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miércoles, 27 de mayo de 2020

LOS CUENTOS DE ALICIA


LOS  CUENTOS  DE  ALICIA

Al caer la tarde, Alicia caminaba a paso vivo por el bosque, haciendo ondear su rubia melena y canturreando una alegre tonada.
Llegó al claro que se abría entre los robles y se detuvo a orillas de la Charca Grande. Un millar de ranas atronaban con su incesante croar. La niña pensó que sería una tarea difícil encontrar el príncipe azul entre todas ellas.
Con ademán resuelto, se introdujo en el estanque hasta que el agua cubrió el pie de sus botas de caña. El coro de ranas enmudeció. Alicia se agachó y extendió los brazos. Una rana verde de respetables dimensiones saltó al hueco de sus manos. Con los ojos brillantes de dicha, la chiquilla se levantó lentamente, y con suprema ternura y delicadeza acercó sus labios a la cabeza del anfibio.

Unos minutos más tarde, Alicia reemprendió  su paseo. A sus espaldas, el coro de ranas reanudó su desafinado concierto. Había una voz de menos, pero nadie la echó en falta.
La niña ascendió por un estrecho sendero que discurría entre helechos gigantes, y se sentó a descansar a la sombra del gran pino que crecía en lo alto de la pequeña colina.
Un maullido lastimero descendió hasta ella. Alicia descubrió el gato encaramado al árbol. Se trataba de un magnífico ejemplar leonado calzado de negro en las cuatro robustas patas.

—Vaya, vaya, mira a quién tenemos aquí—exclamó Alicia, palmoteando alborozada—y dime, lindo gatito, ¿dónde has dejado a tu marqués de Carabás?

El felino maulló de nuevo, reclamando su ayuda.
Alicia no se hizo de rogar. Trepó al pino y acarició al asustado animal al tiempo que le susurraba palabras cariñosas. El gato comenzó a ronronear y a restregarse contra el brazo de la niña.

Dejó el gato a los pies del árbol y comenzó a descender hacia el riachuelo que cruzaba el bosque. Alicia se sentía cada vez mejor. Una renovada vitalidad, como savia de primavera, animaba todo su cuerpo.
Tal y como esperaba, encontró al patito nadando en un remanso del arroyo. Lucía un desastrado plumaje del color del oro sucio y en su cabeza las huellas de varios picotazos recientes. A Alicia le pareció el pato menos agraciado que hubiera visto nunca. Claro, no podía ser de otra manera. Los cuentos son sagrados e inmutables, no van a cambiar del día a la noche.
La niña comenzó a cruzar el regato. El pato, lejos de huir, la esperó, confiado, mientras ahuecaba las alas y ejecutaba un gracioso baile sobre el agua acompañado de alegres graznidos.

—Pobre, mi pobre patito, pero mira lo que te han hecho los malvados de tus hermanos.—exclamó Alicia, mientras deslizaba sus dedos con exquisita suavidad, arriba y abajo, por el chorreante plumaje.—Menos mal que estoy yo aquí para ayudarte. No temas, mi adorable amiguito, ahora todo irá bien.

El conejo blanco fue el último en aparecer. Surgió de improviso en un recodo del camino y enseguida se perdió en la curva siguiente.  Bueno, pensó Alicia, apurando el paso para mantener el ritmo del animal, este cuento se está volviendo de lo más lógico y previsible. Pero la historia no era nada aburrida; de hecho, se estaba divirtiendo una barbaridad.
No parecía la misma niña que hacía cosa de una hora había salido de su casa para realizar el habitual paseo vespertino por el bosque de los alrededores. Alicia perseguía al níveo y orejudo pariente de Bugss Bunny con las mejillas arreboladas, la melena trigueña flotando al viento, fulgurantes los dos luceros celestes en su rostro radiante, y el flamante vestido azul y blanco echado a perder.
El conejo desapareció en el interior de un tronco hueco de castaño del tamaño de un kiosco de prensa. Desde un buen rato antes, Alicia hubiera jurado que su alocado e impaciente guía iba a hacer precisamente eso. Sin dudarlo un momento, se introdujo en el árbol.

Los primeros rayos del sol encontraron a Alicia profundamente dormida, satisfecha y feliz. Aquella había sido una noche memorable, deliciosamente inolvidable.

Y no muy lejos de allí, en el viejo bosque de robles y castaños centenarios, los árboles y los animales se despertaban y saludaban al nuevo día.
En el borde de La Gran Charca hay una enorme rana verde que ya nunca podrá convertirse en un apuesto príncipe. Al pie del frondoso pino hay un hermoso gato leonado, calzado con botines negros, que jamás será entregado como herencia ni ayudará a ningún amo, sea conde, duque o marqués. Debajo del puente de madera que cruza el riachuelo hay un pato que ya nunca conocerá que, en realidad, era un hermoso cisne. Y en el interior de un tronco hueco de castaño, grueso como un kiosco de prensa, hay un conejo blanco que jamás volverá a ejercer de guía en los sueños de ninguna niña.

En su angosto habitáculo de madera, completamente a oscuras, la pequeña Alicia continúa durmiendo. A través de sus rojos labios entreabiertos asoman los cortos y afilados dientes.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado…

La pequeña Alicia cerró el cuaderno escolar.

Desde la tarima de la clase de Sexto de Primaria se recreó, orgullosa y satisfecha, viendo el impacto causado en su estupefacto auditorio. La maestra la miraba con muda consternación, y los veinte alumnos de 11 años permanecían quietos y callados en sus pupitres, boquiabiertos y con los ojos como platos.