LOS CUENTOS
DE ALICIA
Al
caer la tarde, Alicia caminaba a paso vivo por el bosque, haciendo ondear su rubia melena y canturreando una alegre tonada.
Llegó
al claro que se abría entre los robles y se detuvo a orillas de la Charca
Grande. Un millar de ranas atronaban con su incesante croar. La niña pensó que
sería una tarea difícil encontrar el príncipe azul entre todas ellas.
Con
ademán resuelto, se introdujo en el estanque hasta que el agua cubrió el pie de
sus botas de caña. El coro de ranas enmudeció. Alicia se agachó y extendió los
brazos. Una rana verde de respetables dimensiones saltó al hueco de sus manos.
Con los ojos brillantes de dicha, la chiquilla se levantó lentamente, y con
suprema ternura y delicadeza acercó sus labios a la cabeza del anfibio.
Unos
minutos más tarde, Alicia reemprendió su paseo. A sus espaldas, el coro de
ranas reanudó su desafinado concierto. Había una voz de menos, pero nadie la
echó en falta.
La
niña ascendió por un estrecho sendero que discurría entre helechos gigantes, y
se sentó a descansar a la sombra del gran pino que crecía en lo alto de la
pequeña colina.
Un
maullido lastimero descendió hasta ella. Alicia descubrió el gato encaramado al
árbol. Se trataba de un magnífico ejemplar leonado calzado de negro en las
cuatro robustas patas.
—Vaya,
vaya, mira a quién tenemos aquí—exclamó Alicia, palmoteando alborozada—y dime,
lindo gatito, ¿dónde has dejado a tu marqués de Carabás?
El
felino maulló de nuevo, reclamando su ayuda.
Alicia
no se hizo de rogar. Trepó al pino y acarició al asustado animal al tiempo que
le susurraba palabras cariñosas. El gato comenzó a ronronear y a restregarse
contra el brazo de la niña.
Dejó
el gato a los pies del árbol y comenzó a descender hacia el riachuelo que
cruzaba el bosque. Alicia se sentía cada vez mejor. Una renovada vitalidad,
como savia de primavera, animaba todo su cuerpo.
Tal
y como esperaba, encontró al patito nadando en un remanso del arroyo. Lucía un
desastrado plumaje del color del oro sucio y en su cabeza las huellas de varios
picotazos recientes. A Alicia le pareció el pato menos agraciado que hubiera
visto nunca. Claro, no podía ser de otra manera. Los cuentos son sagrados e
inmutables, no van a cambiar del día a la noche.
La
niña comenzó a cruzar el regato. El pato, lejos de huir, la esperó, confiado,
mientras ahuecaba las alas y ejecutaba un gracioso baile sobre el agua
acompañado de alegres graznidos.
—Pobre,
mi pobre patito, pero mira lo que te han hecho los malvados de tus hermanos.—exclamó
Alicia, mientras deslizaba sus dedos con exquisita suavidad, arriba y abajo,
por el chorreante plumaje.—Menos mal que estoy yo aquí para ayudarte. No temas,
mi adorable amiguito, ahora todo irá bien.
El
conejo blanco fue el último en aparecer. Surgió de improviso en un recodo del
camino y enseguida se perdió en la curva siguiente. Bueno, pensó Alicia, apurando el paso para
mantener el ritmo del animal, este cuento se está volviendo de lo más lógico y
previsible. Pero la historia no era nada aburrida; de hecho, se estaba
divirtiendo una barbaridad.
No
parecía la misma niña que hacía cosa de una hora había salido de su casa para
realizar el habitual paseo vespertino por el bosque de los alrededores. Alicia
perseguía al níveo y orejudo pariente de Bugss Bunny con las mejillas
arreboladas, la melena trigueña flotando al viento, fulgurantes los dos luceros
celestes en su rostro radiante, y el flamante vestido azul y blanco echado a
perder.
El
conejo desapareció en el interior de un tronco hueco de castaño del tamaño de
un kiosco de prensa. Desde un buen rato antes, Alicia hubiera jurado que su
alocado e impaciente guía iba a hacer precisamente eso. Sin dudarlo un momento,
se introdujo en el árbol.
Los
primeros rayos del sol encontraron a Alicia profundamente dormida, satisfecha y
feliz. Aquella había sido una noche memorable, deliciosamente inolvidable.
Y no
muy lejos de allí, en el viejo bosque de robles y castaños centenarios, los
árboles y los animales se despertaban y saludaban al nuevo día.
En
el borde de La Gran Charca hay una enorme rana verde que ya nunca podrá
convertirse en un apuesto príncipe. Al pie del frondoso pino hay un hermoso
gato leonado, calzado con botines negros, que jamás será entregado como
herencia ni ayudará a ningún amo, sea conde, duque o marqués. Debajo del puente
de madera que cruza el riachuelo hay un pato que ya nunca conocerá que, en
realidad, era un hermoso cisne. Y en el interior de un tronco hueco de castaño,
grueso como un kiosco de prensa, hay un conejo blanco que jamás volverá a
ejercer de guía en los sueños de ninguna niña.
En
su angosto habitáculo de madera, completamente a oscuras, la pequeña Alicia
continúa durmiendo. A través de sus rojos labios entreabiertos asoman los
cortos y afilados dientes.
Y
colorín, colorado, este cuento se ha acabado…
La
pequeña Alicia cerró el cuaderno escolar.
Desde
la tarima de la clase de Sexto de Primaria se recreó, orgullosa y satisfecha,
viendo el impacto causado en su estupefacto auditorio. La maestra la miraba con
muda consternación, y los veinte alumnos de 11 años permanecían quietos y
callados en sus pupitres, boquiabiertos y con los ojos como platos.