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domingo, 23 de febrero de 2020

EL REGRESO DE MAMBRÚ




                                      EL REGRESO DE MAMBRÚ.

     “ Mambrú se fue a la guerra,
        que dolor, que dolor, que pena…”

Mi marido regresó del frente una tarde ventosa de noviembre. Apareció de repente, como un fantasma. Nadie me avisó de su vuelta. Hacía siete meses que se había ido. En todo este tiempo no tuve noticias suyas.
Regresaba con un pequeño macuto al hombro, una medalla de San Cristóbal en el pecho y varias cicatrices. Regresaba con los pulmones tocados y una bala alojada cerca de la columna. Regresaba con la mente confusa y el alma desollada. Regresaba porque lo habían licenciado, declarándolo inútil para el ejército. 
Esto lo supe bastante después.  Para entonces, ya había caído la noche. En noviembre, los días son cortos y todo parece muerto.
Y eso me pareció al verlo, un muerto resucitado. Permanecía allí, en el umbral de la puerta, quieto y mudo, la mirada errática esquivando el anhelo asombrado de mis ojos.
No trató de abrazarme, yo tampoco lo hice.  Pensé que si lo tocaba, desaparecería, se esfumaría como el humo entre los dedos.
Cuando habló, lo hizo con una voz extraña, y lo que me dijo aun fue más extraño.
          “Traigo la guerra metida dentro de mi cabeza. Es como un maldito parásito que nunca está quieto y que nunca se calla. Tengo que sacarlo de ahí antes de que me vuelva loco”
Con un brusco ademán, me indicó que me apartara, y penetró en el interior de la casa. Entró hasta la cocina, literalmente, y se puso a revolver dentro de la alacena.
          “¿Qué estás buscando?”
Por toda respuesta, se giró hacia mí blandiendo en su mano derecha un afilado cuchillo.
          "¿Qué vas a hacer con eso, Ramón?”
       "Prepararme algo de comer. Estoy muerto de hambre. Siete meses comiendo ese asqueroso rancho matan a cualquiera…¿Qué creías qué iba a hacer”?
No respondí. Me asaltó una risa incontrolada. Un torrente de carcajadas que alivió la tremenda tensión acumulada, a punto de desbordarse.
          “…Tengo que sacarlo de ahí…”
¿Qué demonios quería que pensara al verlo con el cuchillo, a un palmo escaso de su cabeza…? No era difícil imaginar un macabro desenlace. ¿Acaso vosotros no hubierais pensado lo mismo…?
Partió una hogaza a la mitad, cortó dos gigantescas rebanadas y se preparó un descomunal bocadillo de jamón. Lo despachó en pocos minutos, acompañándolo con una jarra de vino tinto. Lo devoró con rabiosas dentelladas, como la hiena con el león al acecho, y trasegó directamente de la jarra asiéndola con las dos manos. Riachuelos olorosos surcaron su barbilla y alcanzaron su pecho tiñendo de rojo la medalla de San Cristóbal.
Vampiro condecorado: bonito cuadro, pensé.
Al terminar, lanzó un eructo que sonó como el disparo de un cañón. La guerra que tenía en su cabeza trataba de salir por donde podía.
A continuación, se echó de bruces sobre la mesa, y poco después roncaba igual que un bendito.
Durmió durante tres largas horas. Yo me senté y lo observé en silencio, medio sonámbula.
Despertó cerca de medianoche y comenzó a hablar. Habló hasta bien entrada la madrugada, habló hasta vaciar el saco de palabras que se había traído encima.
Habían venido a buscarlo una mañana radiante del mes de abril. Una jornada espléndida para pasear a la orilla del río y comer a la sombra del gran álamo. Pero, ese día, el ejército tenía otros planes para Ramón.
En el Cuartel les entregaron el fusil y el macuto, los metieron en camiones de ganado y los enviaron a primera línea del frente. En cada vehículo se hacinaban unos treinta o cuarenta. Rostros taciturnos y hostiles. Traquetearon varias horas por caminos de carro. Olor a excremento animal, a sudor y a miedo.
Su primera misión consistió en defender una estratégica loma. Cavaron trincheras. Tragaron polvo y masticaron rabia. El enemigo cargó a tumba abierta. Sobre sus cabezas, los aviones eran un enjambre de enormes avispas grises. Sus rugidos te dejaban sordo. Sentías estallar la cabeza. Los terribles aguijones caían y mordían sin cesar.
Murieron muchos y otros quedaron malheridos. Él fue uno de los pocos que lograron salvarse. Terminó con restos de metralla por todo el cuerpo y un tiro en la espalda a medio palmo de la médula.
Vio cabezas cercenadas, miembros arrancados de cuajo, pechos reventados, hombres despanzurrados que trataban de levantarse y resbalaban al pisar sus propias tripas…
          “La guerra está aquí dentro- se apuñaló la frente con los dedos - el parásito, María… —al menos, no había olvidado mi nombre—el maldito parásito que nunca se calla y nunca está quieto…”
No dijo nada más. Se levantó y subió a la habitación. Yo permanecí sentada.
Arriba, sonó un disparo.
Lo encontré tumbado en nuestra cama. Había agarrado la escopeta de caza y se había volado la tapa de los sesos.
Un único pensamiento germinó en mi cerebro como una flor pérfida y venenosa.
          “Ahora, el parásito podrá salir de la cabeza de Ramón”
"a Dios pongo por testigo" de que, justo en ese momento, pude ver como, a través del boquete abierto en su coronilla, emergía zumbando un enjambre de extrañas avispas grises que se fue por la ventana, dejando tras de sí un rastro de humo y un olor intenso a combustible de motor.
                    
                       “Mambrú se fue a la guerra,
                                   no sé cuándo vendrá…
                                   dorremi, dorrefa…"