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lunes, 11 de marzo de 2019

EL PRISIONERO Y LA ENCINA



El espantoso sueño recurrente lo importunaba una noche tras otra. La angustiosa pesadilla solía empezar siempre de la misma manera. De repente, se encontraba en medio del campo, sin saber cómo había llegado hasta allí. Él y otros desdichados congéneres deambulaban sin rumbo, moviéndose por puro instinto, a lo largo y ancho de una finca árida y llana, punteada por esporádicos matorrales y alguna que otra encina creciendo solitaria entre la hierba reseca y amarillenta.
Un robusto vallado metálico cercaba por completo el inhóspito recinto y los mantenía confinados, prisioneros en una especie de rural campo de concentración.
Todos se hallaban completamente desnudos. Al mediodía buscaban las amplias sombras de los árboles, huyendo del sol implacable que abrasaba sus pieles oscuras. Por lo demás, se comportaban, él incluido, como auténticos animales. Se alimentaban de los frutos que encontraban en el suelo, hacían sus necesidades en cualquier sitio, y copulaban como auténticos salvajes a la vista de todo el mundo, compitiendo ferozmente por las impúdicas hembras.
No se hablaban entre ellos. El único lenguaje imperante en la extraña comuna se componía de gestos, miradas y gruñidos, desplegados en una amplia gama de tonos e intensidades.
Regularmente, recibían la visita de los temibles carceleros. Unos tipos gigantescos, crueles y soberbios, que haciendo caso omiso de sus chillidos de protesta, apresaban a varios de los desdichados reos y se los llevaban a rastras introduciéndolos en el interior de los camiones, exactamente igual que harían con cualquier especie de ganado.
Aquellos que se iban, jamás regresaban, nunca volvían a tener noticias suyas. Los que quedaban en el campo yermo, seguían vagando entre las encinas, sin rumbo y sin futuro. Pronto se olvidaban de sus arrebatados compañeros y se dedicaban, única y exclusivamente, a satisfacer sus anhelos vitales, los más elementales y primarios, en la lucha diaria por sobrevivir.
Y todo esto, con ser horrible, no era lo peor de la periódica pesadilla. Lo más espeluznante y estremecedor llegaba a la hora de despertar. Un ramalazo de súbita comprensión se abría paso entre las brumas de su cerebro y nuestro protagonista, mirando espantado a su alrededor, caía en la cuenta de que no había estado soñando, sólo recordando las rutinarias vivencias de otra jornada más en aquel campamento del infierno.
Aquellas que tomara por inquietantes experiencias oníricas, se correspondían, fatalmente, con fragmentos inconexos de la abominable e insoslayable realidad en la que se debatía, atrapado, un día tras otro, vagando entre las encinas en el campo yermo y cercado, sin rumbo, esperanza, ni futuro.
Unas horas más tarde, a la sombra de un árbol descomunal, reposaba satisfecho con el estómago lleno, tras una ajetreada mañana de correrías a la búsqueda del diario y monótono sustento. El sol apretaba de firme. Cuando llegaron los camiones fatídicos, los prisioneros huyeron en estampida abandonando el placentero abrigo de las ramas.
Él, en cambio, permaneció inmóvil. Presintió que su hora había llegado y, en todo caso,  decidió que ya que no podía escapar al funesto destino, mejor terminar cuanto antes.
Momentos antes, reposando a la sombra de la encina, una repentina revelación le había mostrado la Verdad, desvelando el misterio de su peculiar situación. Al fin, había comprendido todo. Supo, con absoluta y diáfana certeza, por qué se encontraba allí, en aquella insólita cárcel y en tal estrafalario estado.
Se prometió solemnemente a sí mismo que si lograba salir de ésta,  jamás le volvería a negar  un crédito a ninguna familia necesitada, ningún suicidio por desahucio caería sobre su conciencia; nunca volvería a engañar a ningún humilde anciano robándole los ahorros de una vida; y, aunque viviera cien vidas más, jamás volvería a despreciar una maldición gitana y revisaría una y mil veces los frenos del coche antes de emprender un viaje por una accidentada carretera de montaña; y, por encima de todo, juró y perjuró que a Dios ponía por testigo de que nunca, nunca más, volvería a burlarse cuando alguien le hablara de... la maldita reencarnación

Dócil, se dejó apresar, sin oponer resistencia.
El lustroso cerdo ibérico de pata negra, criado a base de bellotas en las áridas dehesas extremeñas, fue sacrificado una fría y ventosa tarde del  día 11 de Noviembre.
Cuando el largo y afilado cuchillo del matarife se hundió en su garganta y la vida comenzó a escapársele en atropellados chorros, el cerebro humano, cautivo en el cuerpo del marrano, alumbró, a modo de certero epitafio, una última y atinada reflexión:
          
                          “A todo gochín le llega su San Martín”.