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miércoles, 15 de junio de 2022

REGRESO AL PASADO


 

José Villamañe descendió de su auto y entró en el Palacio de Valledor, la vieja Escuela Hogar en la que había estado interno en la década de los setenta.

En el patio porticado medraba una pequeña selva de zarzas, brotando entre las heridas del cemento. La hiedra también asomaba por doquier y, tras husmear por el suelo cuarteado, trepaba por el blanco leproso de los muros.

El maestro rural ascendió lentamente los desgastados peldaños y penetró en el interior del solitario caserón. Ante él se abría el largo pasillo que corría tras las fachadas que abrazaban el patio.

Recordó el Orfanato del Santo Ángel, allí existente desde principios de los años 20 hasta finales de la década de los 50, y que llegó a albergar hasta sesenta huérfanos.

José Villamañe imaginó la dramática situación de aquellas criaturas, a merced del hambre, el frío y las enfermedades, y privados del más elemental afecto paterno.

Casi podía palpar la huella indeleble del sufrimiento, soledad, dolor y miedo, infantil, prisionera y latente, para siempre, entre los cansados muros del Palacio del Valledor. 

En ese momento resonó un fuerte golpe a su espalda. J.V. se giró sobresaltado, y se asomó a la ventana. 

Un gorrión se había estrellado contra el cristal y yacía sobre uno de los dos bancos de hierro situados a ambos lados del patio, con la cabeza torcida y las convulsas patitas arañando el aire.
Fotografió el pájaro agonizante y lo grabó en un primerísimo plano hasta que las patas del gorrión dejaron de agitarse y sus ojos vidriosos se velaron.

Descendió por la escalera hasta el amplio dormitorio y se tendió en una litera. Los pantanos de la memoria abrieron sus pesadas compuertas. Los recuerdos manaron a borbotones.

Unos minutos más tarde, se disponía a abandonar el cuarto de aseo cuando captó un leve movimiento dentro de uno de los espejos. Algo pequeño y oscuro se aproximó por su espalda a una velocidad prodigiosa. Resonó un golpe seco y breve, como un puñetazo de karate.
José Villamañe  descubrió el mirlo agonizante sobre el alféizar de la ventana.
 El animal moribundo lo miraba con ojos suplicantes. Abrió la ventana y percibió un fuerte olor a cadáver.
Un enorme gato negro pendía, ahorcado, en una de las ramas del robusto cerezo silvestre.

Desde el tramo superior de la escalera descendió hasta él un sonido de risitas sofocadas y pasos apresurados. Risas agudas y pasos cortos. Ruidos infantiles.
Su corazón se aceleró. Alarmado y expectante, ascendió un par de escalones y aguzó el oído, escuchando.
 

Las chicharras seguían cantando, parloteaban los gorriones y el viento gemía en los aleros y a través de los cristales rotos. Aparte de eso, no oyó nada más. Ningún ruido raro ni fuera de lo corriente.
El ulular de una sirena cercana silenció momentáneamente el concierto de los gorriones y las chicharras. El reloj del campanario de la iglesia dio dos campanadas. Una madre llamaba a su hijo a la mesa. Más lejos, hacia las colinas del Este, ladró un perro. Su aullido, prolongado y lastimero, resultó inquietante y descorazonador.

Al retornar al pasillo, se asomó a uno de los ventanales, aquél donde se estrellara el gorrión. En el patio, justo debajo de la ventana, un robusto gato negro devoraba con avidez el cuerpo del pájaro. De repente, el animal dejó de comer, alzó la peluda cabeza y se quedó mirándolo fijamente, con escrutadora y malévola intensidad. De su boca sobresalían varias plumas ensangrentadas y restos de vísceras.
 

El orondo felino lucía un hermoso pelaje leonado, enteramente del color del carbón excepto por una señal, pálida e indefinible, que recorría su garganta y que recordaba…
 

José Villamañe, dudando si soñaba o estaba despierto, recorrió el pasillo cual potro desbocado, raudo atravesó el comedor y se asomó a la ventana.
 

El pobre gato ajusticiado permanecía en el improvisado cadalso, cual horrendo y descomunal fruto en una delirante pesadilla. Entre el enjambre de moscas y avispas, su cuerpo se balanceaba suavemente acunado por el cálido viento del Sur.
Se echó a reír al tiempo que gesticulaba violentamente. Un observador imparcial pensaría que había enloquecido de repente. Pues claro que el animal seguía allí. ¿Dónde demonios iba a ir en tal lamentable estado? Eso le pasaba por leer a Poe. 

De nuevo en el patio, y antes de salir a la calle, tiró las últimas fotos y grabó los postreros minutos de vídeo. Unos extraños reflejos procedentes de la ventana del medio le llamaron la atención.

Activó el zoom de la cámara.

El visor se desvió bruscamente enfocando el tejado.
Cuando al fin consiguió recuperar el encuadre del ventanal, ya había desaparecido la perturbadora imagen.
 

Sólo habían sido unos segundos, pero, aunque alcance la longevidad de Matusalén, el maestro rural jamás podrá olvidar las dos caritas infantiles pegadas contra los cristales.
Se trataba de un niño y una niña, seguramente hermanos, la similitud de sus rasgos macilentos era muy grande. No tendrían más de 5 años.
Pálido y tembloroso, se sentó y cerró los ojos. La fugaz visión se había grabado a fuego en su retina.

Con aterradora nitidez, seguía contemplando las naricillas chatas y los pequeños labios remedando un beso imposible, aplastados contra el vidrio frío; y en sus ojos, muy abiertos, toda la pena y el desamparo del mundo, como un prolongado grito, mudo y atronador.