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martes, 31 de diciembre de 2019

EL TÚNEL








                 EL  TÚNEL


El estudiante de Derecho había tomado el tren que hacía la ruta Oviedo-Ribadeo para pasar la Navidad con su familia en Castropol.

Lorenzo Conde se dispuso a estudiar a sus vecinos de viaje como si fueran los personajes de una novela de Agatha Christie o Patricia Highsmith. Había visto, al menos un par de veces, la película “Extraños en un tren” que el gran Alfredo realizara adaptando la obra homónima de la escritora.

Enfrente suyo se sentaba una monja de clausura ataviada con el hábito reglamentario. La religiosa ocupaba su tiempo en la lectura de una pequeña Biblia. A Lorenzo le provocó una aguda sensación de antipatía y rechazo. El rostro de rasgos angulosos, ojos duros y boca cruel hablaba de un carácter despiadado, guiado por inquebrantables principios. Por su edad ya avanzada, Lorenzo la catalogó como Madre Superiora de algún convento, el cual gobernaría con mano férrea haciendo que las novicias a su cargo cumplieran a rajatabla las espartanas normas de convivencia. Supuso que su Orden sería la de Las Carmelitas Descalzas, así que, ni corto ni perezoso, la bautizó como Sor Teresa.

El asiento delantero estaba ocupado por una entrañable viejecita que tejía sin cesar un diminuto jersey, sin duda para alguno de sus nietos más pequeños. Bajo los blancos cabellos, su rostro arrugado y sonrosado mostraba una expresión amable y apacible. Para Lorenzo se convirtió en la abuela Carmen. El contraste con Sor Teresa no podía resultar más brutal.

El estudiante de Leyes centró su atención en la pasajera del asiento contiguo. Se trataba de una chica de larga melena rubia que consultaba el móvil mientras seguía con la cabeza la música de los auriculares. Dirigió a Lorenzo una rápida mirada acompañada por una sonrisa. Un gesto fugaz pero suficiente para que el estudiante admirase sus bellos rasgos nórdicos: ojos verdes, muy claros, pómulos salientes y labios carnosos. Era una lástima que no pareciera muy dispuesta a entablar una conversación.
La imaginó emergiendo de las aguas de un lago rodeado de abetos y montañas nevadas. El nombre de Ondina surgió con naturalidad y Lorenzo  estuvo a punto de pronunciarlo en voz alta.

No sin cierto pesar, el futuro juez o abogado abandonó a su diosa vikinga y se concentró en los tres viajeros masculinos.
El asiento situado detrás de Ondina estaba habitado por un tipo con marcados rasgos orientales, vestido con traje y corbata, que tecleaba como un poseso el portátil colocado sobre sus piernas. Tenía la cabeza rapada al cero y la piel tan blanca que casi parecía una máscara de carnaval. Sus ojos oscuros estaban fijos en la pantalla de 17 pulgadas. Lorenzo lo clasificó como ejecutivo de alguna empresa de informática que muy bien podría llamarse Chan Lee, aunque le parecía raro que viajara en un vagón de segunda.

En la fila siguiente a la del chino viajaba un hombretón alto y fornido, con una espesa cabellera gris y fieros mostachos, que lucía un rostro muy bronceado con una aparatosa cicatriz surcando la curtida frente. Lorenzo, decidió al punto que se trataba de un militar retirado con toda la pinta de haber participado en más de una expedición por países exóticos poniendo en riesgo su vida.
El intrépido explorador se hallaba intensamente concentrado en el estudio de unos mapas que mantenía desplegados ante sí, tal vez planificando nuevas y peligrosas aventuras. Lorenzo estaba seguro de su apellido. Poco le faltó para acercarse a él e interpelarle:  ¿Livingstone, supongo?

Tampoco le resultó difícil de clasificar el pasajero situado más al fondo como un profesor universitario disfrutando una reciente jubilación. Aparentaba alrededor de los 70 años, escaso pelo del color de la ceniza, frente amplia, pobladas cejas, nariz aguileña y pronunciado mentón. Desde que comenzara el viaje no había dejado de leer la última novela de Stephend King.
Lorenzo lo rebautizó como Don Antonio por lo mucho que le recordaba a su profesor de Mercantil.

En ese momento, el joven estudiante fue asaltado por una creciente modorra que enseguida dio paso a un profundo sueño.

Cuando despertó, media hora más tarde, justo a la salida de un largo túnel, miró a su alrededor y sufrió un violento sobresalto. Se restregó los ojos y se pellizcó varias veces. No, no se trataba de una pesadilla.

Volvió a observar a sus compañeros de viaje. 

Aquello no tenía sentido, parecía cosa de locos.

Los seis pasajeros continuaban enfrascados en sus quehaceres, los cuales absorbían toda su atención: la monja con su Biblia; la abuela, con la calceta; la rubia nórdica, con el móvil y los auriculares; el chino, con el portátil; el explorador con los mapas, y el profesor con la novela.
Sí, todos estaban como antes de que el sueño lo venciera, pero la terrible anomalía se resistía a desaparecer. Lorenzo seguía contemplando algo absurdo e imposible.

Se levantó para ir al baño. Caminó por el pasillo medio sonámbulo. Algunos pasajeros levantaron la vista. Lorenzo apresuró el paso, esquivando sus fugaces miradas.

Una vez en el servicio, se acercó al lavabo para refrescarse la cara con agua fría. Lorenzo Conde se quedó paralizado. El espejo con marco labrado reflejó la imagen de un rostro contraído por una expresión de asombrado espanto; una cara extraña, una cara que, al igual que las de sus seis compañeros de viaje, jamás había visto en su vida.