Bajo la Luna de mayo y armado con un enorme pico, arremetía con saña contra el recién estrenado pavimento que recubría
la plaza del Ayuntamiento. Sus denodados esfuerzos resultaban baldíos. El
hombre aullaba de rabia a medida que su ira y frustración crecían y se
desbordaban.
Nuestro improvisado minero de medianoche había nacido con un defecto en las vértebras cervicales que le impedía enderezar el cuello y lo obligaba a caminar con la cabeza gacha mirando al suelo, siempre cabizbajo, sumiso a su pesar; o como un toro de lidia preparándose para embestir.
Ambrosio Carbajales conocía la piel de las calles de su pueblo mejor que la palmas de sus manos. Cada decímetro cuadrado del firme, deteriorado y plagado de baches, le era más familiar que las yemas de sus pulgares.
Una vez al mes, justo cuando la Luna se hallaba en
la fase de rotunda plenitud, nuestro hombre salía a caminar a partir de la
medianoche y recorría las calles buscando tesoros en el suelo.
Armado con un completo equipo, localizaba fácilmente el codiciado botín. Una vez delante de la reluciente fortuna,
desplegaba sus estimados utensilios y muy lentamente, con la delicadeza de un
amante devoto y la precisión de un experto neurocirujano, recogía el preciado
bien y lo introducía en el recipiente, habilitado a tal efecto, para
transportarlo y conservarlo en óptimas condiciones.
Y así durante años, todos los meses, cada 28 días,
fiel al Ciclo Lunar, Ambrosio Carbajales rastreaba palmo a palmo las desiertas
callejuelas recolectando, con supremo deleite y temblando de emoción, los más
brillantes y majestuosos diamantes de la noche.
Tras varias incursiones fallidas, la experiencia le
había enseñado que en las noches de Luna llena y habiendo llovido previamente,
se daban las mejores condiciones para la obtención de la más nítida y
sustanciosa recompensa.
Un infausto día, el Sr. Alcalde, en época de elecciones, tuvo a bien hacer caso del unánime clamor de conductores y peatones, y decidió que ya iba siendo hora de renovar el firme de las calles y tapar todos los baches.
Como tenía por costumbre, en el Plenilunio de mayo, Ambrosio Carbajales recorrió todas las calles arriba y abajo y contempló, horrorizado, como todos sus tesoros habían desaparecido, sepultados bajo una capa de asfalto de unos 15 centímetros de espesor, homogénea, uniforme y obscenamente nivelada.
Ciego de dolor y pena, permaneció largo tiempo con
la cabeza gacha mirando al suelo, rumiando su desgracia; desesperado, lloró
como el niño que, impotente y espantado, observa como su madre es tragada por
la tierra, mientras él permanece inmóvil al borde del insondable precipicio.
Luego, se dejó caer de rodillas y golpeó y arañó el
suelo con la furia de una bestia salvaje tratando de arrancar a zarpazos la
negra mortaja de asfalto.
Finalmente, fue a buscar el pico, regresó a la plaza
y comenzó a cavar. En los edificios de alrededor comenzaron a encenderse las
luces y la gente salió a los balcones.
Ambrosio, física y mentalmente agotado, muy pronto asumió la inutilidad de sus titánicos esfuerzos y se dejó caer de espaldas.
Atónitos y admirados, los vecinos del lunático
Indiana Jones asisten a la insólita y espeluznante escena: un hombre tirado cuan
largo era, aferrando aún el pico de minero, que señalaba la Luna llena,
rebosante en el cenit sobre su cabeza; y hablaba con ella y se reía con una risa horrible y malsana,
un aullido demente sin el menor rastro de humanidad.
En el desván de su casa, la Guardia Civil descubrió varios bidones de vidrio, herméticamente sellados, conteniendo cantidades variables de agua con distintos grados de pureza. Los recipientes se encontraban alineados pulcramente en estanterías de metal que llegaban hasta el techo, y ordenados cronológicamente según la fecha que cada uno lucía, bien visible, escrita con rotulador rojo sobre cartulina blanca.
Investigaciones posteriores permitieron comprobar
que cada una de las reseñas numéricas se correspondía con un día de Luna llena
distanciándose, pues, 28 días entre sí, aunque a veces las fechas de la caza duplicaban y hasta triplicaban ese intervalo temporal.
En el centro de la espaciosa estancia y sobre una mesa de respetables dimensiones labrada en recio roble gallego, se disponían varias decenas de frascos, aún sin etiquetar, así como un amplio surtido de enormes jeringas y un enjambre de esponjas de baño de las más diversas formas y tamaños.
En el centro de la espaciosa estancia y sobre una mesa de respetables dimensiones labrada en recio roble gallego, se disponían varias decenas de frascos, aún sin etiquetar, así como un amplio surtido de enormes jeringas y un enjambre de esponjas de baño de las más diversas formas y tamaños.
Interrogado al respecto, Ambrosio Carbajales respondió con absoluta naturalidad, muy extrañado por las muecas de asombro y los comentarios de incredulidad que intercambiaron los agentes del orden ante el sorprendente hallazgo. Muy tranquilo y relajado, explicó que usaba las jeringuillas para extraer el tesoro sin quebrarlo ni deformarlo, y las esponjas de baño para absorber hasta la última gota de las fabulosas monedas de Luna llena.
—Su valor es incalculable, Sr. Comisario —apostilló Ambrosio, haciendo grandes aspavientos— no querrá usted que las deje tiradas por ahí.
Esa misma noche, tumbado boca arriba en la plaza, Ambrosio miraba la Luna con ojos hambrientos y codiciosos. Al fin, tras varios minutos de profunda reflexión, vio claro lo que tenía que hacer, supo con total y absoluta certeza qué estrategia debía ejecutar en vista de las nuevas y peculiares circunstancias. Se levantó con un portentoso brinco y corrió hacia su casa bramando berridos de júbilo.
Al día siguiente, comenzó a construir la escalera.