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miércoles, 15 de diciembre de 2021

HUELLAS EN LA NIEVE


 

                            HUELLAS EN LA NIEVE

El viejo Lucas caminaba por el bosque nevado, bajo la amenaza de un cielo plomizo.

          Hacia la mitad de la cuesta, se detuvo y miró la franja sobre el camino, que dibujaban las copas de los árboles. Silencio absoluto, quietud total. Se avecinaba una enorme nevada. Lucas cerró los ojos y aspiró profundamente.

                            (El camino que lleva a Belén...)

El familiar villancico descendía desde el espigado campanario del pueblo, se derramaba por las callejas y se colaba por las ventanas, culebreaba juguetón entre las guirnaldas de luces y, después de pavonearse admirando su faz ancestral multiplicada en las bolas del gran pino de la plaza, llegaba por fin hasta el bosque, tras cruzar los campos nevados a lomos del viento del Norte.

          Lucas se deleitó, admirando aquel instante de magia suprema. El anciano sintió la plenitud del momento irrepetible en que todos y cada uno de los átomos y células de su cuerpo se fundían en armonía infinita con los diminutos cristales estrellados y danzaban juntos sobre el bosque, al son de las entrañables notas navideñas.

                           (...baja hasta el valle que la nieve cubrió...)

          Un perro ladró en la lejanía, hacia el pueblo. Aquel sonido inesperado rompió el hechizo. Lucas respiró hondo otra vez y se dispuso a ascender los últimos metros del camino, antes de comenzar el descenso final hacia la aldea.

Hacia la mitad del corto pero difícil trayecto, un rayo de dolor intenso estalló en el pecho del viejo caminante.

Lucas se dejó caer al pie de un enorme roble, recostándose contra su tronco nudoso.

                         (...Los pastorcitos quieren ver a su Rey...)

Los villancicos seguían llegando como viejos amigos que vienen a despedirse y, de paso, a recordar tiempos pasados.

                        (...Le traen regalos en su viejo zurrón...)

          Lucas se acomodó mejor contra el hospitalario roble y cerrando los ojos vio a su abuela y oyó su voz.

            “Cuando tú naciste cayó la nevada más grande que se viera en mucho tiempo. Estuvo nevando varios días seguidos. En la habitación de al lado unos niños cantaban villancicos…”

                           (...Yo quisiera poner a tus pies...)

El hombre, la nieve y la Navidad unidos para siempre desde su primer segundo de existencia.    Millones de cristales que bullían suspendidos en la atmósfera aquella lejana Nochebuena y que, atraídos por las mágicas melodías navideñas, habían sido atrapados y moldeados por éstas, generando la forma de un niño, compuesto de música y nieve.

                       (...algún presente que os agrade, Señor...)

El moribundo anciano abrió los ojos y se incorporó a medias contra el tronco del árbol. Lentamente, recorrió con la mirada el rastro de huellas que había dejado sobre la nieve, visible hasta la primera curva del sendero, unos 100 metros más allá.

          Huellas sobre la nieve. Al final, la vida del hombre se reduce a eso. Al nacer, nos depositan sobre un campo nevado, cubierto de nieve recién caída y tú comienzas a caminar, y las huellas que vas marcando son la historia de tu vida.

          La nieve…siempre la nieve…suspendida sobre su cabeza en el aire quieto. Lucas volvió a cerrar los ojos y percibió con abrumadora intensidad la tensa espera de la tierra, aprestándose a recibir la túnica que la envuelve, acunándola en su seno, mientras le susurra al oído secretos más viejos que el mundo.

El viejo abrió los ojos y miró al cielo. Un copo de nieve cayó sobre su frente.

                                           (El camino que lleva a Belén...)

Unos minutos más tarde, nevaba con fuerza sobre el bosque.

                                     (...yo voy marcando con mi viejo tambor...)

Arropado por el esponjoso manto y mecido por la más dulce de las nanas, el viejo Lucas comenzó a adentrarse en el sueño eterno. Al igual que aquella lejana Nochebuena, 83 años atrás, la música y la nieve se fundieron entrelazándose y un mágico torbellino surgió, extendiéndose entre el hombre y el cielo. Absorbido por el fantástico remolino de helados acordes, Lucas se dejó llevar, deslizándose apacible, sintiéndose girar, ascendiendo lenta e inexorablemente, impulsado por la blanca y cristalina melodía.

                                  (…Su ronco acento es un canto de amor...)

El fantástico tornado sobrevoló el camino que el anciano había recorrido. Lágrimas de hielo negro cayeron sobre todas y cada una de sus huellas. A continuación, el vórtice se elevó sobre el bosque, flotó un momento sobre los árboles y desapareció entre la cascada de los copos de nieve.

 Encontraron el cuerpo del viejo yaciendo al pie del roble, cubierto de nieve y con una expresión de dicha congelada en su rostro yerto.

          Mientras la tormenta seguía arreciando, Laura, la nieta menor del anciano, permanecía inmóvil, contemplando el cadáver de su querido abuelo.

 La chica miró hacia abajo desde lo alto de la cuesta, a través de la espesa y oscilante cortina blanca. La nieve voraz, que caía sin cesar, había borrado las huellas de Lucas y el camino aparecía cubierto por una capa uniforme e inmaculada.

Laura se secó las lágrimas, elevó los ojos al cielo y sonrió, lanzando un sonoro beso a través de los billones de estrellitas heladas que caían acariciando su rostro.

          Después, comenzó a descender por el sendero, lentamente, silbando feliz, y la nieve, gozosa, cantaba bajo sus botas.

 

                            (...Resuenen con alegría los cánticos de mi tierra…)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


domingo, 11 de abril de 2021

EL PASAJERO


 


Tras la estela del auto se arremolinaban las últimas hojas del otoño, que flotaban un momento en el aire, para yacer de nuevo, quietas y muertas.
Noche  de Luna Nueva y el cielo velado por oscuros nubarrones, barruntando tormenta. Furiosas ráfagas de viento soplaban por momentos, sacudiendo las copas de los robles, abedules y pinos que, cual guardianes formidables, flanqueaban la marcha del vehículo.
Paloma aceleró para alejarse de la zona boscosa y alcanzó una zona de campo abierto.

La joven frenó con brusquedad al divisar la forma humana.

Un hombre, tocado con gorra y luciendo un impermeable de color claro, estaba plantado en mitad de la carretera. Tenía los brazos extendidos hacia delante, abiertas las palmas de las manos.

Las ráfagas de viento hacían ondear los faldones de su impermeable, una especie de guardapolvo, y la lluvia, que había comenzado a caer, azotaba su cara. Paloma observó fascinada como las gruesas gotas rebotaban en la visera de la gorra negra. En el centro de la misma, la joven maestra acertó a distinguir un pequeño bumerang de color rojo que le resultó familiar y, por un momento, aquel dibujo absorbió toda su atención.

Antes de que Paloma pudiera reaccionar, el hombre abrió la puerta y se introdujo dentro del vehículo.

La chica intentó mantener la calma.
—¿Qué quiere?—
El individuo contestó sin girarse:
—Lléveme a San Martín, por favor—su voz sonaba ronca y apenada.

Paloma abrió la boca para replicar, pero en vez de eso, asintió, puso la primera y aceleró suavemente. Al fin y al cabo, San Martín quedaba cerca, unos tres kilómetros, más o menos, y el tipo no parecía peligroso.
Apenas cinco minutos después, el pasajero habló de nuevo:

—Me bajo aquí— susurró, moviendo apenas los labios.
La chica detuvo el coche y se encaró con su pasajero.

—¡¿Aquí?! —Paloma señaló incrédula el desolado paraje, azotado por el viento y la lluvia—pero... ¿no quería ir a San Martín?
El hombre volvió a mirar al frente y señaló la pronunciada curva que, unos metros más adelante, partía un bosquecillo de pinos y abedules.

— Iba a San Martín, pero me maté aquí y no pude llegar.
—Perdón ¿Qué ha dicho? Me parece que no he entendido bien.
—Me maté...Hace un año que estoy muerto...Y ahora...debo regresar.

Paloma observó cómo los ojos de su pasajero giraban dentro de las órbitas y quedaban en blanco. La piel de su rostro se tensó y reventó en los pómulos y mejillas, descubriendo la carne y el hueso; los labios tumefactos se abrieron con un chasquido seco, y la lengua, negra e hinchada, asomó entre ellos, como la cabeza de una culebra saliendo de su agujero. Bruscamente, extendió su brazo izquierdo y una mano esquelética aferró la muñeca de la joven. Paloma gritó. El fantasma acercó su rostro al suyo:
—Tengo que regresar —repitió —Y tú vendrás conmigo.
Paloma percibió el fuerte olor a cadáver y se desmayó.

El aire frío, que entraba a través de la ventanilla entreabierta, despertó a la joven maestra, liberándola de su pesadilla. Unos pinchazos sordos en las sienes la situaron de nuevo en la realidad. Recordó el calmante que se había tomado para aliviar la jaqueca, justo al salir de aquella interminable reunión.

Con la cabeza más despejada, arrancó el coche y se incorporó a la carretera. La noche era muy oscura. El viento soplaba con fuerza.

Comenzó a recordar el sueño. El impermeable gris ondeando al viento, la gorra negra con el dibujo rojo, los ojos blancos, la lengua hinchada, el contacto duro y frío del hueso en su muñeca. Instintivamente, se la frotó, mientras un escalofrío la sacudía.

Paloma respiró hondo, sacudió la cabeza y luego se echó a reír, al percatarse de lo ridículo que resultaba todo aquello. 

Había comenzado a llover de nuevo y una espesa cortina de agua, impulsada por un fuerte viento, azotaba el vehículo.

Al final de la larga recta, justo al iniciar la pronunciada curva hacia la izquierda, había un hombre de pie en mitad de la carretera. Vestía un impermeable de color claro que ondeaba sacudido por el viento y se cubría con una gorra negra con anagrama rojo. Tenía los brazos extendidos al frente, como pidiendo auxilio.

Paloma lanzó un grito, aferró fuertemente el volante y apretó el acelerador. El tiempo pareció congelarse y la chica tuvo la sensación de que el coche se detenía, mientras la fantasmal aparición se aproximaba rápidamente a través de la espesa lluvia. El ruido del brutal impacto se mezcló con el histérico chillido de la chica.

La noticia apareció al día siguiente.

        EXTRAÑO DOBLE ACCIDENTE EN LOS OSCOS

Un singular suceso tuvo lugar ayer en la  comarcal Vegadeo - Pesoz, a la altura de San Martín de Oscos. 

P.M.R., joven maestra de la zona, se precipitó por un barranco y pereció carbonizada. Al parecer, la excesiva velocidad del vehículo sobre el piso mojado provocó el fatal desenlace.
Unos metros más atrás, un joven viajante de comercio que conducía una furgoneta de reparto, se había estrellado contra un árbol.
El cadáver del hombre apareció en la cuneta, recostado contra la valla.

Su impermeable largo de color claro, se hallaba desgarrado y cubierto de sangre.
En medio de la carretera, justo sobre la línea continua blanca, yacía, como mudo testigo de la tragedia, una gorra negra con un anagrama rojo en forma de pequeño bumerang.