El
espantoso sueño recurrente lo importunaba una noche tras otra. La angustiosa
pesadilla solía empezar siempre de la misma manera. De repente, se encontraba en
medio del campo, sin saber cómo había llegado hasta allí. Él y otros
desdichados congéneres deambulaban sin rumbo, moviéndose por puro instinto, a
lo largo y ancho de una finca árida y llana, punteada por esporádicos
matorrales y alguna que otra encina creciendo solitaria entre la hierba reseca
y amarillenta.
Un robusto vallado metálico cercaba por completo el inhóspito recinto y los
mantenía confinados, prisioneros en una especie de rural campo de
concentración.
Todos
se hallaban completamente desnudos. Al mediodía buscaban las amplias sombras de
los árboles, huyendo del sol implacable que abrasaba sus pieles oscuras. Por lo
demás, se comportaban, él incluido, como auténticos animales. Se alimentaban de
los frutos que encontraban en el suelo, hacían sus necesidades en cualquier
sitio, y copulaban como auténticos salvajes a la vista de todo el mundo,
compitiendo ferozmente por las impúdicas hembras.
No
se hablaban entre ellos. El único lenguaje imperante en la extraña comuna se
componía de gestos, miradas y gruñidos, desplegados en una amplia gama de tonos
e intensidades.
Regularmente,
recibían la visita de los temibles carceleros. Unos tipos gigantescos, crueles
y soberbios, que haciendo caso omiso de sus chillidos de protesta, apresaban a
varios de los desdichados reos y se los llevaban a rastras introduciéndolos en
el interior de los camiones, exactamente igual que harían con cualquier especie
de ganado.
Aquellos
que se iban, jamás regresaban, nunca volvían a tener noticias suyas. Los que
quedaban en el campo yermo, seguían vagando entre las encinas, sin rumbo y sin
futuro. Pronto se olvidaban de sus arrebatados compañeros y se dedicaban, única
y exclusivamente, a satisfacer sus anhelos vitales, los más elementales y
primarios, en la lucha diaria por sobrevivir.
Y
todo esto, con ser horrible, no era lo peor de la periódica pesadilla. Lo
más espeluznante y estremecedor llegaba a la hora de
despertar. Un ramalazo de súbita comprensión se abría paso entre las
brumas de su cerebro y nuestro protagonista, mirando espantado a su alrededor,
caía en la cuenta de que no había estado soñando, sólo recordando las
rutinarias vivencias de otra jornada más en aquel campamento del infierno.
Aquellas
que tomara por inquietantes experiencias oníricas, se correspondían,
fatalmente, con fragmentos inconexos de la abominable e insoslayable realidad
en la que se debatía, atrapado, un día tras otro, vagando entre las encinas en
el campo yermo y cercado, sin rumbo, esperanza, ni futuro.
Unas
horas más tarde, a la sombra de un árbol descomunal, reposaba satisfecho con el
estómago lleno, tras una ajetreada mañana de correrías a la búsqueda del diario
y monótono sustento. El sol apretaba de firme. Cuando llegaron los camiones
fatídicos, los prisioneros huyeron en estampida abandonando el placentero
abrigo de las ramas.
Él,
en cambio, permaneció inmóvil. Presintió que su hora había llegado y, en todo
caso, decidió que ya que no podía
escapar al funesto destino, mejor terminar cuanto antes.
Momentos
antes, reposando a la sombra de la encina, una repentina revelación le había
mostrado la Verdad, desvelando el misterio de su peculiar situación. Al fin,
había comprendido todo. Supo, con absoluta y diáfana certeza, por qué se
encontraba allí, en aquella insólita cárcel y en tal estrafalario estado.
Se
prometió solemnemente a sí mismo que si lograba salir de ésta, jamás le volvería a negar un crédito a ninguna familia necesitada,
ningún suicidio por desahucio caería sobre su conciencia; nunca volvería a
engañar a ningún humilde anciano robándole los ahorros de una vida; y, aunque
viviera cien vidas más, jamás volvería a despreciar una maldición gitana y
revisaría una y mil veces los frenos del coche antes de emprender un viaje por
una accidentada carretera de montaña; y, por encima de todo, juró y perjuró que
a Dios ponía por testigo de que nunca, nunca más, volvería a burlarse cuando
alguien le hablara de... la maldita
reencarnación.
Dócil, se dejó apresar, sin oponer resistencia.
El
lustroso cerdo ibérico de pata negra, criado a base de bellotas en las áridas
dehesas extremeñas, fue sacrificado una fría y ventosa tarde del día 11 de Noviembre.
Cuando
el largo y afilado cuchillo del matarife se hundió en su garganta y la vida
comenzó a escapársele en atropellados chorros, el cerebro humano, cautivo en el
cuerpo del marrano, alumbró, a modo de certero epitafio, una última y atinada
reflexión:
“A todo gochín le llega su San Martín”.