonces, caí en la cuenta de que, si me pillabas dando tan patético espectáculo, sería doble la humillación recibida. Así que, haciendo de tripas corazón, y nunca mejor dicho, me levanté, me sequé las lágrimas, me lavé la cara en una fuente que crecía allí mismo y corrí a tu encuentro. Allí en la playa de Salías, dónde solíamos acudir a menudo con las maestras, te di la mano y te felicité por tu brillante actuación. Tú me lo agradeciste entre conmovido y sorprendido.
Te pedí que abrieras el cofre y tú accediste, comentando que en cierta manera yo también había ganado.
Estaba repleto de monedas de oro. Esa fue nuestra primera impresión. Luego descubrimos que eran monedas de chocolate envueltas en papel dorado que desprendían un olor delicioso. Hoy, estas golosinas son muy populares y no engañarían a ningún niño, pero en aquel entonces eran muy raras, de hecho, creo que eran las primeras que veíamos.
Debajo de las falsas monedas descubrimos algo más: un voluminoso libro encuadernado en tapa dura. Se trataba, como no podía ser de otra manera, del clásico “La isla del tesoro” en versión de comic y con edición de lujo. Creo que, a pesar de haber tenido muchos libros en nuestras manos, nunca habíamos poseído uno tan valioso como aquél; por su valor monetario en sí mismo y por el trabajo que había costado conseguirlo.
Me lo ofreciste amablemente para que lo hojeara, pero lo rechacé tratando de que no se me notara demasiado la tremenda pena que me embargaba. Acepté, eso sí, el puñado de monedas: al fin y al cabo, seguía siendo un niño, y el chocolate era una de mis debilidades.
Luego, en el Colegio, nos entregaron las copas y las medallas, y nos felicitaron efusivamente a los dos, a ti un poco más, claro, porque, ciertamente, ambos habíamos dado toda una exhibición de ingenio e imaginación.
Pero eso ya era lo de menos. Yo continuaba rumiando mi derrota, añorando el cofre y el libro.
Perdona que me haya extendido tanto en este punto, pero enseguida lo comprenderás si sigues leyendo.
El disgusto fue de tal calibre que estuve una semana entera sin hablarte y cuando lo hice fue para pedir la revancha. Pero el Curso terminó y esa revancha nunca llegó a celebrarse.
Aunque te pueda parecer increíble, tardé años en recuperarme del trauma. Durante mucho tiempo sufrí pesadillas recurrentes en las que estoy a punto de coger el cofre, llego a rozarlo con los dedos, cuando apareces tú y me lo arrebatas. Solía despertarme gritando de rabia y algunas veces, casi me avergüenza confesarlo, sentía las lágrimas calientes resbalando por mis mejillas. Los sueños peores, no obstante, eran aquellos en que los que yo conseguía el cofre. En esas ocasiones, cada vez que despertaba volvía a revivir por unos segundos toda la frustración de aquel día frente al islote de El Turullón. En el fondo, creo que nunca llegué a superarlo del todo. A día de hoy, aún me pongo mustio y melancólico siempre que rememoro los detalles del infausto Rastreo.
Bueno, amigo Villamañe, creo recordar que era así como te conocíamos, ¿no?, tras ese largo preámbulo y una vez perfilado el escenario con las coordenadas espaciotemporales, paso a detallarte el verdadero motivo de mi carta, la más larga que he escrito nunca con mucha diferencia.
Creo que después de 40 años ya va siendo hora. Las circunstancias vitales en que ambos nos hallamos me dicen que es el momento más indicado para la propuesta que me dispongo a hacerte, en unas condiciones que, o muy mal te conozco, o no te quedará más remedio que aceptar.
Don José Villamañe López, yo, Juan Oliveras Gallardo, en pleno uso de mis facultades mentales, me dirijo a usted, formalmente, para rogarle encarecidamente que, en honor a nuestra vieja amistad, por los años pasados juntos en nuestra dichosa niñez, y, sobre todo, por las aventuras vividas, las reales y las virtuales, que fueron algunas más…tenga usted a bien concederme…

                    ¡¡¡¡¡¡¡ LA   GRAN   REVANCHA!!!!!!!

Fíjate si confío en que aceptes que ya lo tengo todo preparado. Sólo será un día, puede ser el mejor de tu vida, o no, eso depende de ti. En cualquier caso, no creo que hayas perdido tu afición a resolver enigmas ni tu espíritu infantil para seguir disfrutando del juego con tu instinto de ganador nato.
Como te decía, ya está todo organizado. Me he tomado la libertad de prepararte una Búsqueda del Tesoro para comprobar si siguen funcionando tus células grises, que diría el bueno de Poirot.
Amigo Villamañe: te propongo un reto, quizás el más grande al que te hayas enfrentado nunca: por lo que significa y por lo que está en juego.
¿Te gusta apostar? Supongo que sí. A mí me apasiona. Sé que nuestras posibilidades económicas son muy dispares. Me consta que tú no vives mal, tu situación económica supongo que será desahogada, en cualquier caso, todo lo desahogada que puede ser con tu aceptable sueldo de maestro y los ahorros que, a buen seguro, has atesorado. Yo, por mi parte, tengo el grato placer de comunicarte que soy multimillonario. No lo veas como una confesión chulesca o prepotente, se trata de una realidad objetiva. Siempre tuve buen ojo para los negocios y realicé, en cada momento, las inversiones más ventajosas. Ya lo ves, ironías del destino, al final he conseguido amasar una cuantiosa fortuna, se puede decir que puedo llenar varios cofres con monedas de oro, auténticas, no de chocolate; pero, aún así, sigo echando de menos el tesoro que perdí por tu culpa.
Así pues, está claro, que no podemos apostar en igualdad de condiciones.
Yo apuesto 7 lingotes de oro con un precio aproximado de unos 250.000 euros y tú apuestas el cofre con el libro.
Porque imagino que lo conservarás. Claro que sí; ya te dije, que te conozco demasiado. No puedes haber cambiado tanto.
El reto es el siguiente: tienes que resolver un total de 7 enigmas y encontrar 7 fotos que yo he escondido en el perímetro urbano del pueblo de Castropol y los alrededores cercanos.
Para ello tienes 777 minutos de plazo. Hoy es miércoles. Si aceptas, la prueba dará comienzo el próximo sábado a las 9 de la mañana y se dará por concluida ese mismo día a las 9.57. Esa es, pues, la hora límite, ni un segundo más, para localizar el escondrijo de los 7 lingotes. En caso contrario, me entregarás el cofre y el libro. En total, dispones de 13 horas, menos 3 minutos. Exactamente 111 minutos por cada acertijo. Creo que, para una mente privilegiada como la tuya es un tiempo más que razonable.
A medida que vayas resolviendo los acertijos, si es que lo consigues, claro, te irás encontrando, alternativamente, con sobres rojos que contendrán nuevas adivinanzas, y sobres verdes albergando una foto.
El desafío, la Gran Búsqueda del Tesoro, comenzará en el patio de la Escuela Hogar en el día y la hora indicadas.
Por cierto, aprovecho para comentarte que ahora soy el dueño del palacio de Valledor, bueno, de la mayor parte. Imagino que ya habrás oído hablar de su compra por parte de la Asociación Paisajes de Asturias; pues bien, yo soy socio fundador y, además, mayoritario. ¿Quién nos lo iba a decir, eh, amigo Villamañe? Hay que ver la de vueltas que da la vida. Ya se han hecho importantes reformas. El  sábado podrás verlo con tus propios ojos.
Seguramente te estarás preguntando como te localicé. La verdad es que resultó bastante fácil. A raíz de la compra del inmueble me asaltó un furibundo ataque de nostalgia, o quizás decidí comprarlo precisamente por los buenos recuerdos que me traía. Lo cierto es que investigando en Google me topé con un relato escrito por un tal José Villamañe titulado “Regreso al Pasado”. Lo devoré con creciente emoción. Yo también regresé al pasado. Me gustó el toque de misterio y terror sutil, con los fantasmas de los niños y todo lo demás. Hay que reconocer que no se te da nada mal eso de escribir: mis felicitaciones, amigo José. Eso sí, nunca te perdonaré que no comentaras nada del célebre Rastreo, me parecía increíble que lo hubieras olvidado. Creo que esa fue la chispa que prendió la mecha de mi plan. Para tu próxima novela no te quedará más remedio que comentarlo.
Y ya voy terminando, camarada Villamañe, a riesgo de agotar tu paciencia. Te pido disculpas por mi tendencia a enrollarme, a veces me voy un poco por las ramas, pero que creo que la ocasión bien lo merece, ¿no crees?
De momento, no vamos a encontrarnos. Ya llevo un mes por aquí y debo regresar urgentemente por cuestión de negocios. De todas formas, pienso que es mejor así: prefiero recordarte tal como eras entonces y que tú tengas la misma imagen de mí, así el reto es más puro y auténtico. Ambos regresaremos de nuevo al pasado y esta vez no podrás ignorarme, je,je…
Ahí te estará esperando mi secretario y abogado con las instrucciones oportunas. Te adjunto su número: si aceptas el desafío, mándale un mensaje hoy mismo.
Seguramente, te estarás preguntando como puedes saber tú que no estoy engañando, que yo soy realmente quién digo ser. No te preocupes, he pensado también en eso: junto con la llave de la Escuela Hogar, Abel Torres, mi secretario, te entregará varios objetos que, espero, te despejen cualquier duda sobre la identidad de tu retador.
Asimismo, te entregará un papel redactado ante notario dónde se recogen las condiciones de la apuesta. Se trata, por decirlo así, de una especie de contrato en el que ambos nos comprometemos a cumplir lo pactado y entregar nuestro tesoro particular en caso de ser derrotados. No es que no me fie de ti, todo lo contrario; mas bien lo hago para que tú no desconfíes de mí, lo cual sería perfectamente razonable.
Y sí, aun así, mantienes algún resquicio de duda, el abogado Torres te hará entrega de un pequeño cofre conteniendo 7 pequeños lingotes de 100 gr. cada uno, con un valor total de unos 25.200 euros, exactamente la décima parte del valor total del tesoro.
Según vayas encontrando los sobres rojos y verdes, no te olvides de hacerles una foto y mandárselas al móvil de Torres para que me las haga llegar. Ya que no estoy ahí, al menos quiero seguir paso a paso tus progresos.
Ah, muy importante: no te olvides de traer el cofre y el libro, para que Torres les haga una foto y me la envíe.

Resumiendo, amigo Villamañe:
7 Enigmas, 7 Fotos, 7 Lingotes de oro, 777 minutos para encontrarlos…
EL INGENIO Y LA IMAGINACIÓN AL PODER
MUCHO ÁNIMO, MUCHA SUERTE (la vas a necesitar, me temo)
Y ¡¡¡¡¡¡¡AL ABORDAJE, BUCANERO ¡¡¡¡¡¡¡

José Villamañe tardó poco en decidirse. Qué demonios, tampoco tenía tanto que perder y sí mucho que ganar. Por supuesto que conservaba el cofre y el libro de Stevenson, seguían siendo uno de sus bienes más preciados, en eso tampoco se había equivocado Oliveras.
Así que, el sábado muy temprano se subió al Peugeot 2008 dorado, un color que había resultado una bonita premonición, pertrechado con su tesoro infantil, rumbo a la aventura.



                   CAP.  II: PRIMER ENIGMA

Puntual como un reloj, a las 18.45, el abogado Torres apareció en el extremo de la callejuela Amor, a la altura de la vieja zapatería, y se aproximó a grandes zancadas. Se trataba de un tipo más o menos de su edad, ligeramente más alto, con una buena mata de pelo rizado del color de la ceniza enmarcando un rostro bronceado de acusados rasgos. Vestía con un estilo informal, vaqueros y americana sin corbata, pero con ropa cara y de excelente corte.  Saludó efusiva y jovialmente a Villamañe con una sonrisa franca y radiante, felicitándolo calurosamente por haber aceptado el reto. Eso fue suficiente, fue el broche que faltaba, para que el maestro jubilado olvidara cualquier reticencia y tuviera la íntima y rotunda certeza de que el asunto iba realmente en serio. Había tomado la decisión correcta, posiblemente una de las más acertadas de su vida.
A continuación, penetraron en el interior del palacio y accedieron al despacho situado al lado de la capilla. Allí, según pudo comprobar un Villamañe, gratamente sorprendido, también se apreciaban reformas que hacían la estancia mucho más acogedora.
Habían puesto nuevos sofás y una mesa de despacho con ordenador. Le encantó que hubieran conservado el viejo armario estantería que ocupaba toda la pared izquierda. El vetusto y entrañable mueble había sido restaurado con indudable acierto.
Además, habían cambiado las dos puertas de acceso a la capilla adyacente, así como los marcos y contras del balcón que permitía asomarse a la Huerta.
Eso fue, precisamente, lo que hizo Villamañe después de mostrar su aprobación con un par de comentarios apreciativos. El abogado Torres estuvo de acuerdo y aprovechó para alabar el buen gusto de su jefe.
La Huerta se veía, también, limpia y cuidada, nada que ver con la alborotada jungla de silvas que el maestro encontrara varios años atrás. Incluso, el nogal parecía rejuvenecido, ocultas sus ramas centenarias por un espeso follaje veraniego. En el extremo opuesto, a la sombra del gran pino piñonero de la finca colindante, se levantaba una caseta de obra, y a su vera se divisaban tejas apiladas, así como ladrillos y varios sacos de cemento cubiertos con un plástico.
Villamañe preguntó sobre el particular y Torres le respondió que habían terminado las obras del tejado la semana pasada, y que las reanudarían a mediados del próximo mes de julio hasta completar la remodelación del palacio en un plazo aproximado de medio año.
Villamañe celebró con un gesto elocuente el halagüeño futuro del histórico caserón, mientras Torres procedía a abrir el voluminoso maletín que había depositado sobre la mesa para entregarle todo lo que Oliveras le prometiera en su extensa carta.
El multimillonario uruguayo había cumplido fielmente su palabra.
Villamañe no pudo reprimir una sonrisa de enorme satisfacción, así como una exclamación de divertido asombro al contemplar los 4 objetos que Oliveras le había enviado como prueba inequívoca de su identidad. Se trataba de la medalla y la copa que aquel había ganado en el famoso Rastreo, un libro de sexto curso de Sociales, firmado por su jovencísimo propietario en la lejana fecha de 1975, y una libreta de Lenguaje correspondiente a octavo de EGB.
Aparte, en un maletín más pequeño, fabricado en piel de lujo, venían los 7 mini lingotes, cada uno en su estuche carmesí forrado de terciopelo. Villamañe no pudo resistir la tentación de tomar uno en sus manos, admirando el peso y la belleza del noble metal. Nunca había visto ninguno de verdad, y ahora ya poseía 7 nada menos, aunque fueran pequeñitos. Cada vez se alegraba más de haber aceptado el desafío de Oliveras.
A las 8.55 el abogado Torres se marchó no sin antes rogarle que lo llamara para cualquier cosa, sin importarle la hora del día o la noche. Con un guiño de complicidad le aseguró que su jefe no regateaba en gastos, y a él le gustaba ganarse el generoso sueldo percibido. Previamente, ya le había trasmitido las últimas instrucciones de Oliveras referentes a la obligación ineludible por parte de Villamañe de llevar a cabo la Búsqueda del Tesoro con la mayor discreción posible, en ningún caso podía comunicárselo a nadie, ni del pueblo de Castropol ni de otro lugar, y, ni que decir tiene, que no podía recibir ayuda de nadie, porque eso implicaría la finalización automática del juego. Ante el gesto levemente ofendido del maestro, Torres se apresuró a añadir que su jefe en ningún caso dudaba de su buena fe, ya le había hablado de sus aventuras infantiles, haciendo especial hincapié en la grandes virtudes que los distinguían a ambos: ingenio, imaginación, afán competitivo y, por encima de todo, una inquebrantable mentalidad deportiva que juntamente con un orgullo y amor propio a prueba de bombas hacía de los dos, Oliveras y Villamañe, dos abanderados del espíritu olímpico absolutamente incapaces de  hacer la menor trampa.
Villamañe no pudo menos de reírse ante el apabullante discurso de Torres, y lo tranquilizó asegurándole que le había quedado perfectamente claro. La verdad es que ya tenía ganas de terminar de una vez con los preámbulos y comenzar la competición. Sentía una intensa emoción a flor de piel y el agradable cosquilleo interior que no había vuelto a experimentar desde aquellos lejanos días de finales de los 70.
Como todo buen abogado que se precie, Torres remató el asunto exhibiendo los papeles del contrato que Oliveras le mencionara. Villamañe los leyó a toda velocidad, constatando que estaba redactado en los términos exactos que su ex colega millonario le revelara, utilizando el estilo de redacción preciso pero un tanto barroco que Oliveras esgrimiera en su carta. Se vio obligado a reconocer que El Uruguayo parecía atesorar una amplia cultura junto con un nada desdeñable talento literario.
Así que, tomando la Parker que le ofreció Torres, estampó su firma al pie del valioso documento, después de hacer constar a requerimiento del abogado su nombre y apellidos, así como el número de su NIF. Torres hizo una fotocopia de éste que grapó al documento, del cual le entregó una copia a Villamañe.
El abogado fotografió el cofre y el libro de Villamañe, procediendo tal y como le había explicado Oliveras en la carta.
J.V. no pudo por menos que sentirse impresionado por la impecable capacidad organizadora de Oliveras. El Uruguayo había cuidado hasta el más mínimo detalle. Desde luego, no se llega a multimillonario, así como así, el hombre sabía hacer bien las cosas.
Entonces, Villamañe cayó en la cuenta de que el abogado no le había entregado el primer sobre rojo que daba inicio al juego. Creía que eso era lo que le había dicho Oliveras, pero, a lo mejor había entendido mal.
Interpelado al respecto, el abogado se palmeó la frente esbozando una mueca de cómica consternación. Después de proclamar elevando los brazos al cielo que ya sabía que se le olvidaba algo, y menudo olvido, pardiez, informó cumplidamente sobre el particular.
Oliveras le había dicho que la prueba comenzaba en el patio. Esa será la Casilla de Salida, fueron sus palabras literales, remarcó Torres, y que Villamañe ya sabría donde buscar el sobre, y si no sabía, pues peor para él, pues mal comienzo sería.
Y con las mismas se despidió con un fuerte apretón de manos tras desearle a Villamañe toda la suerte del mundo.
El maestro jubilado salió al patio y respiró hondo. El sol calentaba con fuerza. Soplaba un ligero viento procedente del oeste. Los gorriones cantaban en el alero del tejado. Las chicharras los secundaban desde la finca colindante al lado de las escuelas viejas. Villamañe se sentó en los escalones de la entrada, experimentando una acusada e inquietante sensación de “deja vu”. De repente, pareció retroceder 7 años en el tiempo para retornar al instante inolvidable en que contemplara en la ventana del medio la fantasmal imagen de los huérfanos.
Unos días más tarde, había revisado la grabación y no encontró ni rastro de la perturbadora visión. En el centenar largo de fotos obtenidas con la cámara Sony HD tampoco había descubierto ninguna presencia sobrenatural ni nada por el estilo. Esto terminó por convencerlo de que se había tratado de una alucinación, causada sin duda por el torrente de emociones que lo había arrastrado aquella jornada.
Villamañe consultó su Casio y respingó sobresaltado.
 Las 9:05.
El maestro masculló en voz baja. Tenía que olvidarse del pasado de una vez y centrarse en el presente, si quería encontrar el tesoro a tiempo.
Bueno, veamos, se dijo, debo encontrar un sobre rojo. Echó un rápido vistazo alrededor. ¿Cuál es el lugar más lógico para depositar un sobre? El buzón del correo, por supuesto. Se situó al pie de las escaleras y con gesto triunfante señaló la puerta verde. Era la entrada reservada a las maestras y también a los padres cuando venían de visita. En mitad de la hoja diestra se abría una abertura con la leyenda Correos en letras doradas.
J.V. ascendió en dos zancadas los robustos escalones y se abalanzó sobre el doméstico buzón. Allí estaba, en efecto: un sobre de tamaño mediano, color sangre, con 6 signos ¿¿¿ dibujados en la cara dónde debería figurar la dirección.
                   
ROJO—1A—¿¿¿???

A Villamañe le resultaron familiares los signos de interrogación, relacionándolos casi al instante con los que aparecían en las tarjetas usadas por los 3 Investigadores, la famosa serie de misterio juvenil presentada por el mago del suspense.
Abrió el sobre con la emoción contenida. Hasta los gorriones parecieron callarse por un momento, y aguardar expectantes.

“ Enhorabuena, amigo Villamañe. Si estás leyendo esto, es que has aceptado el desafío. Seguro que te vas a divertir. Te aseguro que yo lo he pasado pipa organizándolo. He rejuvenecido 40 años de golpe. Seguro que a ti te ocurre lo mismo. No te descuides porque “el tiempo es oro”. Ahí va el primer acertijo. Suerte, bucanero.

“7 lingotes de oro, ese es el tesoro. 252.000 euros es su valor, a día de hoy, en el mercado. ¿Dónde guardarías tanto dinero? Yo, desde luego, en un Banco cercano. “

Un banco cercano, un banco cercano. Veamos, se dijo J.V., si fuera un lego en la materia pensaría en la oficina de Cajastur, la única entidad bancaria de Castropol en la actualidad, o quizás en el antiguo Banco Herrero que se ubicaba en la plaza al comienzo de La Mirandilla. Sí, todo eso pensaría, si nunca se hubiera enfrentado con un acertijo; pero, como experto que es, piensa en otro tipo de banco. Ah, Oliveras, viejo zorro, esa B induce al engaño, pero a otro perro con ese hueso.
Con una sonrisa irónica, Villamañe miró, alternativamente, los dos bancos de hierro forjado y pintados de verde situados a ambos lados del patio, y que también habían sido restaurados.
Bien, ¿Cuál de ellos?
Un banco cercano. Podría ser éste. Señaló a su izquierda el situado bajo la ventana que daba al antiguo despacho de Matilde y, a través de la cual, hace 40 años, les llegada el sonido espaciado de las teclas que aquella iba pulsando. Pero, en ese caso, hubiera sido más lógico decir el banco más cercano, para distinguirlo de su compañero;
Sin duda, ha de ser aquél, entonces.
Villamañe se acercó al segundo banco y lo estudió desde todos los ángulos, lo separó de la pared, se echó al suelo y miró debajo. Nada. Golpeó el respaldo. Sonaba a macizo. Golpeó un pie. Bingo. El sonido a hueco reverberó en sus oídos como la más dulce melodía celestial.
Sin pérdida de tiempo, tumbó el banco. El ruido que hizo al caer espantó unos cuantos gorriones que se habían aventurado hasta la puerta de entrada, al lado de las calas, con gran disgusto del gato negro que se había acercado sigilosamente dispuesto a tomarse un saludable desayuno. Menudo aguafiestas, debió pensar el minino.
Localizó el sobre, enrollado como un canuto, embutido dentro del hueco de la pata. Lo extrajo con diestro cuidado usando un trozo de alambre que, ¿casualmente?, localizó junto a la base de la pilastra más próxima, reposando en el escalón en dirección a la huerta.
Otro sobre rojo.                               
                          
                              ROJO — 1B —  ¿¿¿???

En ese momento recordó algo. Raudo fotografió los dos sobres y envió las imágenes al móvil de Torres. Esbozó una sonrisa maliciosa pensando en que Oliveras, al no haber recibido aún nada, se estaría frotando las manos, imaginando que todavía no había sido capaz de encontrar el primer sobre.
Abrió el sobre.

                    Enigma número 1

“En este banco se sentaron las hijas del Rey”

Pues que bien, estarían muy cómodas, fue lo primero que pensó J.V.
¿Leonor y Sofía aquí…? Imposible, eso es trampa, Oliveras, no tiene sentido. En los acertijos está permitido que aparezcan frases con doble o triple sentido, pero no mentiras evidentes. A menos que…
Villamañe se palmeó la frente y masculló entre dientes una sonora palabrota. Claro…eso era…le habían fallado los reflejos y había perdido unos segundos preciosos…la edad no perdona…
¡El acertijo se refería al rey Juan Carlos, no a Felipe! Debería haberlo visto enseguida.
En efecto, las infantas Elena y Cristina, entonces unas quinceañeras, estuvieron de visita por la zona occidental de Asturias en el año 1985 y pernoctaron en el palacio junto con sus compañeros de un colegio de Madrid.
El rey Juan Carlos…Qué tenemos por aquí de su majestad…Ah, ya sé…la foto oficial, junto con la reina… ¿Dónde demonios estaba? En la sala de la TV…Volvió a salir disparado, ascendió la escalera en tres zancadas y cruzó el vestíbulo y el pasillo para acceder a la reducida estancia. Se encontró con unas cuantas mesas y, sobre ellas, partituras y un par de instrumentos musicales. Le alegró saber que la banda de gaitas seguía ensayando allí. Bien por Oliveras.
El cuadro de Juan Carlos y Sofía se encontraba dónde había supuesto: colgado en la pared encima del aparato de TV que, otro detalle que le gustó, había retornado al sitio que ocupara durante unos cuantos años. Oliveras tenía buena memoria.
No creía que el primer sobre verde estuviera allí, eso sería demasiado fácil, propio de un acertijo de Tercera División. El Uruguayo jugaba en Primera; no sólo eso: acostumbraba, además, como él, a disputar la Copa de Europa. Pero, bien pudiera suceder que el retrato de los monarcas guardara alguna pista sobre el verdadero escondrijo.
Acercó una mesa a la pared y descolgó el cuadro. Lo revisó cuidadosamente. Ninguna leyenda, ningún papel, nada de nada.
Volvió a colocarlo en su lugar. ¿Alguna imagen más del Rey por algún sitio…? Hizo memoria, concentrándose intensamente, mientras contemplaba el antiguo lavadero y la torre con el palomar adyacente a través del ventanal. Pues, claro… ¿Cómo no lo pensó antes?
Amagó con echar a correr, pero luego lo pensó mejor. Debía tomárselo con más calma. “Vísteme despacio que tengo prisa”. No fuera que por apresurarse se fastidiara un pie o algo peor. Y además que ya tenía una edad, ya no estaba para cometer excesos físicos. Así que, después de respirar hondo, Villamañe cruzó a buen paso el recibidor y recorrió el largo pasillo que rodeaba el patio, penetrando, finalmente, en la sala de estudios.
La última vez que había estado allí, se había topado con un revoltijo de mesas y un montón de trastos sobre ellas y en el suelo. Ahora, en cambio, habían despejado la parte central agrupando las mesas en ambos laterales, tal y como estaban dispuestas cuando los internos las usaron hasta 3 décadas atrás. Además, también había sido reparada la baranda del balcón y sustituidas las desvencijadas contraventanas.
Esto lo captó Villamañe al primer vistazo, aunque su atención se dirigió a la pared de la izquierda. Allí estaban, justo dónde él siempre los recordaba, aunque hubiera jurado que en sus últimas visitas los había echado en falta.
Dos históricos discursos enmarcados: el de Franco, de despedida; el del rey Juan Carlos, de bienvenida. Este era bastante más extenso que aquél, con la letra más pequeña y los renglones más apretados. Memorizarlo, todo o parte, era uno de los castigos predilectos que solían imponerles las maestras hacia finales del 75.
Villamañe trepó sobre las mesas y, apoyándose en la repisa de la pizarra, en precario equilibrio, consiguió descolgar el cuadro.
Nueva inspección atenta y resultados igual de desalentadores.
Mientras contemplaba la huerta, apoyando en la rejuvenecida barandilla de hierro, Villamañe reflexionaba intensamente.

“En este banco se sentaron las hijas del Rey”

Pronto llegó a la convicción de que había seguido una estrategia completamente errada, más propia de un novato en estas lides que del curtido veterano que se supone era.
Le había seguido el juego a Oliveras y éste lo había engañado como un chino. Claro que no estaban allí los cuadros, ahora estaba seguro. El taimado Uruguayo los había colocado a posta.
A partir de ahora, se dijo Villamañe, tengo que ponerme en su cabeza para ir un paso por delante, si no lo llevo claro.
Salió del estudio, volvió al patio y se sentó en el banco. Allí, siguiendo los consejos de su admirado Poirot, puso a funcionar sus pequeñas células grises.
En este banco…en este banco…recordó la adivinanza…están sentados el padre y el hijo. El padre se llama Juan y el hijo…
Esteban…eso era, sin duda…Esteban Rey…un nombre muy literario, y, si lo ponemos en inglés, más literario es:
Stephend King…
…uno de sus autores favoritos, sino el que más junto con la gran Aghata; y también el de Oliveras, por lo visto. Parecía que el tiempo no había pasado: seguían teniendo los mismos gustos literarios.
Una vez hallada la palabra clave, lo demás fue coser y cantar. Cómo todo el mundo sabe, el personaje más famoso del rey del terror es el payaso Penywisse, protagonista de It, muy de moda, últimamente, por la película que, a su juicio, no le hacía justicia al libro.
En el palacio hay unos cuantos cuadros de payasos, parece que doña Matilde sentía predilección por ellos, pero todos tienen aspecto de payasos buenos, todos parecen auténticos payasos incapaces de matar una mosca.
Justo cuando se disponía a descolgar el primer payaso sonriente situado entre las puertas del estudio y el despacho, Villamañe vio la luz, o eso creyó al menos.
Había un payaso distinto a los demás. Y ese payaso sí que tenía algo en común con el asesino de niños.
Olvidando las precauciones de hace un momento, recorrió a la carrera el pasillo, cruzó el primer comedor, sala de ensayo de la banda de gaitas, y llegó al segundo. Allí también habían colocado algunas mesas con sus respectivas sillas, imitando la distribución original: mesas de seis comensales con vajilla Duralex y robustas jarras para el agua y el chocolate.
En el centro de la pared del fondo veíase el cuadro, confeccionado a base de retales de vivos colores, de un alegre payaso sosteniendo un manojo de globos. Algo que también solían hacer los payasos. Penywisse los usaba como cebo para atraer a sus pequeñas presas.
Allí, en la parte de atrás, dentro de una funda de plástico sujeta a la madera con cinta aislante, encontró Villamañe el primer sobre verde con 6 signos de admiración, 3 en cada cara.


VERDE—1—¡¡¡!!!

Dentro encontró una foto de gran calidad con un tamaño de medio folio. Representaba la imagen de una vieja y sinuosa carretera que discurría por encima de un riachuelo entre un puñado de corpulentos eucaliptos.
Villamañe reconoció el lugar al instante. El puente de El Esquilo.
Metió los dos sobres rojos en una carpeta y guardó ésta en un cajón de la mesa del despacho, su Centro de Operaciones. El verde, conteniendo la foto, se lo guardó en el bolsillo. Al final debería entregarlos todos, rojos y verdes, juntamente con las fotos. Oliveras, más conocido como el “El Gran Previsor” también había sido muy claro en este punto.
Consultó su cronómetro.
Eran las 10.35. Noventa y cinco minutos. Eso era lo que había tardado en resolver el primer Enigma. Tenía un saldo positivo de 21 minutos. La cosa no empezaba mal, pero no podía confiarse: la ley no escrita sobre los Rastreos decía que lo mejor era comenzar con pistas fáciles y luego ir aumentando la dificultad.
A continuación, se subió al Peugeot 2008 aparcado a la puerta del Palacio y arrancó, rumbo a su primer destino, no sin antes cerrar con llave el remozado portalón verde.
Villamañe condujo a la máxima velocidad permitida, tampoco era cuestión de empezar a descontar del premio antes de ganarlo. Hacía una mañana de sol radiante. La pantalla del GPS indicaba 20 grados a la sombra. Seguía soplando un cálido viento del oeste, que mecía con suavidad las pesadas ramas floridas de los eucaliptos. Una banda de nubes grises comenzaba a asomar hacia la Sierra de la Bobia. La ría se encontraba en calma apenas rota por pequeñas crestas de espuma aquí y allá. Hacía un día ideal para llevar a cabo una Búsqueda del Tesoro en las mejores condiciones. Villamañe se dijo que había tenido suerte en ese aspecto. Luego, mientras comenzaba a ascender la última cuesta a la altura del islote de El Turullón, se le ocurrió que, a lo mejor, la bonancible jornada no tenía nada que ver con la fortuna venturosa y sí con la cuidadosa planificación ideada por la mente privilegiada de Oliveras. Seguro que el millonario de juvenil espíritu había consultado la previsión del tiempo a fin de garantizar el éxito de su ambiciosa empresa.
En pocos minutos se encontró en el paraje que aparecía en la foto. Volvió a mirar esta, constatando que se había hecho en fecha reciente. No había sitio en los márgenes para estacionar, así que dejó en Peugeot en medio de la calzada justo antes de comenzar a cruzar el pequeño puente-viaducto. Se trataba de una vía casi muerta, por dónde circulaba el escaso tráfico 4 décadas atrás. Aparte el natural deterioro del firme, y lo mucho que habían crecido algunos árboles, todo estaba prácticamente igual que entonces. Villamañe tuvo la acusada sensación de retroceder en el tiempo. Oliveras tenía buen ojo para elegir los escenarios más adecuados. Allí seguían las señales que indicaban la distancia a los pueblos más cercanos: Tol y Las Campas, justo al inicio de una pronunciada curva; y también la que anunciaba el lugar en que se hallaba, El Esquilo, plantada al pie de un fornido castaño. Las placas oxidadas, los números pálidos y las letras desvaídas trasmitían una extraña sensación de desdoble temporal.
Por allí también venían a pasear de vez en cuando los colegiales de la Escuela Hogar, llegando, en ocasiones, hasta el cercano pueblo de Barres. El río que corría bajo el puente desembocaba en la ría un centenar de metros más abajo. En la pequeña cala que allí se abría tenían su taller los Pachos, carpinteros de ribera, que construían barcas de madera.
Al contemplar la vieja carretera entre los robustos eucaliptos, se vio a sí mismo, 42 años más joven, o por ahí, junto con dos o tres compañeros, no recordaba exactamente quienes, atravesando aquellos boscosos parajes cuando la noche ya había caído, guiados por el noble afán de recaudar dinero para el Domund…

…Villamañe estudió el pintoresco enclave, preguntándose dónde habría escondido Oliveras el tercer sobre rojo. Tras sopesar y descartar otras posibles ubicaciones, le pareció que el lugar más lógico serían las señales indicadoras. Si allí había algo que oliera a pasado, algún vestigio tangible de aquella época, sin duda, eran éstas.
Pero, cuál de ellas…Por fuerza, tendría que ser aquella cuya leyenda tuviera alguna relación con la dinámica o la estructura del Rastreo. LAS CAMPAS…el nombre tenía 6 letras…TOL…3 letras. Será EL ESQUILO, entonces: tiene la longitud adecuada, 7 letras, un dato que parece definitivo si consideramos las veces que ha aparecido ya en esta aventura.
Encontró el sobre rojo enterrado al pie de la señal, dentro de una bolsa de plástico grueso, bajo una losa disimulada con hojas.

                             
                                        ROJO—2—¿¿¿???

Miró el reloj.

HORA: 10:47…Transcurrido: 107…Restante: 670…SALDO: +4

No era un mal comienzo, pero tampoco para tirar cohetes. Necesitaba ir ganado tiempo, engrosando el saldo positivo, para cuando llegara el tiempo de las vacas flacas.



CAPÍTULO   III : EL SEGUNDO ENIGMA

Fotografió el sobre verde, con la foto asomando, y el sobre rojo, y se los envió a Oliveras. Otra vez le repetía la jugada, haciéndole creer que había avanzado menos, pero le debía una por haberle mareado con los cuadros reales. A partir de ahora, procuraría enviar sus hallazgos en tiempo real, no fuera a fastidiarlo todo por una tontería así.

 Abrió el sobre.

Enigma número  2

“La memoria tiende puentes sobre los abismos del tiempo”
“A veces, el pasado, disfrazado de Ave Fénix, sobrevive entre las cenizas”

Jolín, menudas frasecitas. Oliveras se nos ha puesto poético. J.V. admitió que era una buena expresión: profunda y certera. Decía mucho con pocas palabras. Y, además, enlazaba muy bien con todo lo que sugería y significaba aquel viejo tramo de carretera fuera de servicio, y encajaba como un traje hecho a medida con el suceso del pasado que había desencadenado aquella aventura y con todas las referencias al ayer que iban apareciendo a lo largo de la misma.
Comprendía, en líneas generales, el significado de la primera; la segunda, le parecía más enigmática, valga la redundancia.
Regresó a Castropol y decidió ir al bar Antón a tomar un café para despejarse y, ya de paso, aprovechar para hacer algunas pesquisas.
Paco, el barman, lo saludó efusivamente con su acostumbrado chorro de voz, el mismo que le permitía lucirse en el grupo coral “Aires de Castropol”, celebrando volver a verlo por allí después de su larga ausencia.
Después de responderle en parecidos términos, asegurándole que él también había echado de menos todo aquello, y tras una agradable charla sobre lugares comunes en la cual la penosa campaña del Real Madrid ocupó un lugar prominente, Villamañe fue preparando el terreno para formular la pregunta que tenía en mente.
Necesitaba averiguar quiénes eran los vecinos más viejos del pueblo, aquellos que, aún sanos de mente, atesoraban un mayor volumen de recuerdos. Almacenes de memoria, era la expresión que se le había ocurrido justo cuando, unos minutos antes, ascendía la calle Vior; necesitaba encontrar el mayor almacén de memoria del pueblo de Castropol.
Diez minutos después, no había tiempo que perder, se encontraba delante de una pintoresca casita con pinta de antigua, con las ventanas y la puerta pintadas de un llamativo color verde. A Villamañe le recordó la Escuela Hogar, lo cual le pareció un buen presagio. Incluso la escalera de la entrada, con su robusta baranda labrada, le resultó familiar. Allí vivía Manuel Barrios, más conocido como “Polizón”. El marinero apodo le venía de una aventura que protagonizó en su juventud. Con 15 años recién cumplidos se embarcó de incógnito en un barco pesquero. Fue descubierto en altamar, y, tras la bronca inicial, incorporado a la plantilla del barco. Hoy en día, a sus 97 años, no perdona el habitual paseo diario que incluye ascender la calle del Campo hasta la entrada al parque, descender por Vijande, recorrer el túnel bajo las acacias, y regresar, finalmente, a través de la calle Acevedo. Paco le garantizó, además, que sus facultades mentales no le iban a la zaga a las físicas. Pedro, el lotero, estuvo de acuerdo, refiriéndose a él como un libro abierto. El barman abundó en el tema hablando de una auténtica enciclopedia andante.
Villamañe había encontrado su almacén de memoria, el hombre con la capacidad suficiente para construir sobre los abismos del olvido puentes del tamaño del de Los Santos o, incluso, el Golden Gate.
Descartó entrevistarse con él. No creía que Oliveras lo hubiera hecho tampoco. Sería demasiado riesgo para el secretismo que pretendía mantener.
Tampoco creía que el Uruguayo hubiera escondido allí el sobre verde. Sería demasiado sencillo para una mente tan retorcida como la suya. Pero sí pensaba que podría encontrar alguna pista, alguna señal que lo guiara en la dirección correcta.
La casita se levantaba a la vera de la gran explanada que se extendía por detrás del Casino. Era curioso, pero nunca había estado allí en sus múltiples visitas a Castropol. El descampado era mucho más vasto de lo que parecía visto desde el parque. Aguardaba paciente la próxima construcción de apartamentos, tal como rezaba el cartel sujeto a una estaca, desde hacía una década más o menos.
Tras una atenta inspección ocular, Villamañe desistió. Allí no había nada o, en todo caso, él no era capaz de verlo. Había perdido un tiempo precioso, pero, bueno, había que intentarlo; eso era el juego: ensayo y error.
De todas formas, nunca había visto demasiado claro el asunto. La bien nutrida memoria de “Polizón” parecía cuadrar bien con la primera parte del enigma, pero costaba encajarla en el posible significado de la segunda frase. Esas cenizas lo tenían bastante mosca. Si la casita hubiera ardido con su inquilino dentro y éste se hubiera salvado, el enigma estaría resuelto. Por un momento, contempló la vetusta construcción imaginándola consumida por voraces llamas. Después meneó la cabeza, sintiéndose vagamente culpable, y miró hacia el parque.
En el cielo habían aparecido unas cuantas nubes que se perseguían, juguetonas, en dirección a Ribadeo. El viento arreciaba por momentos retorciendo las pobladas ramas de las acacias. Sobre ellas, como perenne guardián o centinela, descollaba el ángel con su barca de juguete coronando el monumento a Villamil. Otro símbolo del pasado, testigo de un tiempo difícil y violento, cuando la historia se escribía a golpe de fuego y sangre. 
En Castropol había un buen puñado de edificios y monumentos, el palacio de Valledor como flamante abanderado, que oficiaban como eficaces trasmisores de una época, más o menos lejana, evitando que el abismo del olvido se la tragara para siempre.
Estos también eran almacenes de memoria. Lástima que no pudieran hablar.
Un poco más allá del Monumento a Villamil, oculta por las frondosas acacias se levantaba la capilla del parque. Villamañe reparó en un detalle curioso: desde la posición en la que él se encontraba en el extremo opuesto de la explanada, la mano extendida del ángel parecía señalar hacia la vieja edificación, como invitándole a reparar en su disimulada presencia.
Se trataba, como él muy bien sabía, del edificio más antiguo del pueblo, construido por un tal Diego Moldes en 1464, el único superviviente al gran incendio de 1547 que arrasó con el resto de las casas de Castropol construidas en madera.
Algo, una pálida luz, destelló en el cerebro del maestro jubilado.
“El pasado, disfrazado de Ave Fénix, sobrevive entre las cenizas”
El débil destello se convirtió en una cegadora Supernova.
Villamañe, con el rostro radiante por el inesperado resplandor, cruzó la explanada a la carrera, sorteó la baranda con un ágil brinco y recorrió el parque en un santiamén hasta llegar a la puerta de la capilla. Se detuvo un momento para recuperar el aliento, mientras miraba, emocionado, las tres máscaras grabadas sobre el dintel, las cuales, a su vez, parecían contemplarlo a él con sus grandes ojos de piedra.
Máscaras…disfraz de ave Fénix…el único edificio superviviente.
Villamañe hizo además de quitarse un imaginario sombrero: Oliveras se lo había currado. Había estado inspirado. Y al final, pensó dirigiendo la vista hacia donde se encontraba hace un momento, “Polizón” y su casita de cuento le habían sido de inestimable ayuda.
Sin más demora, se aplicó en la búsqueda del sobre verde. Lo localizó en apenas unos minutos, encajado entre las tupidas ramas del ciprés que crecía a la izquierda de la capilla y que, a juzgar por su grueso tronco, tenía pinta de ser casi tan viejo como ésta. Ya parecía tener unos cuantos lustros a sus espaldas cuando los colegiales de la Escuela Hogar se divertían en el parque jugando al escondite y columpiándose de dos en dos, o de cuatro en cuatro, en las dos barcazas ancladas en el imaginario puerto situado justo enfrente del histórico edificio.
Esta vez, Villamañe hizo la foto a tiempo y se la envió a Torres. Imaginó que Oliveras esbozaría un gesto de contrariedad al ver como caía otro de sus bastiones defensores del fortín dorado, incluso, puede que fuera uno de sus favoritos. A él, al menos, lo había fascinado.

                              VERDE—2—¡¡¡!!!

La foto que contenía mostraba unos cuantos edificios bajos y alargados, pintados con alegres colores y rodeados de una pradera en la que crecían varios árboles frutales. En la puerta de uno de ellos veíase un carro de labranza con grandes ruedas radiales y cubiertas de goma.
En la finca de exuberante verdor pastaban dos caballos, y varias cabras y ovejas. Había, además, numerosas aves de corral, picoteando y correteando por todo el recinto, el cual se hallaba cercado por una valla metálica verde oscuro de unos dos metros.
Gracias a estos domésticos inquilinos, Villamañe reconoció el lugar, no muy lejos del cual había andado esa misma mañana mientras rastreaba, cual sabueso entusiasta, por la zona de El Esquilo.
Estaba contemplando, sin ninguna duda, la Granja-Escuela de Piñera.
Montó en el Peugeot que aguardaba paciente, apostado en el aparcamiento junto a la gran escalinata de acceso al parque, y enfiló la calle Vior. Al salir del cruce del Peñamar, tomó la pista que arrancaba a la izquierda del nuevo bloque de apartamentos, otra ruta habitual en las caminatas de la Escuela Hogar. La estrecha vía rural, hoy negra de asfalto, ayer roja de fértil tierra, ascendía retorciéndose hasta la cima de la planicie y, una vez allí, se estiraba surcando en línea recta sembrados de maíz y patatas, y también campos de trébol y ballico.
La impresión de retroceso en el tiempo que experimentaba Villamañe en cualquier rincón de Castropol, era aquí más fuerte que nunca. Era una sensación singular y única; tan intensa, a veces, que al maestro jubilado le parecía oír, como una música fantasmal, las risas y las voces infantiles, llegando casi a creer que en cualquier momento se toparía con la bulliciosa comitiva colegial de camino a la estación de El Valín.
Aferrada a la tierra, disuelta en el aire, encaramada a los árboles, la memoria del ayer persistía, omnipresente, como una presencia viva que latía y respiraba.
A ambos márgenes se abrían perpendiculares rutas alternativas. Villamañe tomó la primera a la izquierda. Continuó circulando en llano un centenar de metros, para descender bruscamente al atravesar una pequeña aldea con media docena de casas apiñadas. Allí la pista se estrechaba un poco más y volvía a retorcerse en una doble curva. Una vez superado el antiguo lavadero, con el año 1957 grabado en grandes letras sobre el oscuro cemento, el camino volvía a ascender antes de embocar la última recta, flanqueada por gigantescos olmos, que conducía a la Granja-Escuela.
Tras estacionar en el amplio prado adyacente, se aproximó al portalón de hierro forjado, de gruesos barrotes rematados en punta, con un artístico rótulo taladrado en la parte superior.
A ambos lados crecía una muralla de cipreses enanos, pulcramente recortados. El panorama contemplado desde la entrada le resultó bastante familiar. Al compararlo con la foto, llegó a la conclusión de que Oliveras, o tal vez Torres, chico para todo, había tomado la instantánea desde aquella perspectiva exacta.
Hace unos años, realizando una visita con sus alumnos, la primera y última hasta hoy, el maestro  había averiguado que la Granja había comenzado a funcionar en 1987, curiosamente, el mismo año en que había echado el cierre la Escuela Hogar. Villamañe, dejándose llevar por su, en ocasiones, surrealista imaginación, fantaseó con la idea de una singular y atípica reencarnación.
Entonces, cayó en la cuenta de que encontrar un sobre en aquel enorme recinto sería una tarea de chinos. De muchos chinos, vaya, tantos como los que jugaban al fútbol en la cabina del famoso chiste. Menos mal que el sobre era rojo, discurrió un melancólico y ceñudo Villamañe, si llega ser el verde, apaga y vámonos. En ese caso tendría que recurrir al daltónico de guardia.
Para su sorpresa, en ese momento, una chica morena, de armoniosos rasgos, acudió a su encuentro con una carpeta en la mano. Lo saludó muy sonriente informándole de que habían dejado algo para un tal José Villamañe Lastra y que él tenía todas las pintas de ser esa persona. Aun así, nuestro buscador de tesoros tuvo que identificarse formalmente mostrándole a la chica su DNI. La simpática morena, sin dejar de sonreír, se apresuró a declarar que no dudaba de su palabra, sencillamente se limitaba a cumplir instrucciones.
Mientras se despedía muy cordialmente de la joven monitora, Villamañe se preguntó cuanto habría pagado Olivera por el servicio granjero de mensajería, seguramente, una cantidad nada despreciable; y qué historia les habría contado para justificar tan inusual proceder. Es muy probable que eso no le supusiera mayor problema: si algo le sobraba al Uruguayo, además de talento, era creatividad.
Ingenio e imaginación… ¡al abordaje, mis valientes bucaneros.!
Una fuerte ráfaga de viento zarandeó el muro de cipreses y rugió en las copas de los olmos.
                   
ROJO—3—¿¿¿???

Una vez dentro del Peugeot, Villamañe hizo la foto de rigor y abrió el sobre. Miró la hora en la pantalla del GPS.

HORA: 12:15…Transcurrido: 195 min… Restante: 582 min.
SALDO: +27

José Villamañe sonrió satisfecho. Había ganado 23 minutos. La hormiguita hacendosa había comenzado a almacenar grano a grano para que el duro invierno no la cogiera desprevenida.



                    CAP. IV :  EL  TERCER  ENIGMA

Enigma número 3

Los animales de la Granja están felices
Los animales del Zoo están tristes
El humo de las chimeneas perfuma el patio
El humo del tabaco perfuma la estancia

Bueno, unas frases aparentemente sencillas, lo cual no sé si es bueno o malo, reflexionaba Villamañe mientras retornaba a la carretera general en dirección al pueblo de Piñera. Atravesando éste, recordó el museo de maquetas de barcos que visitara el verano pasado. Su artífice, Pacho, el carpintero de ribera, había fabricado no menos de 80 maquetas, auténticas maravillas de fidelidad al modelo real, de las cuales parecía sentirse más orgulloso que un padre de sus hijos; o incluso más, aventuró Villamañe, sonriendo con ironía: los barquitos de madera no daban disgustos. Lo que habían dado, eso sí, era trabajo, mucho trabajo. Pacho le confesó haber empleado unas 45.000 horas en su confección. A 10 euros, más que un Gordo de Navidad. Tendría que presentárselo a Oliveras, seguramente harán buenas migas.
En el Peñamar giró a la derecha tomando el paseo marítimo. Circulando a la altura de la Casa Rectoral, asomada al abismo de La Mirandilla unos 30 m. más arriba, recordó cuando se había desprendido parte del barranco sepultando la carretera y llegando hasta la ría. El gigantesco mordisco a punto estuvo de tragarse la casa, de tal forma que al señor cura le faltó muy poco para amanecer entre las salobres aguas del Cantábrico.
En el espigón de la cerrada curva, allá por el año 75, vivió su primera, y última, experiencia como pescador. Ocurrió durante la semana de vacaciones que disfrutaron por la muerte del Caudillo.
Paró en El Risón, se sentó en la terraza y pidió un café bien caliente   para que le despejara la cabeza y estimulara la imaginación.
En el cielo, continuaba el tráfico fluido de nubes bien dirigido por el cálido viento del suroeste. Mientras saboreaba a pequeños sorbos el reconfortante brebaje, miraba complacido el mar erizado y las barcas amarradas meciéndose cual colosales cunas de vivos colores.
Allá a lo lejos, apenas una mancha blanca entre el verde de los pinos, veíase la ermita de Santa Cruz, a donde habían ido de excursión al menos en un par de ocasiones.
Villamañe colocó tarjeta ante él y puso a trabajar sus células grises.

Los animales de la Granja están felices
Los animales del Zoo están tristes
El humo de las chimeneas perfuma el patio
El humo del tabaco perfuma la estancia

Así, a primera vista, había dos detalles que llamaban la atención: la repetición de la estructura gramatical creando un paralelismo elemental, y la aparente simpleza de las frases en contraste con las crípticas expresiones de los enigmas precedentes.
Además, el hecho de que estuvieran en cursiva no podía ser fruto del error o la casualidad, no tratándose de Oliveras. El Uruguayo no daba puntada sin hilo, eso ya le iba quedando claro a estas alturas.
Villamañe tenía la impresión de que, al menos en las dos primeras frases, era más importante la forma que el fondo; de las dos últimas, ya no estaba tan seguro, es posible que tuvieran algún tipo de conexión con la realidad.
Frases sencillas…palabras repetidas…en cursiva…frases dirigidas a una persona con pocas entendederas…o… a un niño.
Una veloz asociación de ideas le hizo dar con la clave. Supo, o creyó saber, a que se refería Oliveras con las chimeneas, el patio y el aroma del humo de tabaco. Por el humo se sabe dónde está el fuego, proclamó un eufórico Villamañe.
Un par de minutos después, el tiempo seguía siendo oro, al volante del Peugeot, reducía para tomar el camino del cementerio, y aceleraba, de nuevo, rumbo a la esquina del parque. Tras un doble giro a la derecha, enfilaba la calle Vijande, para detenerse, finalmente, en el pequeño descampado que se extiende delante de las Escuelas Viejas.
Villamañe descendió del vehículo y estudió atentamente el singular edificio de ladrillo, bajo y alargado, con grandes cristaleras en su parte frontal, custodiadas por un pelotón de viejas macetas conteniendo floridos y raquíticos geranios.  Las resistentes plantas, todo un ejemplo de supervivencia en condiciones adversas, ya crecían allí cuando se cerró la escuela en el Curso 74-75. El antiguo alumno las recordaba perfectamente, incluso recordaba su peculiar aroma.
Se acercó hasta los ventanales. Estaban sucios y había algunos cristales rotos. Dentro se amontonaban las viejas mesas escolares. Supuso que una de aquellas habría sido la suya hasta cuarto de EGB. Allí seguía también la histórica pizarra, verde pálido, agrietada y llena de telarañas, de la cual había copiado en su cuaderno el texto “Los animales vertebrados” en su primer día de clase. Es curioso como algunos episodios nunca se olvidan.
En el aula de la izquierda impartía clase doña Visitación con sus peculiares métodos de educación. El autor de la famosa sentencia “la letra con sangre entra”, debía estar pensando en ella. En la derecha estaba Don Antonio, sempiterno fumador en pipa que a veces usaba como arma arrojadiza para castigar al díscolo de turno. Como muy bien apunta Oliveras, “el fuerte aroma del tabaco perfumaba la estancia”.
Las chimeneas de que habla, sin duda, se corresponderían con las de las dos casitas situadas a la izquierda, cada una con su jardincillo delimitado por un tupido seto. De la casona que se levantaba a la vera del Palacio, rodeada por una extensa finca cercada por un alto muro de piedra, sólo quedaba hoy en día la pared de la fachada emergiendo entre una maraña de silvas, con una puerta cegada y una pequeña ventana en la parte superior. Por encima de ésta aún se yergue, orgullosa e inhiesta, desafiante al paso del tiempo, una espigada chimenea de hierro. Esta sería la tercera en discordia, eficaz y aromática ambientadora del patio colegial.
Y, por cierto, pensó Villamañe mientras contemplaba con cierto pesar las ruinas de la casona, ya podían haber abierto antes el camino desde la calle Acevedo. Les hubiera ahorrado un fatigoso rodeo a los internos de la EH, especialmente en las inhóspitas mañanas de invierno…
…En un rincón del campo que hacía las veces de patio, unos obreros algo descuidados habían abandonado a su suerte un voluminoso montón de piedras, provistas de agudos y peligrosos cantos, rebozadas en tierra. Un infausto día, fruto de una alocada carrera, Villamañe había aterrizado sobre ellas abriéndose una bonita brecha en toda la frente. La pequeña cicatriz constituía un imborrable recuerdo más de aquellos gloriosos días…
…Estudiando atentamente los históricos geranios, el avezado ojo del maestro rural no tardó en descubrir que la maceta de uno de ellos era mayor y mucho más nueva que las demás. Aquí Oliveras no había estado muy afortunado, no podía suponerlo tan miope como para no reparar en ese detalle. Había introducido la maceta vieja dentro de la otra.
Encontró el sobre verde encajado en el espacio que quedaba entre las dos macetas.

                              VERDE—3—¡¡¡!!!

En este caso, el rincón fotografiado quedaba a tiro de piedra. Mostraba una ventana enrejada de la Escuela Hogar vista desde dentro. Se trataba de la ventana de la derecha, la que se encuentra al lado de la puerta de la capilla, fotografiada desde la escalera de acceso al interior del Palacio.
Un par de minutos más tarde, ya se hallaba rebuscando entre las robustas calas, compañeras supervivientes de los geranios de marras, que crecían al pie de la misma.
Lo localizó enterrado a no excesiva profundidad dentro de la habitual carpetilla de plástico grueso.

                    ROJO—4—¿¿¿???

Hizo las fotos de rigor y se las envió a Torres. Después, abrió el sobre.
Previamente, había consultado la hora en el reloj de sol, situado sobre la puerta de la capilla, aprovechando que el astro real reapareció entre las nubes calentando con fuerza.
Parecía señalar cerca de las dos. No podía ser tarde. Su Casio se lo confirmó.

HORA: 13:30…Transcurrido: 270 min…Restante: 507 min.
SALDO: +63

Villamañe levantó los brazos en un gesto de triunfo, seguía recuperando tiempo. Disponía de un saldo favorable de 63 min. Lo cual estaba muy bien, pero no debía echar a volar las campanas. A partir de ahora, seguramente, vendrían más curvas y más cuestas, cada vez más cerradas aquellas y más empinadas estas.



               CAP. V : EL CUARTO ENIGMA

              Enigma número 4

  C  A  S  T  R  O  P  O  L

Mirando por mi ventana
Vi que tú me mirabas
Nunca supe si yo venía
O eras tú quién te acercabas
Mirando tras mi ventana
Vi que tú me mirabas
Nunca supe si yo me iba
O eras tú quién te alejabas
Día tras día, siempre así
Así siempre, jornada tras jornada.

Sentado en el banco del patio, aquél donde encontrara el segundo sobre rojo, Villamañe leyó de nuevo el poético rompecabezas.
Mirando tras mi ventana…Instintivamente Villamañe miró el ventanal dónde hacía 7 años, otro 7 más, había visto, o creído ver, la fantasmal imagen. Desde el punto de vista de los huérfanos imaginarios que miraban desde el ventanal, algunas frases encajaban perfectamente, tenían todo el sentido. Oliveras había leído el relato de su aventura, tal y como le revelara en la carta. Otras frases en cambio eran más dudosas, y las dos últimas no coincidían en absoluto ya que su traumática experiencia sólo ocurrió una vez. Afortunadamente. Además, según la dinámica del juego vista hasta ahora, los sobres rojos y verdes de un mismo enigma nunca se hallan en el mismo lugar.
No, definitivamente, la solución al enigma debía buscarla fuera del Palacio. Viendo la hora que era, y teniendo en cuenta que no había comido nada desde las 7, otro más, de la mañana, decidió hacer un pequeño alto para reponer fuerzas.
Cinco minutos más tarde, se encontraba en el bar Antón dando buena cuenta de un apetitoso bocadillo de jamón serrano acompañado de un descafeinado. Con la misma excusa que había utilizado en sus pesquisas sobre “Polizón”, a saber, que estaba recabando documentación para un nuevo relato, interrogó al bueno de Paco sobre la posible existencia de algún balcón o ventana relacionada con alguna historia famosa en el pueblo. Este, al cabo de unos instantes de profunda reflexión, denegó con la cabeza, afirmando que lo único que se le ocurría era el balcón del Ayuntamiento desde el cual, en tiempos de la Guerra Civil, algún que otro encendido orador había lanzado entusiastas y patriotas proclamas. Dijo esto en tono de chanza y así se lo tomó Villamañe, celebrando la festiva ocurrencia. Algunos parroquianos presentes terciaron en la conversación esforzándose por complacer el interés del maestro, también con nulos resultados.
Un momento después, asomado al balcón de La Mirandilla, contemplaba el islote de El Turullón, allí a lo lejos, antojándosele un singular velero varado a la orilla del mar verde, mientras el viento, inmisericorde, inflaba sus velas de eucalipto.
Allí se le ocurrió que la ventana en cuestión debía estar fuera del pueblo a fin de tener una visión completa del mismo. Podría estar en Figueras o bien en Ribadeo, o en cualquier caserío situado en los montes de alrededor…
Pero…un momento…el poema-enigma dice que se acerca y se aleja…por lo tanto, si Castropol está quieto, el espectador que lo mira a través de la ventana tiene que hacerlo desde algo que se mueva. Un coche, un autobús…o…una barca…
La barca que cruzaba la ría hasta hace unos años…no sabía si aún sigue funcionando…creía que no…
Recordó cuando, en más de una ocasión, mirando el movimiento del mar desde el muelle, uno tenía la sensación de que era la carretera la que se movía, y él con ella, mientras la masa marina permanecía inmóvil. Era una sensación inquietante, casi daba vértigo…Sí, por ahí debían ir los tiros…
Mientras seguía el descenso en picado de una juguetona gaviota, Villamañe tuvo la íntima convicción de encontrarse en la buena senda.
No le llevó mucho tiempo averiguar que la barca había dejado de prestar servicio regular hacía cosa de unos tres años, coincidiendo con la jubilación del barquero, pero aún se podía alquilar para dar un garbeo por la ría hasta más allá del Puente de los Santos. Según le informó Julio, el hermano de Paco, solía estar amarrada enfrente del Risón. Terminó por desechar la idea: Oliveras no podía haber escondido nada en la barca, y los alrededores eran demasiados amplios y con límites confusos.
Entonces cayó en la cuenta de que había un sitio, mucho más pequeño, acotado y definido, dónde la famosa barca se ubicaba de forma permanente, aunque, eso sí, a una escala 1:5, aproximadamente.
El museo de Pacho, el carpintero de ribera, en su casa de Piñera.
Por un momento, sentado en el bordillo que rodeaba la Huerta, Villamañe creyó haber encontrado la solución, y ya se disponía a dirigirse hacia allí, pero luego, pensándolo mejor, también descartó esta opción. Quedaba al lado de El Esquilo y la Granja Escuela: demasiada concentración en tan poco espacio. En general las excesivas repeticiones tanto en el tiempo como en el espacio, sea este literario o real, atentan contra la originalidad, la lógica y la estética distributiva, cualidades que ha de poseer todo organizador de Rastreos que se precie. Y Oliveras era de los que preciaban, anda que no.
Así que, descartada la barca, había que buscar otro medio de transporte regular cuyo recorrido diario incluyera el pueblo de Castropol.
Sólo había un candidato posible: el ALSA que hacía la ruta Oviedo-Vegadeo. Consultó en internet el horario. Había 3 en total, a lo largo de la mañana, con intervalos de hora y media, aproximadamente.
Demasiado complicado. El poema debía referirse a algo más concreto, perfectamente identificable, y que él, Villamañe, antiguo alumno de la Escuela Hogar, estuviera obligado a conocer. Otra norma de los Rastreos, dictada por el sentido común amén del juego limpio, imponía no recurrir a hechos u objetos que se hallaran fuera del alcance mental y/o físico del rastreador, de tal forma que este se encontrara con una absoluta imposibilidad de acceso a los mismos.
No, definitivamente, debía ser algo mucho más sencillo, algo que le resultara familiar.
El maestro rural volvió a estudiar el poema.

  C A  S  T  R  O  P  O  L

Mirando por mi ventana
Vi que tú me mirabas
Nunca supe si yo venía
O eras tú quién te acercabas
Mirando tras mi ventana
Vi que tú me mirabas
Nunca supe si yo me iba
O eras tú quién te alejabas
Día tras día, siempre así
Así siempre, jornada tras jornada.

Descartado el ALSA como transporte regular y diario, sólo quedaba el tren, pero la vía discurría bastante apartada de la villa, de hecho, el punto más cercano…era la estación de El Valín, pero desde allí era materialmente imposible contemplar Castropol, ni total, ni parcialmente…a menos que…
…El detalle, aparentemente baladí, de la inusual separación entre las letras del título hizo que Villamañe variara el enfoque de su razonamiento deductivo.
…A lo mejor, lo que miraba el viajero no era la fotogénica estampa del pueblo de Castropol, uno de los perfiles más reconocibles entre todos los pueblos de Asturias, con la piña de casas blancas encaramadas sobre el promontorio y la torre de la iglesia descollando sobre ellas cual eterno guardián o centinela; Es más probable que lo que aquél contemplara tras el cristal de la ventana fuera…el nombre del pueblo…
…un nombre rotulado con grandes letras negras sobre nueve azulejos blancos…
Qué imbécil había sido…debería haberlo visto mucho antes…se lamentaba un contrito Villamañe mientras volaba por la recta ascendente de El Valín, a la altura de “Congelados Egea”.
Un minuto más tarde ya había estacionado el Peugeot al borde de las vías y contemplaba con aire de triunfo el histórico rótulo que nominaba el modesto apeadero ferroviario.
En ese momento le llegó un mensaje al móvil. Era Torres. El abogado le preguntaba si necesitaba algo o había tenido algún problema, aprovechando, de paso, para trasmitirle la enhorabuena de Oliveras por lo logrado hasta el presente, así como ánimos y suerte para el futuro, que seguro los iba a necesitar.
Villamañe tranquilizó al abogado respecto al primer punto: hasta ahora todo había ido sobre ruedas; y, últimamente sobre raíles, esto lo pensó, sólo, regocijándose por dentro. A continuación, dio las gracias al Uruguayo, se felicitó por sus buenos deseos, alabó sus indudables cualidades como organizador de Rastreos de alta categoría, y remató asegurándole que tras la, hasta el momento, venturosa travesía, se veía muy capaz de arribar a buen puerto dentro del tiempo marcado…
…La estación era, junto con la playa de Salinas, el lugar preferido como destino final en aquellos habituales paseos por los alrededores de Castropol.  
A un lado crecía un tupido bosque de eucaliptos y al otro medraban los helechos y los pinos piñoneros. Entre los aromáticos árboles y los pulidos raíles montados sobre robustas traviesas, se extendía un descampado de terreno irregular, dónde los niños emulaban a sus ídolos del balompié mientras las niñas subían y bajaban por los sucesivos niveles en el juego de la goma, aventurando su futuro estado civil o religioso, e invocando el chicle americano y las elásticas tripas del sufrido Jorge.
Un poco más allá existía un pequeño chigre al que se llegaba a través de un tortuoso y empinado sendero. Amarrado a un fornido castaño, un perro blanco ladraba furioso en su cautiverio, cuando los colegiales se acercaban a comprar Phoskitos y Tigretones, y también Mirindas de las de chapa con cromo, y polos de sabores por un duro de los de entonces.
La merienda más habitual consistía en negras onzas de chocolate La Cibeles rellenando un trozo de crujiente barra, normalmente acompañadas de naranjas…
…Encontró el sobre verde al pie del inspirador rótulo, embutido dentro del canalón de desagüe. Sí, estaba claro que Oliveras había consultado la predicción del tiempo antes de organizar el rastreo: no podía ser casualidad que ya llevase 5 días sin llover y se anunciase al menos una semana más de días secos y soleados. Que duda cabe de que un potente anticiclón situado sobre la vertical del país garantiza una Búsqueda del Tesoro en óptimas condiciones.

VERDE—4—¡¡¡!!!

Villamañe realizó el protocolo de rigor. La fotografía número 4 mostraba el escaparate de la Librería-Estanco Ardura, situada al final de la calle Vior. En el mismo se exhibían una media docena de libros, entre ellos, el último de Stephend King, una reedición de las mejores historias de Agatha Christie y una selección de relatos de Roald Dahl; “Castropol en el recuerdo”, una obra de gran formato, se hallaba al lado del “Relatario” de Paco Castelao.  
Todos ellos flanqueaban a un llamativo volumen situado en el centro. Se trataba de una obra con la portada en rojo ribeteada de oro que mostraba al héroe Teseo luchando con el  Minotauro en el interior del Laberinto, mientras Ariadna, hilando su tela, aguarda en la salida.  El título, en caracteres azules rezaba “La leyenda del Minotauro”.
Regresó a Castropol atravesando el pueblo de San Juan de Moldes. Aprovechando que iba bastante bien de tiempo, se detuvo unos minutos al lado del bar San Roque…

…En apenas cinco minutos se plantó delante del inmortalizado escaparate. La librería Ardura estaba regentada por Juan Manuel, un buen amigo suyo, miembro de la banda de gaitas “El Penedón”, más conocido como “Quirolo” en honor a sus antepasados, célebres animadores en las veladas del Casino castropolense.
Se ubica a la vera de la empinada escalinata dónde nace la callejuela Amor. Al otro lado de aquella existía hasta unos años un SPAR dónde los escolares hogareños solían adquirir botellas de sidra “El Gaitero” y pastas Reglero para celebrar los cumpleaños con animados guateques…

…En efecto, el libro del Minotauro destacaba sobre el resto por su colocación y también por el colorido diseño de su cubierta. Villamañe entró en la pequeña tienda donde las novelas de bolsillo convivían con el material escolar y los cartones de tabaco en amigable camaradería. Tras saludar calurosamente a Juan y charlar sobre algunos lugares comunes, entre ellos la próxima actuación de la banda y la compra del palacio de Valledor, el maestro le preguntó, así como de pasada, si no habrían dejado allí un sobre para él. Juan hizo memoria durante unos momentos, rebuscó debajo del mostrador, y terminó negando con la cabeza.
Entonces, Villamañe, obedeciendo la estrategia fijada de antemano adquirió el libro del Minotauro por el módico precio de 25 euros.
Juan le explicó que había llegado hacia dos semanas. Sí, aquello coincidía, pensó el maestro, el libro debía jugar un papel importante en aquel asunto.
Él conocía, a grandes rasgos, la fantástica historia de Ariadna y el Minotauro. Teseo, luchó contra el Minotauro y le dio muerte en el interior del Laberinto. El joven logró encontrar la salida gracias al hilo del ovillo de lana que le había dado su amada Ariadna, quién, como era habitual, se hallaba tejiendo.  Vaya, nada nuevo bajo el sol, discurrió Villamañe acordándose del cuento de Pulgarcito. Al final, un Rastreo no dejaba de ser un laberinto, en el que debías ir reconociendo las pistas o caminos falsos, hasta encontrar aquel que te conducía a la salida y al descubrimiento del tesoro escondido.
Cada vez estaba más convencido de haber hecho una buena compra, los 25 euros podría amortizarlos con creces.
Tardó escasos minutos en descubrir que no había ningún sobre dentro del libro. Bueno, en todo caso, aquél no podía andar muy lejos.
Echó un vistazo alrededor. El lugar más factible parecía ser la cabina telefónica. Nadie usaba hoy las cabinas, ya era raro que no la hubieran retirado. Sin duda, tenía toda la pinta de ser el lugar más idóneo.
No se equivocó. Lo localizó, sin mayor dificultad, debajo del prehistórico artilugio.

ROJO—5—¿¿¿???

Envió la foto y miró el reloj.

HORA: 15.30…Transcurrido: 390 min…Restante: 387 min.
Saldo: +54 min.
Esta vez había sobrepasado en 9 minutos el tiempo asignado por enigma, pero el saldo continuaba siendo netamente favorable




                                CAP VI: EL QUINTO ENIGMA 

                    Enigma número 5—A

Sangre de la Alianza, nueva y eterna
Derramada por todos vosotros


    ¡¡¡TOMAD y BEBED!!!

Un enigma dividido en dos partes. Oliveras había variado ligeramente su táctica.
Villamañe lo leyó mientras atravesaba el callejón Amor, un nombre de lo más sugestivo, rumbo al Peugeot aparcado a la puerta de palacio. Se paró a la altura de la abertura en el muro de la huerta, que también era raro no hubieran reparado aún.
Momentos antes, pasaba por delante de la casa dónde en aquel tiempo vivía y trabajaba el zapatero…

 …El sol había ganado su batalla contra las nubes, las cuales, reducidas a unos escasos y escuálidos efectivos, se batían en franca retirada hacia el puente de los Santos, rumbo a alta mar. El triunfante monarca astral, casi en el cénit, reverberada en la ría, cuyas aguas tras haber alcanzado al mediodía su máximo nivel, ocultando la playa de Salías y abrazando los escarpados flancos de El Turullón, habían comenzado su periódico repliegue, cual tropas invasoras regresando a posiciones defensivas, revelando poco a poco el fondo esmeralda de la Ría.

Este es el Cáliz de mi Sangre
Sangre de la Alianza, nueva y eterna
Por el perdón de vuestros pecados

      ¡¡¡TOMAD y BEBED!!!

Vaya, a Oliveras le había atacado la vena religiosa; al menos, aparentemente, que luego podía ser cualquier otra cosa.
Así, al pronto, parecía clara la invitación a visitar la iglesia, y eso fue lo que hizo. Como en ocasiones precedentes, el camino más obvio no resultaría el definitivo, pero, discurrió Villamañe, recordando a “Polizón” y su casita verde de cuento, seguramente encontraría algún ángel amable dispuesto a señalarle la senda correcta…

...Pronto se dio cuenta que encontrar algo allí, en aquel espacio tan enorme y con tamaña diversidad de objetos móviles y fijos, entre aquella auténtica vorágine de formas y estructuras, sería una tarea titánica. Así que, después de inspeccionar el altar dónde tenía lugar la consagración del Cáliz y no encontrar ningún indicio claro, o tal vez por encontrar demasiados, decidió salir de allí y buscar en otra parte.
Necesitaba un recinto más pequeño, una versión a escala de aquél, que contara con los mismos o similares elementos. No tardó en hallar la respuesta. Hace menos de 20 minutos se encontraba, precisamente, a su vera.
Pocos minutos después franqueaba la pesada puerta, rematada por un dintel artísticamente labrado, de la capilla de la Escuela Hogar y penetraba en su interior. Hace 7 años, cuando había regresado allí por primera vez desde sus tiempos de interno, le había causado una triste impresión el desolador aspecto que presentaba la histórica capilla construida en el siglo XVIII. Es por ello, que sonrió satisfecho aprobando el mejorado aspecto del recinto. La capilla se veía limpia, el suelo de polvo y las paredes de telarañas. Habían reparado los desvencijados bancos, recompuesto los cuadros supervivientes de la Pasión y restaurado las imágenes que ocupaban los pedestales a ambos lados del retablo. En cuanto a este, una auténtica maravilla rococó, notable por su valor artístico e histórico, también había sido sometido a una concienzuda limpieza realzando los vivos colores sobre la noble madera.
Reposando sobre un mantel con puntillas de un blanco impoluto, el dorado Sagrario refulgía, como una casita de juguete tocada por los prodigiosos dedos del rey Midas. A su vera, la Inmaculada de Murillo continuaba aplastando la cabeza del endemoniado ofidio con el cuerno de Luna yaciendo a sus pies.
El áureo fulgor del objeto sacro provocó en Villamañe una natural asociación de ideas: dejando aparte los 7 pequeños lingotes que Oliveras le entregara como señal, la arquita, junto con su homónima hermana mayor de la iglesia de Castropol, era lo más parecido a un tesoro que había contemplado a lo largo del día.
El Sagrario estaba cerrado con llave. Imposible acceder a la copa dorada que albergaba en su interior. “El Cáliz de mi Sangre…Tomad y Bebed”. Tras una exhaustiva labor de búsqueda por todos los rincones de la capilla durante 20 minutos largos, el tiempo es oro, se vio obligado a admitir que allí tampoco se hallaba el sobre.
Esbozó una mueca de franca desilusión mientras enderezaba un par de estaciones del Vía Crucis, también objeto del minucioso registro.
Salió a la sala de despacho-centro de operaciones y decidió subir al piso superior para disponer de una mejor perspectiva. La escalera de madera lo saludó con su familiar crujido. A pesar del implacable discurrir del tiempo, había algunas cosas que nunca cambiaban. Apoyado en la fatigada baranda de madera, recordó cuando en una de las múltiples ocasiones que allí se había encontrado aferrado a los duros barrotes, el niño Villamañe, aburrido por el acto religioso de marras, se entretuvo calculando cuantos días restaban exactamente para irse de vacaciones. Cuando descubrió que la cuenta ascendía a 60, su moral se resintió y el alma se le cayó, no a los pies, sino al piso inferior…

…Y, a todo esto, el tiempo seguía corriendo. Se sentó en el banco y reflexionó intensamente…El Cáliz de mi Sangre…la Última Cena…
Se levantó cual resorte, salvó la escalera en un salto, cruzó el pasillo a toda velocidad y se plantó en el comedor delante del cuadro de Leonardo da Vinci.
 El bajorrelieve plateado brillaba como si alguien lo hubiera frotado recientemente. ¿Otro cebo de Oliveras?, pensó Villamañe, recordando los cuadros reales del primer enigma. Le pareció bastante probable.
Pero, esta vez se equivocó. El cuadro tenía premio, no había que seguir buscando: otro sobre rojo, pegado en la parte posterior.
Regresó al Centro de Operaciones, extendió el papel sobre la mesa y se concentró en la segunda parte del enigma.


                    Enigma número 5—B

Sangre derramada sobre el mar
Peleando por alguna bandera

La sangre continuaba siendo el punto de referencia, el nexo de unión entre A y B. Continuaba hablando de sangre derramada, pero ahora se observaba un significativo cambio: el asunto había pasado de simbólico a real, de divino a humano.
Las dos escuetas líneas parecían una inequívoca referencia a alguna batalla marina, en la que hubieran combatido antiguos habitantes del pueblo de Castropol o alrededores.
Villamañe, buen conocedor de la historia local, resolvió fácilmente el enigma.
Cinco minutos después, segundo arriba o abajo, se encontraba en el parque contemplando el monumento a Villamil, el héroe de la guerra de Cuba. Vino y sangre derramada: la tortuosa mente de Oliveras seguía conduciéndolo por sendas sorprendentes.
 Villamañe saludó al ángel, descollante sobre el techo vegetal de las acacias, con la espontánea alegría del que se encuentra a un viejo amigo a quién debe un importante favor…
…Fernando Villaamil (1845-1898), capitán de navío, murió en la célebre batalla naval de Santiago de Cuba, en la cual la Armada española fue destruida por los americanos. El valiente marino, nacido en Serantes, fue abatido al mando del destructor Furor, cuando se disponía a tomar el control del cañón de proa. El monumento en piedra y bronce fue inaugurado en el año 1911, juntamente con el Casino. 
El heroico marino aparece entregando su vida a la Patria, simbolizada por una figura femenina con una bandera. Bajo él se ve el destructor que capitaneaba, y sobre su cabeza el ángel, eximio representante de la iconografía castropolense.
El sobre apareció encajado en el seto recortado, al pie de la estatua, enfrente de una de las coronas mortuorias que circundan el mismo.

VERDE—5—¡¡¡!!!

Villamañe, sentado en un banco, a la vera del monumento, dentro de la benéfica cobertura del ángel, abrió el sobre.
En unos segundos avanzó más de un siglo, regresando al presente, contemplando la reconocible figura del hotel Peñamar.
A las 5 en punto encontró el quinto sobre rojo, en un macetero situado a la entrada del turístico establecimiento. Fue el más rápido con diferencia. Tiembla Oliveras, esto pinta cada vez mejor.


ROJO—6—¿¿¿???

HORA: 17: 05…Transcurrido: 485 min. …Restante: 292 min.
SALDO: + 70

El margen temporal era cada vez más amplio. Viento en popa a toda vela, el bergantín pirata avanzaba triunfante rumbo a la Isla del Tesoro. Oliveras estaría encantado de saberlo, pensó Villamañe sonriendo maliciosamente. Sin más demora, envió la foto. Dejándose llevar por la euforia añadió una carita sonriente acompañada del signo de la victoria.
Casi al momento, mucho le sorprendió tamaña rapidez, recibió la contestación: aplauso+carita de pasmo+manita dando el alto; es decir, hasta el momento lo has hecho bien, pero no cantes victoria que lo bueno está por llegar.
Bueno, Olivares podía pensar lo que quisiera, pero, una hora y 10 minutos ganados eran un colchón de lo más reconfortante y esperanzador.
Sin más dilación abrió el sobre.




CAP. VII: EL SEXTO ENIGMA.

                     Enigma número 6

Había una vez 5 hermanas
Una vez a la semana todas se juntaban
¿A qué hora se juntaban?
Exactamente, a las dos y pico.

La primera usa peluca porque no tiene pelo
La segunda usa corona, pero no tiene reino
La tercera es el terror de las lenguas viperinas
La cuarta, muy valiente, con su espada luchaba
La quinta, vestida de luto, por sus hermanas brindaba.


Vaya, pensó un admirado Villamañe, hay que reconocer que el taimado Olivares se reservó sus ases para el final.
Cinco hermanas…familia numerosa…veamos. El maestro rural comenzó a analizar las variopintas posibilidades del acertijo.
Entre las dinastías más numerosas en la Escuela Hogar, recordó que había alguna de 5 hermanos, y otras de más, incluso, sumando ambos sexos, pero de 5 hermanas solas estaba seguro de que no había habido ninguna. Lástima, podría ser una buena pista.
Se preguntó si habría algún caso en la historia presente o reciente de Castropol. Decidió ir a preguntarle a Ovidio, artífice de un famoso blog donde aparecen documentados gráficamente los más señalados acontecimientos en Castropol durante este siglo y buena parte del anterior.
Cruzando la calle Acevedo, se fijó en los geométricos dibujos hechos a tiza sobre el firme, recuerdo del Corpus recientemente celebrado. Villamañe se paró un momento a la altura del antiguo cuartel. Los pantanos de la memoria, llenos a rebosar, abrieron de nuevo sus compuertas…

…Ovidio se alegró de verlo, saludándolo con un cordial apretón de manos, pero la visita resultó infructuosa. Había unas cuantas familias con tres hermanas, incluso alguna con cuatro, pero ninguna con cinco.
Mientras tomaba un café en Casa Vicente, el barman Avelino, le habló de la panadería 7 hermanos, que hasta hace un par de décadas funcionaba en San Juan de Moldes. Villamañe ya la conocía y tampoco le servía por razones obvias. De todas formas, le extrañó que Oliveras no hubiera contado con ella teniendo en cuenta sus evidentes simpatías con el número 7, sin duda el de mayor carga simbólica y literaria con mucha diferencia. Supuso que no sabía de su existencia, lo cual tampoco era tan raro.
Decidió que las 5 hermanas no eran personas, así que se trataría de animales o cosas, lo cual cuadraba mejor con una cualidad básica de todo acertijo que se precie: su sentido figurado, dónde nada es lo que parece.
Pensó en los 5 días laborables, los dedos de las manos, una estrella de 5 puntas…y hasta en los 5 lobitos de la loba detrás de la alcoba. La verdad es que el número 5 no daba mucho juego. Dejando aparte el rey 7, si se hubiera tratado del 3, el 4, o incluso el 6, número de la bestia, habría muchas más posibilidades.
No eran lobitos, eso estaba claro. Villamañe pensó en otras especies animales. Alguna especie con 5 géneros distintos. Esa era la opción más probable. No debía haber muchas.
Se hallaba cómodamente instalado en la salita anexa a la capilla, más conocida como CORAE (Centro de Operaciones para la Resolución de Acertijos Endemoniados). A través del ventanal abierto hacia la Huerta le llegaba el ruido del tráfico y los alborotados trinos de los gorriones, apostados entre las frondosas ramas del nogal para protegerse de los ardientes rayos solares. Aulló un perro en la lejanía hacia la zona del muelle. La sirena de una ambulancia con prisa sonó como un eco extraño, formando un peculiar y cacofónico coro con el alborotador cánido.
El maestro rural se centró en la primera parte del rompecabezas.

Había una vez 5 hermanas
Una vez a la semana todas se juntaban
¿A qué hora se juntaban?
Exactamente, a las dos y pico

La última frase era rara, vagamente desconcertante, así parecía a primera vista; precisamente por eso, conjeturó un animado Villamañe, tenía que ser la frase clave.
Por qué decir las dos y pico y no las dos y cinco, o las dos y cuarto. Desde luego, es una forma habitual de hablar en la jerga popular, pero como hora para una cita suena bastante imprecisa. Lo mismo puede pasar un minuto de las dos, que 59. Pico, por tanto, era una palabra a tener muy en cuenta. Su variada polisemia hacía que fuera muy adecuada para fabricar pistas falsas jugando con la ambigüedad de su significado fuera de contexto.
Podía sugerir un pico de minero, pero Castropol era más bien tierra de marineros; también la cima de una montaña, aunque por aquí se estilaban más bien las colinas. El pico más cercano que aparecía señalado en los mapas con el correspondiente triangulito negro era el modesto Pousadoiro al otro lado de la ría en tierras gallegas.
¿Qué quedaba entonces? Pues, el más común y evidente: el pico de un ave. De repente, reparó en un detalle y se echó a reír. Pero, bueno, si estaba muy claro, era increíble que no lo hubiera visto antes.

a las dos y pico

O sea, dicho de otro modo: dos alas y pico. Tan sencillo como retorcido. Bien por ti, Oliveras: aquí también te has lucido.
Las 5 hermanas eran 5 aves. La misma especie y 5 géneros distintos.
A partir de ahí, ya fue coser y cantar.


La primera usa peluca porque no tiene pelo
La segunda usa corona, pero no tiene reino
La tercera es el terror de las lenguas viperinas
La cuarta, muy valiente, con su espada luchaba
La quinta, vestida de luto, por sus hermanas brindaba.

Sólo necesitó resolver la primera, para que el resto fueran saliendo de forma natural por lógica deducción.
La primera hermana era calva. Que el supiera esta cualidad únicamente se podía corresponder con un tipo de ave.
El águila calva. No podía ser otra.
Evidentemente la segunda era el águila real, o el águila imperial, cualquiera podría valer.
La tercera le costó algo más. Al principio, le desconcertó lo de lengua viperina, hasta que dedujo, acertadamente, que, en este caso, para variar, estaba dicho en sentido literal. La lengua bífida se refería no a una persona deslenguada sino a una auténtica víbora reptil.
La tercera se trataba, pues, del águila culebrera.
Con la cuarta se atascó un buen rato, hasta llegó a consultar internet. No había ningún águila que coincidiera o pudiera relacionarse, ni siquiera remotamente, con esas características. Entonces, cayó en la cuenta de que no estaba preparando un trabajo de Ciencias Naturales, sino resolviendo un acertijo. Villamañe resopló, esbozando una mueca de cómica desesperación. Se estaba haciendo viejo, se dijo con melancólico pesar, en sus buenos tiempos lo hubiera resuelto a la primera sin vacilar.
Es valiente y usa la espada. Si el nombre es águila, el adjetivo sólo puede ser roja. El Águila Roja. Una serie de enorme éxito que, a él, sin embargo, no había logrado engancharlo. Recordaba haber visto algún que otro episodio suelto. Muy buena la ambientación histórica y notables las recreaciones de algunos personajes.
Una vez cambiado el registro, de real a figurado, la quinta águila-hermana se cayó por su propio peso.
Vestida de luto y brindando, por fuerza debía ser El Águila Negra, la célebre marca de cerveza protagonista de los entrañables rótulos luminosos colocados en las puertas de tabernas y bares a lo largo y ancho del solar patrio.
Y tampoco le resultó en absoluto problemático saber dónde debía buscar el sexto sobre verde.
Cinco minutos después, José Villamañe, reputado enigmatólogo, se encontraba delante del célebre panel amarillo con las familiares imágenes del gordito y su espumeante jarra de cerveza, al lado del águila enlutada, colocado en la esquina del bar Antón.
Bajo él se halla un panel de corcho donde en la jornada de hoy, 20 de junio, encontramos tras la cristalera un par de carteles de fiestas, la próxima actuación de la banda “El Penedón” y un total de 6 esquelas. Contemplando estas últimas, Villamañe pensó que lo de vestida de luto quedaba plenamente justificado.
Inspeccionó ambos atentamente con nulos resultados. El sobre no se encontraba allí, lo cual le sorprendió bastante, por considerarlo el lugar más lógico e idóneo. No creía que Olivares lo hubiera escondido dentro del bar, a menos que…
Después de preguntar a su hermano, y tras echar un vistazo debajo del mostrador, en el rincón de la lotería, al lado de la cafetera, y en los cajones situados a la izquierda de éste, Paco le confirmó que nadie había dejado ningún sobre para él, lo cual, por otra parte, había sido su primera y certera declaración.
Villamañe pidió una tónica del tiempo, mientras echaba un vistazo alrededor tratando de localizar algo que le llamara la atención, algo que no debería estar allí, que desentonara con el conjunto del mobiliario y la decoración.
En la pared del fondo colgaban varias fotografías enmarcadas representando diversas estampas del pueblo de Castropol a lo largo del pasado siglo: el paseo del muelle, la lancha, la torre de la iglesia…hitos de referencia para buscar en el almacén de la memoria. Al lado de la máquina del tabaco y la tele de plasma de 50 pulgadas, encontramos un póster gigante del Real Madrid, un balón autografiado sobre una repisa, así como un par de bufandas y una foto del barman, pletórico, al lado de Cristiano Ronaldo. Paco solía comentar que el astro portugués acostumbraba a presumir de ella delante de sus amigos. Finalmente, a la izquierda de la entrada aparecía un cuadro del grupo coral “Ecos de Castropol” del que Paco y su hermano Julio formaban parte, al lado de otro de menor tamaño en el que podía verse la banda de gaitas posando delante de la puerta verde del Palacio de Valledor. Villamañe reconoció, entre otros, a Juan Manuel, el involuntario guardián del Laberinto del Minotauro. El hecho de que allí figurara la única imagen de la Escuela Hogar en todo el recinto hizo que Villamañe concibiera alguna esperanza, que se esfumó rápidamente al comprobar que el cuadro no escondía nada.  Tampoco encontró rastro del sobre en ninguno de los otros cuadros, lo cual no le supuso una excesiva sorpresa. Villamañe había hecho una rápida comprobación aprovechando que no había nadie en el local y Paco entró un momento en el servicio.
Observando la nutrida representación de símbolos merengues, Villamañe pensó, esbozando una mueca de irónica melancolía, que si se hubiera topado con un escudo del F.C. Barcelona o similar no tendría ninguna duda de hallarse ante una pista definitiva: ése sí que sería un objeto altamente sospechoso, absolutamente fuera de lugar.
Tenía la sensación de que había algo que se le escapaba, algo que él sabía, un dato crucial enterrado en el subconsciente que el maestro rural, frustrado, no conseguía hacer aflorar.
En ese momento, Paco comentó que anunciaban un fuerte temporal de viento para el próximo sábado. Aseguró que el de la semana pasada a punto había estado de arrancar el panel del Águila Negra.
Villamañe le agradó que lo mencionara. Así podría preguntar sin levantar sospechas.
Así, comentó que aquello le parecía ciertamente extraordinario, teniendo en cuenta la cantidad de temporales que el histórico artilugio habría soportado a lo largo de su dilatada existencia.
El recuerdo que yacía en el subconsciente de Villamañe se removió inquieto, luego se dio media vuelta y continuó durmiendo, pero menos profundamente que antes. 
Paco asintió, asegurando que fueron muchos, en efecto, en los 40 años que llevaba en este local, inaugurado en el 75, a los que había que sumar otros 30 en el primitivo bar Antón ubicado en la plaza del estanco.
El recuerdo dormido despertó sobresaltado y se arrojó fuera del imaginario lecho.
El bar antiguo…claro…eso era…
Villamañe se encontró en serios aprietos para explicarle a su sorprendido interlocutor su repentina cara de pasmo, entre exclamaciones ahogadas y grandes aspavientos. Se escabulló a toda prisa, recordando, de pronto, que se había dejado la cartera olvidada encima del coche.
El lugar que antaño ocupara el bar Antón hasta el año 75, que él recordaba vagamente como un mostrador alargado en un local en penumbra, era hoy un solar invadido por la maleza. Del primitivo edificio apenas quedaba parte de la fachada en estado ruinoso.  Una señal colocada por el Ayuntamiento advertía del peligro de inminente derrumbe.
Encontró el sobre verde encajado entre las tablas rotas que un día impedían el acceso al recinto.

                             VERDE—6—¡¡¡!!!

Regresó al bar Antón blandiendo su cartera como un trofeo de caza, portando en el bolso interior de su cazadora la verdadera pieza cobrada. Antes de irse hizo ademán de pagar la tónica, pero Paco le dijo que invitaba la casa, aunque sólo fuera para compensarlo por el susto que se había pegado. Villamañe se marchó, finalmente, dándole las gracias y sintiéndose vagamente culpable. Se dijo que, si al final la cosa llegaba a buen puerto, le haría un pormenorizado relato de los hechos.
Mientras enviaba la foto para Oliveras, sonreía con la cara de satisfacción del gato que tiene al ratón a su alcance, imaginando además que El Uruguayo ya no las tendría todas consigo a estas alturas.
Apoyado, cual director en su atril, en el panel turístico de la Mirandilla, Villamañe se recreó unos momentos contemplando el panorama desde su privilegiada atalaya.  Las aguas de las Ría habían completado su repliegue y reponían fuerzas para retomar su periódica ofensiva.
A sus espaldas se levantaba el bar El Peñón, cuyo nombre hacía honor al promontorio rocoso sobre el que se asentaba. El local era otro clásico de los viejos tiempos. También aquí, José Villamañe había pasado muchos y buenos ratos…

El maestro rural esbozó un gesto de vaga melancolía y, a continuación, abrió el sobre.
…La foto era una de las más artísticas de la serie hasta el presente. Mostraba una impresionante imagen nocturna del Casino refulgiendo cual colosal lingote bajo la luz dorada de las farolas como si Midas también se hubiera pasado por aquí. A su vera, las negras siluetas de las acacias se cernían sobre el centenario edificio cual extraños moradores de las tinieblas.
Villamañe pensó que Oliveras mostraba cierta querencia por el parque, lo cual bien mirado era natural por la notable presencia de edificios y monumentos, almacenes de la memoria, que habitaban en el arbolado recinto.
El séptimo, Viva y Bravo, sobre rojo hizo su aparición en escena hábilmente camuflado en el doble fondo de una papelera, la más cercana a la entrada de la Biblioteca.  
Hablando de Almacenes de Memoria, pensó en ese momento Villamañe, la Biblioteca  Popular Circulante de Castropol, inaugurada en el mes de marzo de 1922,  ocupaba un lugar de honor en la inestimable labor de construir puentes sobre los abismos.

                                  ROJO—7—¿¿¿???

HORA: 18.40…Transcurrido: 580 min…Restante: 197 min.
SALDO: +86
Villamañe se frotó las manos y se animó a lo Sánchez Vicario con el célebre “vamos”. El maestro rebosaba optimismo por los cuatro costados. De todas formas, seguía con la mosca tras la oreja.
Disponía de casi hora y media de tiempo extra y eso era mucho tiempo. No creía que Olivares hubiera errado tanto sus cálculos, ni tampoco que lo hubiera subestimado hasta ese extremo. No, más bien pensaba que El Uruguayo aún le reservaba más de una desagradable sorpresa; seguro que guardaba, al menos, un par de ases en la manga. El final iba a ser de órdago. Estaba en el buen camino, pero en absoluto debía cantar victoria, vender la piel del oso y todo eso.



                          CAP. VIII: EL SÉPTIMO ENIGMA

Villamañe abrió el sobre allí mismo, sentado en la baranda de piedra labrada, robusta frontera entre el parque y la explanada colindante.

Enigma número  7

Pinchar en la última cuesta cerca de la meta.
Es lo peor que le puede pasar a un ciclista.

Entre todos los muebles: caros y baratos,
¿Cuál gasta más en zapatos?

Entre todos los animales del mundo
¿Cuál es el peor estudiante?



José Villamañe, sentado en un banco del parque a la vera del héroe Villamil, se afanó en descifrar el último enigma. Un poco más allá, un par de jubilados mataban el tiempo leyendo dos gruesas novelas en tapa dura recién sacadas de la Biblioteca. Una joven madre paseaba su cochecito entre los setos, mientras otros dos niños de corta edad armaban un gran bullicio en la zona de juegos infantiles.
El maestro rural trató de concentrarse aislándose del exterior, hasta que consiguió quedarse a solas en el mundo con las crípticas frases.
Así, a primera vista, más que un solo acertijo, se le antojaron tres adivinanzas distintas pero relacionadas entre sí por un nexo común.
Pensó que, si conseguía resolver una de ellas, las otras dos vendrían rodadas.

Pinchar en la última cuesta cerca de la meta.
Es lo peor que le puede pasar a un ciclista.

Lo primero que se le pasó por la cabeza fue un viejo conocido: el puente de El Esquilo. Creía recordar que en sus tiempos de escolar existía allí un puesto de alquiler de bicis. No creía, sin embargo, que Oliveras repitiera el mismo sitio, eso iba contra la lógica y también contra la estética, quebrantando las más elementales normas de una Búsqueda del Tesoro como mandan todos los cánones.
Por otra parte, la geografía de Castropol era bastante plana, no existían grandes cuestas; es posible que las más pronunciadas fueran los ascensos desde el muelle hasta la plaza de la iglesia, y desde Peñamar hasta el parque, pero no parecían tener la suficiente entidad como puerto puntuable por muy modesta que fuera la prueba ciclista en cuestión.
Desconocía si algún ciclista de renombre había nacido en Castropol, pero si tuviera que apostar juraría que no era el caso.
Viendo que no sacaba nada en claro, lo intentó con el segundo acertijo.

Entre todos los muebles: caros y baratos,
¿Cuál gasta más en zapatos?

En Castropol al día de hoy no había ninguna tienda de muebles y tampoco ninguna carpintería, al menos que él supiera.
En las grandes casonas de la villa, algunas, auténticas mansiones, sin duda habría más de un mueble más o menos antiguo, artísticamente labrado, y, por todo ello, muy valioso; pero, Villamañe sospechaba que no iban por ahí los tiros. Olivares no podía esperar que él se dedicara a andar de casa en casa presentándose como anticuario, historiador o similar.
Entonces, así, de repente, creyó encontrar la solución. Le pareció tan tonta que temió haberse equivocado, no podía ser tan sencillo.
La mayoría de los muebles tienen patas. Por tanto, gastará más en zapatos el que tenga más patas. Lo cual era una tontería que no llevaba a ninguna parte: todas las mesas, sillas y armarios tienen 4 patas.
En sentido figurado, llevarían zapatos aquellos que se calzan cuando cojean de una pata. Se calzarían más a menudo aquellos que no se encontraban fijos, los que se movían a diario. En estas condiciones, el candidato más idóneo sería una mesa ubicada en un local público, como un bar, por ejemplo; o, mejor aún, una escuela rural, con el piso de madera mal nivelado, dónde los jóvenes usuarios de los pupitres se suelen mover bastante. Villamañe podía dar fe de ello.
¿Una mesa de escuela, pues? Muy poco probable, discurrió Villamañe, acordándose del sobre escondido entre los geranios de las Escuelas Viejas. Volvía a tropezar con el mismo escollo del primer acertijo: ese lugar ya estaba pillado.
Con una sensación de creciente desánimo, la emprendió con el tercero en discordia.

Entre todos los animales del mundo
¿Cuál es el peor estudiante?

A ver si con éste estaba más inspirado, porque si no el despejado cielo azul que lo acompañara hasta el presente empezaría a cubrirse de espesos nubarrones.
Olivares había escogido un día ideal con unas condiciones climatológicas inmejorables para desarrollar un Rastreo; solo faltaba que ahora se desencadenara una tormenta.
Así, al pronto, este no parecía más asequible de los demás. Si en vez de preguntar por el peor, preguntara por el mejor, al menos habría unos cuantos candidatos posibles. Ahí estaba el elefante y su famosa memoria; el mono, capaz de fabricar herramientas y de reconocerse a sí mismo frente a un espejo; el loro, que puede aprenderse un extenso repertorio de palabras; y, por supuesto, el perro y el delfín, por su capacidad para el aprendizaje y su estrecha relación con los humanos.
Si le preguntan a un niño respondería, lógicamente, que los peores estudiantes serían el burro, por razones obvias, y la oveja, que sólo se sabe la letra b. Pero, claro, en un desafío de categoría como este, no caben este tipo de soluciones tontorronas.
Villamañe repasó mentalmente la lista de animales más listos y descubrió, con gran sorpresa, que uno de ellos podía ser perfectamente el peor estudiante. Cómo Einstein, pensó, realizando una rápida asociación de ideas, que era un genio y suspendía Matemáticas.
Señoras y señores, niños y niñas, en el Primer Campeonato de Animales Malos Estudiantes, por unanimidad del jurado popular el ganador es…¡¡¡El loro!!!...Porque lo repite todo.
Y, tal y como había sospechado, una vez resuelto un acertijo, los otros dos caían por su propio peso. En determinado contexto, y, especialmente en las circunstancias que aquí concurrían, el loro se asocia naturalmente con los piratas. Todo buen filibustero que se precie debe llevar el simpático animalito sobre su hombro, limpiándose el pico con la pata de cuando en cuando y profiriendo alguna gracia que otra, más o menos subida de tono.
Pinchar en la última cuesta cerca de la meta.
Es lo peor que le puede pasar a un ciclista.

Entre todos los muebles: caros y baratos,
¿Cuál gasta más en zapatos?

Entre todos los animales del mundo
¿Cuál es el peor estudiante?

Además del lorito, se necesitan, al menos, un par de cosas más para completar el atuendo o disfraz de pirata. La solución al acertijo del ciclista por fuerza tendría que ser el parche, y la de los zapatos solo podía ser la pata de madera.
Añadimos el garfio de rigor, y ya tenemos el pirata completo en perfecto estado de revista.
¡¡¡Ingenio e Imaginación al poder!!!...¡¡¡Al abordaje, mis valientes bucaneros!!!
Villamañe pensó que, definitivamente, Olivares había llegado al final justo de fuerzas. El último acertijo le había parecido el de menor dificultad. Aquello hizo que aumentaran sus temores sobre la posibilidad de que El Uruguayo le tuviera reservada una sorpresa final.
Una vez resuelto el séptimo enigma, el menos laborioso de la serie, el maestro rural tardó escasos segundos en saber, sin margen para la duda, dónde debía buscar el último sobre verde. La meteórica revelación aumentó, más si cabe, su desconfianza hacia una rápida e inmediata resolución del caso. Estaba cerca de la meta, pero, o mucho se equivocaba, o aún le quedaba un último puerto que ascender: corto, sí, pero muy duro.
Estacionó el Peugeot, su singular bergantín, en el área recreativa cerca de los viveros, y comenzó a descender a través de la empinada escalera de madera surcando el túnel de eucaliptos rumbo al islote de El Turullón, su particular Isla del Tesoro. Mientras transitaba la tortuosa y resbaladiza senda artificial, Villamañe iba rememorando el mismo descenso, unas decenas de metros y unas cuantas décadas antes, realizado en compañía de sus compañeros de la Escuela Hogar en las múltiples visitas realizadas a la Playa de Salías…

…Al llegar al prado comprobó que la marea ya había comenzado su imparable retorno, pero después de consultar su Casio, calculó que aún faltaban unas 5 horas para la pleamar. No existía, pues, peligro de quedarse incomunicado.
El templado viento del suroeste volvía a soplar en suaves pero continuas rachas haciendo crujir la olorosa hojarasca de los eucaliptos que coronaban el escarpado islote.

Tras una breve, aunque fatigosa ascensión, Villamañe se abrió paso entre los floridos espinos recorriendo el islote de una punta a otra.
Exactamente a las 19.55, encontró el último sobre verde dentro de una pequeña caja fuerte enterrada entre dos eucaliptos.

                            VERDE—7—¡¡¡!!!

HORA: 20.00…Transcurrido: 660 min…Restante: 117 min.
SALDO: +117

Temblando de emoción, lo abrió allí mismo, sin mayor demora.
La séptima foto mostraba una panorámica del cementerio de Castropol y sus alrededores tomada desde el cruce con la carretera del muelle.
Si Villamañe hubiera tenido que apostar antes de ver la foto, sobre cuál sería la última instantánea escogida por Olivares, hubiera pensado en dos o tres decenas de rincones de Castropol antes que en éste.
Por un momento, se le ocurrió la peregrina y loca idea de que Olivares había escondido los lingotes dentro de una tumba. Luego, razonando con más calma, decidió que la temeridad de El Uruguayo no llegaría hasta ese límite, pero que, sin duda, allí en el Camposanto hallaría la pista definitiva.
Diez minutos después, se hallaba delante de la puerta enrejada contemplando las blancas sepulturas adornadas con ramos de flores, mustias la mayoría, entre los setos pulcramente recortados.  
Un ocaso tranquilo teñía el horizonte hacia la ermita de Santa Cruz y hacía arder la ría con llamas doradas y silenciosas. Entre los eucaliptos, impasibles guardianes de los muertos, que crecían a la vera del cementerio, discutían con calor una pareja de palomas torcaces. Un cuervo de fiero y respetable aspecto graznó tres veces desde su atalaya en lo alto del castaño sin hojas, habitante de un perpetuo invierno, en la finca de la antigua casa de los Cancio.
La voz cascada y gruñona del pájaro enlutado espantó a las palomas que levantaron vuelo con un estruendoso aplauso alado y tomaron rumbo hacia la playa de Fontelas.
Villamañe, estremeciéndose involuntariamente, miró al ave de mal agüero, preguntándose si se trataría de un sicario a sueldo de Oliveras enviado por su jefe para entorpecer su desembarco en la isla dónde un cofre con 7 lingotes de oro aguardaba paciente su desentierro.
Bueno, y ¿ahora qué?, se dijo Villamañe, ¿qué se supone que debía buscar, si ya no había más sobres rojos? O, ¿a lo mejor, sí los hay?
No tardó en salir de dudas. Obedeciendo a una intuitiva y repentina corazonada, se aproximó hacia dónde se hallaba el cuervo, el cual volvió a graznar y levantó pesado vuelo en dirección a la ría.
Halló lo que buscaba en las entrañas del árbol muerto, en el oscuro interior de la fea herida que rasgaba su tronco pétreo.
Al final, resultó que sí que había otro sobre rojo. El noveno de la serie.
Lo cual quería decir, pensó Villamañe, que aún no se habían terminado los enigmas.
Abrió el sobre con el ceño arrugado, esbozando un gesto de franca contrariedad.
Dentro, halló otro sobre azul, con la pegatina de un sol desplegando sus rayos sinuosos sobre la totalidad del celeste polígono. El astro rey lucía una enorme sonrisa. Bueno, al menos, un nuevo color entra en escena, algo es algo. El maestro sonrió complacido sintiendo renacer su optimismo.
En su interior albergaba una tarjeta azul marino con unas cuantas frases en artísticas letras doradas.
                              EL NÚMERO 7
7 son los enanitos de un cuento muy conocido
7 son los cabritillos por el lobo apetecidos
7 son los colores de un arco muy colorido
7 son las moscas que mató el sastrecillo
7 son las leguas recorridas del camino
7 son los Sacramentos en la vida recibidos.
7 días de la semana, desde el lunes al domingo
7 enigmas ha tenido el presente desafío
7 lingotes valen si lo rematas con tino


Pues si esta es la pista definitiva, la que señala el lugar dónde se encuentra el tesoro, apañados estamos, discurrió un perplejo Villamañe.
Y otro orden de cosas, hay que ver con el número 7. A simbólico y cabalístico no le gana nadie.
Buscando nuevos e inspiradores escenarios, montó en el Peugeot y condujo hasta el campo de La Paloma, otro rincón de Castropol que también le traía muchos y gratos recuerdos…

…El maestro rural dejó vagar su mirada, llena de melancólico pesar ante el irreconocible aspecto que presentaba el solar desnudo y abierto allí dónde antaño se ubicara el viejo y entrañable recinto deportivo.
Luego, se dijo que mejor olvidaba el pasado y se concentraba en el presente, si quería terminar la tarea que se traía entre manos.
Villamañe consultó la hora.  Las 20.30.
¡Media hora menos!...Ahora el tiempo parecía volar. Le quedaba una 1 hora y 27 minutos. Si fuera un partido de fútbol ya habría consumido 3 minutos de la primera parte. Y en esta ocasión el árbitro, juez implacable, no descontaría ni un miserable segundo.
Después de 7 enrevesados enigmas y 11 horas y media de enorme esfuerzo mental y físico, ¿el éxito o fracaso de la titánica empresa dependía de La singular letanía del número 7? ¿Acaso, no tenía nada más…?
¡¡¡Las 7 fotografías…por supuesto…ahí estaba la clave!!! No eran un fin en sí mismo, sino las piezas de un rompecabezas cuya resolución supone conseguir la llave del cofre o al menos una indicación clara y definitiva sobre su paradero.
José Villamañe regresó al Centro de Mando, cogió las 7 fotos y las extendió en la sala de estudio sobre la mesa del profesor, disponiéndolas de izquierda a derecha en el mismo orden en que había ido encontrándolas.
Es posible que Oliveras las hubiera repartido al azar, pero, conociéndolo, no lo creía. Sin duda, su aparición temporal obedecía a un itinerario con un principio y un final, algo así, como una especie de festivo Vía Crucis con 7 estaciones. Descubrir la verdadera naturaleza de ese singular camino de Pasión, le permitiría alcanzar su anhelado Gólgota, el último puerto, corto, pero duro, en cuya cima se encuentra la ansiada línea de meta.
A continuación, quitó unas cuantas mesas para abrirse paso hacia el encerado, donde esbozó un croquis que iría completando con todo lo que se le ocurriera.

Foto número 1: El puente de El Esquilo.
Foto número 2: La Granja-Escuela de Piñera.
Foto número 3: La ventana enrejada del patio del Palacio.
Foto número 4: El libro del Minotauro en la Librería Ardura.
Foto número 5: El hotel del Peñamar.
Foto número 6: El Casino.
Foto número 7: El cementerio de Castropol.

Lo primero que se le ocurrió es que algunas mostraban una realidad objetiva y otras, en cambio, podrían ser símbolo de algo, del mismo modo que una S cruzada por dos barras significa riqueza y un corazón atravesado por una flecha se interpreta como amor.
En este sentido, le llamaba especialmente la atención esa ventana con rejas de la foto 3. Así como las otras mostraban un todo completo, en esta aparecía una parte de ese todo. Esa ventana podía simbolizar varias cosas. Vista desde fuera nos señalaría un lugar al que está prohibido entrar, por ejemplo, un área militar, una central nuclear o, sencillamente, cualquier propiedad particular, dónde si te pillan te pueden detener por allanamiento de morada. Y aún se podrían poner más ejemplos. Demasiadas posibilidades. Ahora bien, la foto está hecha desde dentro. Eso no puede ser simple casualidad, no tratándose de Olivera.
Desde esa perspectiva interior se reducen notablemente el número de posibles candidatos simbolizados.
Obviando algunos tan exóticos como un barco en cuarentena o similares, se reducen básicamente a dos: un convento de clausura y una cárcel. Ni las monjas ni los presos pueden abandonar su encierro: las primeras por sus votos; los segundos, por sus delitos.
Ahora bien, hay una diferencia importante entre ambos: las primeras han entrado voluntariamente y los segundos de manera forzosa. Por lo tanto, en sentido estricto, sólo estos últimos están retenidos contra su voluntad.
Terminado su complejo y laborioso proceso mental, Villamañe anotó la palabra cárcel al lado de la foto número 3. En todo caso, no se podía descartar que simbolizara un convento, sobre todo, si tenemos en cuenta que en la Escuela Hogar hubo unas cuantas monjas y, que se sepa, ningún preso.
Esto le dio una idea: identificar cada foto con un par de palabras, si fuera posible; en todo caso, no más de tres.  Eso simplificaría las cosas: se trataba de hacer el resumen de un resumen, sintetizar al máximo buscando la esencia, podar lo accesorio para poner de relieve lo primordial, talar los árboles para poder ver el bosque.
Villamañe rehízo su valioso esquema.

FOTO 1: Puente—Río.
FOTO 2: Granja—Escuela.
FOTO 3: Cárcel—Convento.
FOTO 4: Minotauro—Ariadna—Laberinto.
FOTO 5: Hotel—Turista—Viajero.
FOTO 6: Casino—Juego—Ruleta—Dinero—Dados—Bingo.
FOTO 7: Cementerio—Muerte—Flores—Tumba.


El maestro rural, entre aquel mobiliario escolar dónde se movía como pez en el agua, contempló su trabajo y sonrió satisfecho. Se sentía lúcido y despierto, cuerpo y mente pletóricos de energía. Tiembla Olivares, ya veía la meta a lo lejos; un par de revueltas más abriéndose paso entre el gentío que lo vitorea entregado, y apoteósica entrada en meta con los brazos en alto, después de abrochar el maillot.
De todas formas, aún había demasiadas palabras, en las dos últimas fotos había sobrepasado el límite marcado; de hecho, en la sexta lo había doblado. Por otra parte, aquello no le preocupaba demasiado: intuía que lo importante era el tema o, mejor dicho, el campo semántico, y éste quedaba bien delimitado en ambos casos.
Consultó su cronómetro.
 20:55
Le quedaban 1 hora y 2 minutos. Tiempo suficiente, pero no debía descuidarse. Se concentró en el esquema de la pizarra.
Algo se agitó en algún oscuro rincón de la mente de Villamañe, algo pequeño, esquivo y resbaladizo como un pececito de colores. Aparecía fugazmente y se ocultaba tras las rocas y los corales, o se sumergía en la arena, antes de que pudiera asirlo. Todo lo más que consiguió fue rozarlo con la punta de los dedos en un par de ocasiones.
La cabeza empezaba a dolerle impidiéndole razonar con claridad.
Salió al balcón abierto hacia la Huerta. La fresca brisa que soplaba desde la ría despejó su mente y serenó su espíritu.
Contempló el lúdico recinto con aire soñador…

...El esquivo pececito reapareció de nuevo, ahora durante mayor tiempo. Villamañe intentó atraparlo, llegó a asirlo brevemente por la cola, pero terminó por escapársele otra vez.
Invadido por una sensación de creciente frustración, el maestro dio un puñetazo sobre la mesa, perturbando el reposo de las 7 fotos que se agitaron temblorosas.
Villamañe respiró hondo para serenarse. Tenía que mantenerse tranquilo y dueño de sí mismo porque si no lo echaría todo a perder.
Salió al pasillo con intención de acceder al patio, pero luego cambió de idea y se dirigió hacia las habitaciones del ala izquierda.
Obedeciendo a un repentino impulso penetró en la estancia ubicada al final del pequeño pasillo. Antiguamente había sido la habitación de los mayores, recordaba haber dormido allí los últimos cursos, y posteriormente se usó como biblioteca y sala de costura. La pálida luz vespertina que penetraba a través de las dos ventanas, una daba a la Huerta y otra al Peñamar, revelaba un variopinto mobiliario.
Toda la pared de la derecha estaba ocupada por una estantería atestada de libros, algunos bastante deteriorados. Villamañe no les prestó demasiada atención porque ya los conocía de anteriores visitas y además no disponía de tiempo. El oro se le estaba agotando.
Al lado de la estantería y enfrente a la ventana se apostaba una mesa alargada provista de robustas patas torneadas. Sobre la misma, veíanse un globo terráqueo y tres tableros, ajedrez, parchís y damas, bien colocados, uno al lado del otro, con sus fichas y piezas correspondientes.
Para sorpresa y admiración de Villamañe, resultaron ser el cebo perfecto. Esta vez el pececito de colores, la huidiza intuición que germinara en el cerebro del maestro, aumentó de tamaño y se dejó atrapar con facilidad.
Nuestro hombre regresó a la carrera a la sala de estudio, contempló las 7 fotos asintiendo con una sonrisa de profunda satisfacción, y se dispuso a corregir el esquema realizando la poda definitiva.

FOTO 1: Puente.
FOTO 2: Oca.
FOTO 3: Cárcel.
FOTO 4: Laberinto.
FOTO 5: Posada.
FOTO 6: Dados
FOTO 7: Muerte.

El juego de la Oca.

Hace un par de minutos en la sala de juegos José Villamañe se había sentido como San Pablo cuando se cayó del caballo. El tablero de parchís había sido su particular luz divina cegadora.
Había estado jugando a la Oca. Eso sí, había tenido el gran honor de participar, sin ninguna duda, en la mayor y más original partida nunca antes vista. Su admiración por el ingenio, el genio, de Oliveras subió varios enteros.
Pero aún no había terminado. Miró el reloj de pared.

                              21: 15
Le quedaban 42 minutos.  

Muy bien. El juego de la Oca. ¿y ahora, qué? Al final, en la séptima jugada había caído en la casilla de la Calavera, lo cual no era de extrañar con la mala racha de juego que había llevado: cárcel, laberinto, posada y, finalmente, la Muerte.
Lo cual quería decir, reflexionó un lúcido Villamañe, que había terminado la partida. ¿Qué se suponía que debía hacer, entonces…?
Estaba muy claro: Volver a la Casilla de Salida.
Así pues, si el razonamiento era correcto, y creía que sí, los 7 lingotes estaban escondidos en el lugar dónde empezó La Búsqueda del Tesoro.
El lugar en el que se hallaba ahora mismo.
El palacio de Valledor.
21: 20…Le quedaban 37 minutos.
Regresó a la sala de juegos y revisó los tableros de la mesa. Nada. Descubrió un par de tableros más, camuflados entre los libros.
Pegado en uno de ellos, halló lo que buscaba.
Se trataba de un sobre dorado, buen toque alegórico, en cuyo interior descubrió una pequeña llave y otra tarjeta con el enigma final.

  EL TIEMPO ES ORO. EL BUEN TIEMPO ES UN TESORO

Desde el umbral de David, 5 pasos al frente, 5 a la izquierda, 10 a la derecha, 2 a la derecha, 3 a la derecha, 2 al frente.

Parecía que los enigmas no se iban a terminar nunca. Imaginó que la llave abriría el escondrijo del cofre. Ahora, sólo le faltaba encontrarlo.
Por una parte, su significado estaba meridianamente claro, especialmente la primera parte. Nadie duda de que el tiempo es muy valioso, sobre todo si se trata de un Rastreo, un factor a tener muy en cuenta tanto en el aspecto cronométrico como meteorológico. Hasta el presente, discurrió Villamañe, el segundo había acompañado y en el primero iba sobrado. Al menos, hasta ahora, claro, porque el último as de Olivares, que tenía en sus manos, igual resultaba un hueso duro de roer.
Se supone que la enigmática frase hacía referencia a algún objeto que se encontraba dentro del palacio.
Tenía media hora escasa para buscarlo.

 EL TIEMPO ES ORO. EL BUEN TIEMPO ES UN TESORO.

Desde el umbral de David, 5 pasos al frente, 5 a la izquierda, 10 a la derecha, 2 a la derecha, 3 a la derecha, 2 al frente.

Tardó 10 minutos escasos en descubrir, comprender, que en toda la inmensidad del palacio de Valledor sólo había una cosa, un artilugio, fruto del ingenio humano, que encajaba a la perfección con la frase, fusionando totalmente los dos conceptos de la palabra tiempo: el cronométrico y el meteorológico.
Unos segundos más tarde, contemplaba, con una sonrisa de triunfo, el Reloj de Sol situado bajo el alero del tejado sobre la puerta de la capilla.
A esta hora, 21:33, lógicamente, ya no marcaba nada. El astro rey, fiel acompañante a lo largo de la jornada, se había ido hacía un buen rato.
Estaba claro que el umbral de David se refería al de la puerta de la capilla. Primero, creyó que Oliveras hablaba del David bíblico, lo que parecía bastante lógico, dada su ubicación a la entrada del sacro recinto. Luego, dedujo que más bien tenía que referirse al Reloj de Sol.
La pieza metálica del mismo se conoce como gnomon. La célebre canción resonó en los oídos de Villamañe:
…” Soy 7 veces más fuerte que tú…”
Formidable, Oliveras, realmente formidable. Y el número 7 que vuelve a aparecer. El Uruguayo no dejaba de sorprenderlo. Había ideado un Rastreo fuera de serie. Cada pieza encajaba con inesperada suavidad y asombrosa precisión para que todo funcionara como un reloj.
                     21: 40…Faltaban 17 minutos.
José Villamañe se colocó bajo el dintel de David, el Gnomon, y comenzó a caminar contando los pasos.
Los 5 primeros lo llevaron hasta los tres escalones que conducen al piso inferior del patio; los 5 siguientes lo situaron en el centro del mismo; otros 10 más a la derecha, y Villamañe se encontró delante de la puerta del despacho de doña Matilde; los 2 siguientes lo adentraron en la pequeña estancia;  3 más y se halló frente a la ventana que daba al patio; finalmente, los 2 últimos lo apostaron delante del enorme aparador de castaño, bellamente labrado y con patas torneadas, que ocupaba todo el espacio entre las dos ventanas.
Con la llave de mayor tamaño abrió una de las puertas inferiores, la única que estaba cerrada; Dentro, halló un cofre de tamaño mediano tallado en una sola pieza de oscura madera.
Villamañe prorrumpió en aullidos de triunfo liberando la tensión largamente contenida. Luego asió el cofre por las dos agarraderas doradas, sorprendiéndose de su notable peso, y lo depositó sobre la mesa, también antigua, a juego con el aparador, que ocupaba el centro de la habitación.
Se dispuso a abrirlo, usando la llave pequeña, sintiéndose como los personajes de Stevenson cuando, después de innumerables peripecias, localizan el tesoro enterrado por el cruel capitán Flint.
Ante sus ojos entusiasmados, tanto o más que cuando era un niño, se reveló el botín prometido.
Los 7 lingotes se le antojaron incomparablemente bellos. Villamañe apostaría 1000 a 1 a que nunca había contemplado nada tan hermoso.
Las 7 piezas brillaban con un resplandor dorado de tal intensidad que tal pareciera que albergaran en su interior un sol de juguete, más o menos del tamaño del que aparecía en el sobre azul que hallara en el cementerio.
Villamañe miró el reloj.
Las 21:50. Le habrían sobrado 7 minutos exactos.
No podía ser de otra forma, teniendo en cuenta los antecedentes.
El maestro rural nunca había creído que el destino estuviera escrito. Después de lo vivido hoy, ya no estaba tan seguro.
Se dispuso a fotografiar el cofre. Sería la última de la serie. Oliveras estaría a punto de cantar triunfo. Tuvo que hacer varios intentos porque su mano temblaba, y la de quién no, y le salían desenfocadas.
A las 21.51 se la envió a Torres.
GAME OVER.
Tomó un lingote en sus manos. El peso del noble metal le generó una sensación única, intensa y reconfortante. Aquello era real, no era un sueño, y era todo suyo. Los ojos se le empañaron, en el fondo era un sentimental. Se hizo un selfie sosteniendo el lingote. Era el primero que se hacía, pero la ocasión lo merecía. Luego, cerró los ojos, y viajó lejos, en el espacio y en el tiempo, hasta una isla en el Caribe de arenas finas y blancas, transparentes aguas turquesa y selvática vegetación.
Acompañado por Jim Hawkins y el capitán Bill con el loro sobre su hombro y la fea cicatriz cruzándole la mejilla izquierda, el pirata José Villamañe contemplaba, agotado y sudoroso, pero radiante de dicha, el cofre abierto al lado del enorme boquete excavado en la arena. Un sol en el cénit arrancaba destellos deslumbrantes de las piedras preciosas y monedas de oro obligándolos a mirarlos con los ojos entrecerrados. 
 Un momento después, el suave ronroneo de un potente motor que le llegó desde la puerta del Palacio arrancó a Villamañe de su placentera ensoñación.
Supuso que sería Torres.  Vaya, pues sí que se había dado prisa. Villamañe miró su reloj y parpadeó asombrado. Consultó la hora en el móvil.
Las 22:45. Le parecía realmente increíble que hubiera transcurrido tanto tiempo. Si le hubieran preguntado hubiera jurado que no habían pasado más de 7 u 8 minutos, 10 a lo sumo. Mucho había oído hablar el maestro rural del poder de fascinación del dorado metal. Ahora había podido experimentarlo en carne propia, o, mejor dicho, en espíritu propio: a él lo había hechizado hasta hacerle perder la noción del tiempo…e, incluso, del espacio.  
Se asomó a la ventana que daba al patio y comprobó que no se había equivocado. El fiel y eficiente abogado con su rizosa cabellera gris, su juvenil vestuario y su sempiterna y franca sonrisa, lo saludó alegremente desde la puerta de entrada.
Villamañe lo invitó a entrar, pero el abogado le dijo que mejor saliera él con el cofre para hacerse unas fotos allí en aquel marco incomparable, y que se diera prisa porque la noche se les echaba encima. El maestro se apresuró a atender sus indicaciones.
Depositó el cofre con cuidado sobre el banco donde había comenzado todo hacía casi 14 horas. Torres le dio un fuerte apretón de manos, manifestándole su más entusiasta enhorabuena y le palmeó ruidosamente la espalda. A Villamañe le sorprendió su repentina efusividad, creía recordar que antes se mostraba mucho más comedido.
Le preguntó sobre Oliveras, extrañándose por no verlo, pues creyó recordar que El Uruguayo le había asegurado que regresaría cuando finalizara el Rastreo.
Torres, exhibiendo una enigmática sonrisa, le garantizó que su jefe era un hombre que siempre cumplía su palabra, y esta vez tampoco había sido una excepción, pero que en realidad no tenía que volver porque nunca se había marchado.
Villamañe lo comprendió todo un instante antes de que el supuesto abogado se presentara como Juan Oliveras Gallardo, al tiempo que le tendía su carnet de identidad y un ejemplar de La Nueva España en la que el millonario aparecía en una foto a toda página, con motivo de la reciente inauguración de un Centro Cultural con su nombre.
Los dos viejos camaradas se fundieron en un estrecho abrazo felicitándose mutuamente por lo bien que se encontraban a pesar de haber sobrepasado con creces el medio siglo de existencia.
Villamañe hubo de reconocer que Oliveras presentaba un aspecto de lo más saludable.
Luego, después de recordar brevemente los viejos tiempos, cada uno mostró su sincera admiración hacia el otro por la extraordinaria capacidad demostrada para crear enigmas, en el caso de Oliveras, y descifrarlos, en el caso de Villamañe; teniendo la certeza, además, de que, si cambiaran los papeles, el resultado sería el mismo, saliendo ambos airosos de la prueba.
Y ya, sin más dilación, Oliveras, Míster Previsor, montó la cámara en el trípode y se hicieron la foto enfrente de la puerta del palacio por el lado de dentro con el cofre en medio y los lingotes asomando del mismo.
Cuando Oliveras se disponía a retirar el trípode, Villamañe le rogó que aguardara un minuto. Cogió del coche el pequeño cofre y la novela de Stevenson y se hicieron otra foto. Previamente, a petición de Villamañe, un emocionado Oliveras, cuarenta años después, sostuvo por primera vez el libro en sus manos, su codiciado objeto de deseo, que, una vez más se le había vuelto a escapar.  
Media hora más tarde, rematarían la jornada a lo grande cenando en Casa Vicente. Villamañe volvería a apostar 1000 a 1 a que su colega sudamericano ya se la había encargado al bueno de Avelino al menos con un mes de antelación. En el transcurso de esta se contarían, qué duda cabe, mil historias del pasado, comentarían mil aventuras del presente, la inolvidable jornada de hoy, y forjarían mil planes para el futuro.
Y es muy posible, 1000 a 1, que diría el maestro, que después de los postres y el café, mientras paladean con satisfacción unos chupitos del licor del fraile, Oliveras le proponga a Villamañe la revancha de la revancha, en la cual el maestro inventa los enigmas y el millonario los resuelve, propuesta que éste acepta al instante.
Y, aún, apurando al máximo mis dotes de privilegiado clarividente, puede ver con absoluta nitidez en mi bola virtual como a eso de las tres de la madrugada, con la Luna llena y las luces del puente de los Santos incendiando la ría en calma, los dos viejos amigos, retrocediendo cuatro décadas en el tiempo, se arrancarán con su grito de guerra favorito:
“¡¡¡Ingenio e Imaginación al poder!!! ¡¡¡Bucaneros, al abordaje!!!”
Pero todo esto, ya digo, será después. Ahora, en este preciso momento a las 23:05 del día 20 de junio del año 2018, Oliveras y Villamañe, el maestro y el millonario, abandonan la Escuela Hogar, montan en el Peugeot y se pierden en la noche de Castropol.
El palacio de Valledor se queda otra vez sólo. Tampoco es que le importe demasiado, desde unos cuantos años a esta parte ya se ha acostumbrado a la soledad. Lo cual no quiere decir que le moleste la compañía humana, en absoluto. Hoy, por ejemplo, ha sido una jornada memorable, la mejor que recuerda en mucho tiempo, escrita con letras doradas, nunca mejor dicho, y guardada en un lugar preferente en su nutrido Almacén de la Memoria.
Esta noche, la histórica casona, con casi 4 siglos de existencia, se siente tranquila. El presente es razonablemente bueno, y el futuro promete ser aún mejor.
Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo, no muchos años atrás, en que el histórico Palacio, abandonado por todos y dejado de la mano de Dios, se encontraba en un lamentable estado físico y moral.
En esa aciaga época, llegó a temer seriamente por su vida. Su agotado corazón de piedra amenazaba con rendirse en cualquier momento.
Y entonces, ocurrió…llegó el día de la Resurrección…
…Un buen día llegaron los hombres y las mujeres. Todos vecinos de Castropol, todos con ganas de trabajar. Desinteresadamente.
Vinieron cargados de herramientas y buenas intenciones.
Cortaron las zarzas y las hiedras, limpiaron el patio y despejaron la huerta.
Libre de la maleza opresora y asfixiante, el palacio de Valledor respiró aliviado ensanchando sus pulmones de piedra.
El color de la vida retornó a sus paredes grises y a sus ventanas verdes, tras largos lustros sepultadas y a merced del invasor.
Un hondo sentimiento de bienestar y gratitud infinita se adueñó del alma de la vieja casona.
El vigor juvenil de antaño pareció animar de nuevo sus músculos y huesos, varias veces centenarios.
La sangre de la memoria fluyó con renovados bríos a través de las ancianas arterias e irrigó las agostadas neuronas haciendo reverdecer los recuerdos.
El palacio de Valledor volvía a nacer.
Como un ave Fénix colosal resurgía de entre las cenizas del olvido, desplegaba sus alas ciclópeas y muy pronto, pletórico, surcaba de nuevo los cielos.
Al fin se marcharon los obreros y aparecieron los músicos.
La banda de gaitas “El Penedón” estableció allí su cuartel general.
Los acordes festivos retumbaron entre las paredes aletargadas y estremecieron los cimientos enmohecidos.
Las familiares melodías espantaron la tristeza y barrieron la melancolía que, como pátina desolada, rocío funesto, sudario invisible, habían recubierto por entero la maltratada piel del palacio.
La arrolladora cascada de notas verbeneras se derramó, impetuosa y exploradora, reverberando hasta el último y adormecido rincón, reventando la burbuja del silencio, enclaustrado y polvoriento.
Y con la música llegaron los niños.
Armados con tizas de colores, tomaron el patio y lo llenaron de nombres y risas.
El familiar bullicio infantil, largamente añorado, rompió las barreras del tiempo y tendió puentes a través de los abismos de la memoria fusionando pasado y presente.
Desde entonces, el enfermo ha continuado mejorando hasta  recuperar la salud perdida. Así, hoy por hoy, encara el porvenir con ilusión y optimismo, presto para continuar acrecentando su historia de siglos.
Pensando en todo esto, el palacio de Valledor se durmió tranquilo.
Y podríamos apostar, 1000 a 1, a que esta noche soñó con tesoros y piratas, con lingotes y acertijos.

                                                   FIN